Bautismo de fuego

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

 

"Entonces le dijo la profetisa al brujo: "Este consejo te doy: ponte botas de yerro, toma en la mano un bastón de yerro. Ve con tus botas de yerro hasta el fin del mundo y por el camino agita el bastón y riega todo con lágrimas. Ve a través de la agua y el fuego, no te detengas ni mires a tu alredor. Y cuando las almadreñas se te desgasten, cuando el bastón de yerro se deshaga, cuando el viento y el calor te sequen los ojos de tal forma que de ellos ni una lágrima acierte a escapar, entonces, en el fin del mundo, hallarás lo que buscas y lo que amas. Pudiera ser".

 

Y el brujo cruzó la agua y el fuego, sin mirar a su alrededor. Pero no se puso botas de yerro ni tomó bastón. Sólo llevó su espada de brujo. No escuchó las palabras de la profetisa. Y bien que hizo, porque era una mala profetisa."

Andrzej Sapkowski

Bautismo de fuego

La saga de Geralt de Rivia - Libro V

ePUB v2.6

ikero
04.07.12

Through these fields of destruction

Baptisms of fire

I've witnessed your suffering

As the battles raged higher

And though they did hurt me so bad

In the fear and alarm

You did not desert me

My brothers in arms...

Dire Straits

Capítulo primero

Entonces le dijo la profetisa al brujo: «Este consejo te doy: ponte botas de yerro, toma en la mano un bastón de yerro. Ve con tus botas de yerro hasta el fin del mundo y por el camino agita el bastón y riega todo con lágrimas. Ve a través de la agua y él juego, no te detengas ni mires a tu alredor. Y cuando las almadreñas se te desgasten, cuando el bastón de yerro se deshaga, cuando el viento y el calor te sequen los ojos de tal forma que de ellos ni una lágrima acierte a escapar, entonces, en él fin del mundo, hallarás lo que buscas y lo que amas. Pudiera ser».

Y el brujo cruzó la agua y el fuego, sin mirar a su alredor. Pero no se puso botas de yerro ni tomó bastón. Sólo llevó su espada de brujo. No escuchó las palabras de la profetisa. Y bien que hizo, porque era una mala profetisa.

Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas

 

Los arbustos reventaban de pájaros.

En la pendiente del barranco crecía una masa densa y entrelazada de zarzas y agracejos, un lugar de ensueño para anidar y buscar alimento, así que no era de extrañar que abundaran allí las aves. Obstinados trinaban los verderones, gorjeaban los pardillos y las currucas, resonaba también a cada instante el sonoro pink-pink de los pinzones. El pinzón canta porque anticipa lluvia, pensó Milva, al tiempo que miraba hacia el cielo en un movimiento reflejo. No había nubes. Pero el pinzón siempre anticipa lluvia. Vendría bien, por fin, un poco de lluvia.

El lugar frente a la entrada de la hondonada era un excelente puesto de caza, ofrecía grandes posibilidades para cobrar buenas piezas, especialmente allí, en Brokilón, selva de los animales. Las dríadas que gobernaban una ex­tensa parte del bosque no cazaban muy a menudo, y los humanos se atrevían aún menos a entrar. Allí, el cazador deseoso de carne o cuero se veía converti­do él mismo en objeto de caza. Las dríadas de Brokilón no tenían piedad para con los intrusos. Milva lo había experimentado en su propio pellejo.

En cualquier caso, no faltaban animales en Brokilón. Más Milva llevaba ya acechando más de dos horas y todavía no le había salido nada al alcance de sus flechas. No podía cazar a ojeo, la sequía que reinaba desde hacía meses había secado la cubierta de hojas y ramas y éstas crujían a cada paso. En tales condiciones, sólo la inmovilidad podía otorgar éxitos y trofeos.

Sobre el mango del arco se posó una mariposa vanesa. Milva no la espantó. Mientras observaba cómo plegaba y desplegaba las alas, contem­plaba al tiempo su arco, una adquisición reciente de la que todavía no había dejado de alegrarse. Era una arquera por vocación, amaba las bue­nas armas. Y ésta que tenía en la mano era la mejor de las mejores.

Milva había tenido muchos arcos en su vida. Había aprendido a disparar con arcos normales de fresno y de tejo, pero pronto los abandonó en favor de los laminados flexibles del tipo que usaban las dríadas y los elfos. Los arcos de los elfos eran más cortos, más ligeros y manejables, y gracias a su compo­sición de capas de madera y tendones de animales también más rápidos que los de tejo. Una flecha disparada con ellos alcanzaba su objetivo en un tiem­po más corto y con una trayectoria más plana, lo que eliminaba en buena medida la posibilidad de que fuera arrastrada por el viento. Los mejores ejemplares de tales armas, de cuatro dobleces, portaban entre los elfos el nombre de zhefar, pues precisamente tal símbolo rúnico formaban los bra­zos y el mango del arco. Milva había usado zefares durante bastantes años y no juzgaba que pudiera existir arco que los superase.

Pero por fin había encontrado tal arco. Esto sucedió, por supuesto, en el bazar marino de Cidaris, famoso por su rica oferta de mercancías extrañas y poco comunes traídas por los marineros desde los rincones más lejanos del mundo, de todo lugar al que fueran capaces de llegar cocas y galeones. Milva, siempre que podía, visitaba el bazar y echaba un vistazo a los arcos ultrama­rinos. Precisamente era allí donde había adquirido el arco que pensaba que le iba a servir durante muchos años, un zefar procedente de Zerrikania y reforzado con cuerno de antílope labrado. Pensó que aquel arco era perfecto. Durante un año. Porque un año más tarde, en aquel mismo puesto, donde aquel mismo comerciante, había encontrado una verdadera maravilla.

El arco procedía del lejano norte. Tenía una envergadura de sesenta y dos pulgadas, de caoba, una empuñadura perfectamente contrapesada y un mástil liso y laminado, trenzado de capas de maderas nobles y de huesos y tendones de ballena cocidos. De los otros utensilios que yacían junto a él lo diferenciaban no sólo su construcción sino también su precio. Y había sido precisamente el precio lo que había llamado la atención a Milva. Sin embar­go, una vez se llevó el arco a las manos y lo probó, pagó sin vacilar y sin regatear lo que le pidiera el mercader. Cuatrocientas coronas novigradas. Ni que decir tiene que no portaba consigo una suma tan gigantesca, sacrificó en el trato su zefar zerrikano, una ristra de pieles de marta y una medallita, obra maravillosa de los elfos, un camafeo de coral engarzado de perlas de río.

Pero no lo lamentó. Nunca. El arco era de increíble ligereza y simple­mente resultaba certero a la perfección. Aunque no era muy largo, cubría con sus mástiles entrelazados una considerable distancia. Provisto de una cuerda de cáñamo y terciopelo tensada con precisión sobre los torcidos mangos, daba, a partir de veinticuatro pulgadas de estiramiento, una fuerza de cincuenta y cinco libras. Cierto, había arcos que daban incluso hasta ochenta, pero Milva consideraba que esto era una exageración. Una flecha disparada desde su arco de ballena con una fuerza de cincuenta y cinco atravesaba una distancia de doscientos pasos en el instante entre dos lati­dos de corazón, y a cien pasos tenía suficiente ímpetu como para herir eficazmente a un ciervo, mientras que a un humano, si no llevaba armadu­ra, lo atravesaba de parte a parte. Milva no solía ir a cazar animales mayo­res que el ciento o alguien que llevara armadura pesada.

La mariposa echó a volar. Los pinzones todavía revoloteaban entre los arbustos. Y seguía sin haber nada que se pusiera a tiro. Milva apoyó la espalda en el tronco del pino, comenzó a recordar. Así, para matar el tiempo.

Su primer encuentro con el brujo había sido en julio, dos semanas después de los sucesos acaecidos en la isla de Thanedd y del estallido de la guerra en Dol Angra. Milva volvía a Brokilón después de unos cuantos días fuera, conducía a los restos de un comando de Scoia'tael que había sido destrozado en Temería cuando intentaba llegar al territorio de Aedim, ya envuelto en la guerra. Los Ardillas querían unirse a la rebelión en que se habían alzado los elfos de Dol Blathanna. No lo consiguieron y, si no hubiera sido por Milva, estarían muertos. Pero encontraron a Milva y les dieron asilo en Brokilón.

Nada más llegar le informaron de que Aglaïs la esperaba con impacien­cia en Col Serrai. Milva se asombró un tanto. Aglaïs era la priora de las sanadoras de Brokilón, y Col Serrai, un valle profundo y lleno de fuentes termales y grutas, era un lugar de curación.

Obedeció de todos modos, convencida de que se trataría de algún elfo en proceso de curación que querría contactar con su comando por inter­medio de ella. Pero cuando vio al brujo herido y se enteró de lo que se le requería, le dio un verdadero ataque de rabia. Salió corriendo de la gruta con los cabellos agitados y descargó toda su ira sobre Aglaïs.

—¡Viome! ¡Vio mi cara! ¿Entiendes el peligro que esto significa?

—No, no lo entiendo —respondió la sanadora con frialdad—. Se trata de Gwynbleidd, un brujo. Un amigo de Brokilón. Está aquí desde hace cator­ce días, desde la luna nueva. Y todavía pasará algún tiempo antes de que pueda levantarse y andar con normalidad. Quiere noticias del mundo, no­ticias de sus seres queridos. Sólo tú se las puedes traer.

—¿Noticias del mundo? ¡Me parece que has perdido el seso, rariesposa! ¿Acaso no sabes lo que en el mundo pasa, allá tras las fronteras de este tu bosque tan tranquilito? ¡Guerra en Aedim hay! ¡En Brugge, en Temeria y en Redania hay caos, infierno, grandes persecuciones! ¡A aquéllos que principiaron la rebelión en Thanedd por todas partes se los busca! ¡Y por todas partes hay espías y an'givare, a veces basta con mentar una palabra, torcer la jeta cuando no se debiera, y ya te está bendiciendo el verdugo en la mazmorra con el hierro al rojo! ¿Y tengo yo que andar haciendo la espía, ir preguntando, recolectar nuevas, poner el pescuezo? ¿Y para quién? ¿Para un brujo medio muerto? ¿Y qué, es acaso mi hermano o mi cuñado? ¡Ciertamente has perdido el seso. Aglaïs!

—Si tienes intenciones de gritar —le dijo serena la sanadora—, vaya­mos entonces al bosque. Él precisa de tranquilidad.

Milva, contra su voluntad, pasó la vista por la cueva en la que acababa de ver al herido. Un buen mozo, pensó automáticamente, aunque delgadu­cho como un palo... La testa blanca, pero la tripa plana como un crío, se ve que es amigo de trabajos y no de morcillas y cervezas...

—Él estuvo en Thanedd —afirmó, no preguntó—. Un rebelde.

—No lo sé. —Aglaïs se encogió de hombros—. Está herido. Necesita ayuda. El resto no es asunto mío.

Milva se enfadó un poco. La sanadora era conocida por su escasa dis­posición a hablar. Pero Milva ya había tenido tiempo de escuchar los rela­tos emocionados de las dríadas de las fronteras orientales de Brokilón, sabía ya todo acerca de lo acaecido dos semanas atrás. De la hechicera de cabellos castaños que había aparecido en Brokilón en un relámpago mági­co, del herido aferrado a ella que tenía las manos y los pies rotos. Un herido que resultó ser Gwynbleidd, el Lobo Blanco.

Al principio, dijeron las dríadas, no sabían qué hacer. El ensangrenta­do brujo alternaba los gritos con los desmayos. Aglaïs le puso unos venda­jes provisionales, la hechicera maldecía. Y lloraba. Milva no se creía para nada esto último, ¿acaso alguien había visto alguna vez llorar a una maga? Y luego llegó una orden de Duen Canell, de Eithné la de los ojos de plata, Señora de Brokilón. Despachad a la hechicera, rezaba la orden de la dueña del Bosque de las Dríadas. Curad al brujo.

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