Bautismo de fuego (9 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

María Barring, llamada Milva, tensó el arco. Apuntó con cuidado, la cuerda rozándole el rostro.

El primero de los atacantes gritó y cayó del caballo, el pie se le engan­chó en el estribo, los golpes de los cascos le destrozaron. Al segundo la flecha simplemente le barrió de la silla. El tercero, el jefe, estaba ya cerca, se puso de pie en los estribos, alzó la espada para dar el tajo. Milva ni siquiera pestañeó, mirando sin miedo al atacante tensó el arco y a una distancia de cinco pasos le metió un disparo directo en el rostro, junto a la ventalla de acero. La flecha le atravesó de cabo a rabo, levantándole el casco. El caballo no moderó el galope, el jinete, privado del yelmo y de buena parte del cráneo, se mantuvo en la silla durante algunos segundos, luego, poco a poco, se inclinó y cayó sobre un charco con un chapoteo. El caballo relinchó y siguió adelante.

Geralt se levantó con esfuerzo y se masajeó la pierna, que le dolía pero que, extrañamente, parecía estar bien, podía apoyarse en ella sin proble­mas, podía andar. A su lado estaba Jaskier, retorciéndose por el suelo mientras intentaba liberarse del cadáver de la garganta destrozada. El ros­tro del poeta tenía el color de la gasa de algodón.

Milva se acercó, por el camino arrancó la flecha clavada en el muerto.

—Gracias —dijo el brujo—. Jaskier, da las gracias. Ésta es Milva Barring. Gracias a ella seguimos vivos.

Milva arrancó la flecha de otro cadáver, miró la punta ensangrentada. Jaskier murmuró algo poco claro, se dobló en una reverencia palaciega pero más bien temblona, después de lo cual cayó de rodillas y vomitó.

—¿Quién es el pollo? —La arquera limpió la punta con una hoja moja­da, metió la flecha en el carcaj—. ¿Un tu amigo, brujo?

—Sí. Se llama Jaskier. Es poeta.

—Poeta. —Milva miró el torso del trovador, quien ya sólo vomitaba en seco, luego alzó la vista—. Si así es, comprendo entonces. Lo que no com­prendo es por qué está aquí echando la pota, en vez de juntar rimas tranquilito en algún lado. De tos modos, no es asunto que haya a mí de incumbirme.

—En cierta medida, sí. Le has salvado el pellejo. A mí también.

Milva se limpió el rostro salpicado de lluvia, todavía se notaba en su piel la presión de la cuerda del arco. Aunque había disparado varias veces, sólo había una huella de la cuerda: ésta había partido cada vez del mismo sitio.

—Ya en el aliso andaba cuando platicabais con los javecares —dijo—. No quise que me vieran los bribones éstos, y no había por qué. Y a esto que vinieron los otros y comenzó la juerga. Acogotaste a unos cuantos. Sabes menear la espada, ha de reconocerse. Y eso que estás cojitranco. En Brokilón debieras haberte quedado, a curarte la pata. Empeorarás, puede que ten­gas cojera para toda la vida, ¿te das cuenta, pienso?

—Viviré.

—Y a mí tal me parece. Pues anduve tras de ti, siguiendo tus rastros, para apercibirte. Y volverte. Nada habrá de tu aventura. Al sur hay guerra. Las tropas nilfgaardianas marchan desde Drieschot a Brugge.

—¿Cómo lo sabes?

—Aunque más que por esto no fuera. —La muchacha señaló con un gesto abierto a los cadáveres y los caballos—. ¡Si son nilfgaardianos! ¿Pues no ves los soles en los pabellones? ¿Los bordados en las corazas? Arrecoger los pertrechos, poner los pies en polvorosa, pues acaso no aparezcan más de ellos. Éstos de aquí salieron en avanzadilla.

—No creo —él agitó la cabeza— que esto fuera una avanzadilla o un comando de exploradores. Vinieron aquí a por otra cosa.

—¿Y a por qué, por curiosidad?

—A por esto. —Señaló el ataúd de pino que yacía en el carro, oscureci­do por la lluvia. Llovía ya más débilmente y había dejado de tronar. La tormenta se dirigía hacia el norte. El brujo alzó una espada que yacía entre las hojas, saltó al carro, maldiciendo en voz baja porque la rodilla seguía haciéndose presente con dolores.

—Ayúdame a abrir esto.

—Apañados, a un muerto quieres... —Milva se detuvo, al ver las aberturas hechas en la tapa—. ¡Cuernos! ¿Llevaban en este cajón a un javecar vivo?

—Es un prisionero. —Geralt hizo palanca en la tapa—. El mercader esperaba aquí a los nilfgaardianos para entregárselo. Intercambiaron con­traseñas...

La tapa se abrió con un chasquido, mostrando a un hombre amordaza­do, con los brazos y piernas ligados por tiras de cuerdas a los costados del ataúd. El brujo se inclinó. Le contempló con atención. Y otra vez, con ma­yor atención. Y blasfemó.

—Vaya, mirad —dijo con la voz cortante—. Vaya una sorpresa. ¿Quién se la hubiera esperado?

—¿Lo conoces, brujo?

—De vista. —Sonrió malignamente—. Guarda el cuchillo, Milva. No le cortes las ligaduras. Por lo que veo se trata de un asunto interno de los nilfgaardianos. No debemos entrometernos. Lo dejaremos como está.

—Pero, ¿he oído bien? —habló desde sus espaldas Jaskier. Todavía estaba pálido, pero la curiosidad ya había vencido a otras emociones—. ¿Quieres dejar en el bosque a un hombre atado? Imagino que habrás reco­nocido a alguien con quien tienes pleitos, ¡pero se trata de un prisionero, diablos! Era prisionero de unos que se lanzaron contra nosotros y a poco no nos mataron. El enemigo de nuestros enemigos...

Se detuvo al ver que el brujo sacaba un cuchillo de la caña de la bota. Milva carraspeó bajito. Los ojos azul oscuro del prisionero, hasta ahora entrecerrados a causa de las gotas de lluvia, se abrieron. Geralt se inclinó y cortó las ataduras que ligaban su brazo izquierdo.

—Mira, Jaskier —dijo, agarrando por la muñeca la mano libre y alzán­dola—. ¿Ves esta cicatriz en los dedos? Ciri se la hizo. En la isla de Thanedd, hace un mes. Es un nilfgaardiano. Fue a Thanedd especialmente para capturar a Ciri. Ella le rajó para evitar que la raptara.

—Pues de nada le sirvió la tal defensa —murmuró Milva—. Y siendo lo que sea, me da por pensar que esto no se tiene tieso. Pues si raptó de la ínsula a la Ciri ésa tuya para Nilfgaard, ¿en qué modo fue a dar con sus huesos en el ataúd? Quítale la mordaza de los morros, brujo. Igual nos dice algo.

—No tengo ninguna gana de escucharlo —dijo sordamente—. Ya ahora estoy tentado de rajarlo, mientras está ahí tumbado y mira. Apenas me con­tengo. Si hablara, no me contendría. No os he contado todo acerca de él.

—Pues no te contengas. —Milva se encogió de hombros—. Rájale, si tan falto es de honra. Pero lo que sea, presto, que el tiempo vuela. Ya os dije, mirar sólo a los nilfgaardianos. Voy a por mi caballo.

Geralt se enderezó, soltando la mano del prisionero. Éste, inmediata­mente, se arrancó la mordaza de la boca y la escupió. Pero no habló. El brujo le echó el cuchillo sobre el pecho.

—No sé por qué pecados te habrán metido en esta caja, nilfgaardiano —dijo—. Y no me interesa. Te dejo este bardeo aquí, libérate tú mismo. Espera aquí a los tuyos o piérdete en el bosque, como quieras.

El prisionero guardaba silencio. Encogido y metido en la caja de made­ra, tenía un aspecto todavía más miserable y desarmado que en Thanedd, y allá Geralt lo había visto de rodillas, herido, tiritando de miedo en un charco de sangre. Tenía un aspecto todavía más joven. El brujo no le cal­culaba más de veinticinco años.

—Te permití vivir en la isla —añadió—. Y te lo permito ahora. Pero ésta es la última vez. La próxima vez que nos encontremos te mataré como a un perro. Recuérdalo. Si se te ha pasado por la cabeza convencer a tus cama-radas de que nos persigan, llévate este ataúd contigo. Te hará falta. Va­mos, Jaskier.

—¡Y a toda leche! —gritó Milva, volviendo al galope por el sendero que iba hacia el oeste—. ¡Pero no por acá! ¡Al bosque, su perra madre, al bosque!

—¿Qué ha pasado?

—¡Una mesnada enorme viene desde el Cintillas! ¡Son nilfgaardianos! ¿Qué cuernos miráis? ¡A caballo, antes de que nos agarren!

La batalla en tomo a la aldea llevaba ya una buena hora y todavía nada hacía pensar que se estuviera encaminando hacia el final. La infantería, defendiéndose desde detrás de los muretes de piedra y las tapias y de los carros puestos de costado, había rechazado ya tres ataques de la caballe­ría, que cargaba sobre ellos cabalgando por encima de los diques. La am­plitud de los diques no dejaba a los montados tomar ímpetu frontal y permi­tía a la infantería concentrar la defensa. Como resultado, cada ola de caba­llería se deshacía a cada intento contra las barricadas desde las que unos desesperados pero tozudos lansquenetes acribillaban a un tropel de jine­tes con una lluvia de dardos y flechas. La caballería se embarullaba y se amontonaba y entonces los defensores caían sobre ellos en un rápido con­traataque, cobrándose a todo el que podían con hachas, lanzas y mayales de guerra. Los de a caballo retrocedían hacia el estanque, dejando los ca­dáveres de hombres y bestias, los de a pie por su parte se escondían detrás de la barricada y retaban al enemigo con repugnantes insultos. Al cabo de algún tiempo, los de a caballo formaban de nuevo y volvían a atacar.

Y así todo el tiempo.

—Interesante, ¿quién pelea con quién? —Jaskier preguntaba otra vez, aunque ininteligible, puesto que precisamente tenía en la boca un pedazo de bizcocho seco que le había pedido a Milva e intentaba ablandarlo.

Estaban sentados en el mismo borde de un derrocadero, bien escondi­dos entre unos enebros. Podían observar la lucha sin miedo a que les vie­ran. Mejor dicho, tenían que observar. No les quedaba otra salida. Delante de ellos estaba la batalla, detrás, bosques en llamas.

—No es difícil de adivinar —Geralt se decidió con desgana a contestar la pregunta de Jaskier—. Los de a caballo son nilfgaardianos.

—¿Y los de la infantería?

—Los de la infantería no son nilfgaardianos.

—Los de a caballo han de ser la caballería regular de Verden —dijo Milva, hasta entonces sombría y embargada de un sospechoso silencio—. Ajedreces llevan cosidos en los jubones. Y éstos de la aldea son soldados acorazados de Brugge, por las corazas se los conoce.

Ciertamente, enardecidos por un nuevo triunfo, los lansquenetes alza­ron sobre las trincheras el estandarte verde con la cruz de ancla. Geralt había observado con atención, pero antes no había distinguido el estan­darte que los defensores acababan de alzar. A todas luces, se les había extraviado al comienzo de la batalla.

—¿Vamos a seguir mucho rato aquí? —preguntó Jaskier.

—Tú sabrás —murmuró Milva—. Vaya una pregunta. ¡Remira un poco! Si no te vuelves, el culo sigue detrás.

Jaskier no tenía que remirar ni darse la vuelta. Todo el horizonte estaba lleno de franjas a causa de las columnas de humo. El humo más denso estaba al norte y al oeste, allí donde alguno de los ejércitos estaba que­mando los bosques. También había bastante humo en el cielo al sur, allá hacia donde se dirigían cuando la batalla les cortó el camino. Pero durante la hora que llevaban en la colina, el humo comenzó a elevarse también por el este.

—Sea lo que sea —siguió la arquera al cabo, mirando a Geralt—, a mí ciertamente me reconcome el saber que hayas empezado ahora a pensar. Tras nuestro, Nilfgaard y montes ardientes, por delante, tú mismo te aper­cibes. ¿Cuáles son entonces tus planes?

—Mis planes no han cambiado. Esperaré el final de esta rencilla y me iré hacia el sur. Hacia el Yaruga.

—Creo que has perdido el seso. —Milva frunció el ceño—. Más si tú mismo ves lo que pasa. Más si a ojo desnudo se ve que no se trata de la algara de una porción de mozuelos gamberros, sino que guerra, guerra tenemos. Nilfgaard va derechito desde Verden. Al mediodía habrá ya pasa­do del Yaruga, a lo seguro toda Brugge y puede que hasta Sodden esté en llamas...

—He de llegar hasta el Yaruga.

—Estupendo. ¿Y aluego?

—Buscaré un bote, navegaré con la corriente, intentaré llegar hasta la desembocadura... Allí, diablos, de seguro que hay algún barco...

—¿A Nilfgaard? —bufó—. ¿Los planes no han sufrido cambio?

—No tienes que acompañarme.

—Cierto, no tengo. Y alabados sean los dioses, porque yo la muerte no la busco. Temerla no la temo, pero algo he de decirte: no hay que ser muy sabio para dejarse matar.

—Lo sé —respondió él tranquilo—. Tengo práctica. No iría en esta direc­ción si no tuviera que hacerlo. Pero tengo, así que voy. Nada me detendrá.

—Ja. —Ella lo midió con la mirada—. Más si la voz tienes como si al­guien raspara el culo de un puchero con un cuchillo. Si el emperador Emhyr la escucha, a buen seguro que escapará espantado hasta en calzones. ¡A mí, la guardia, a mí, los mis destacamentos imperiales, ay, ay, que hacia Nilfgaard navega el brujo en una canoa, presto estará acá, me arrancará la vida y la corona! ¡Estoy perdido!

—Déjalo, Milva.

—¡Y un cuerno! Hora es de que alguien por fin te diga la verdad a la jeta. ¡Que me la meta un conejo pelechado si he visto en mi vida paisano más tonto! ¿A Emhyr le vas a birlar la moza? ¿En la que Emhyr ha puesto las miras para emperatriz? ¿La que le quitó a los reyes? Emhyr tiene uñas largas, lo que engancha, ya no lo suelta. ¿Los reyes no tien redaños para darse con él y tú quieres?

No respondió.

—Te aprestas a ir a Nilfgaard —repitió Milva, mientras movía la cabeza como compadeciendo—. A vértelas con el emperador, a ramplarle la novia. ¿Y no has pensado lo que puede pasar? ¿Cuando allá llegues y a la tal Ciri encuentres en las cámaras del palacio, todita envuelta en oropeles y sedas, qué le vas a decir? Vente conmigo, mi bien, para qué leches quieres ese trono imperial, en la palloza viviremos aparejados, en el almuerzo comere­mos corchas. Arremírate a ti mismo, cojitranco haraposo. Hasta la capa y las botas te las dieron las dríadas, de algún elfo que esguiñó de las heridas allá en Brokilón. ¿Sabes lo que pasará cuando tu dama te vea? ¡Te escupi­rá a los ojos, se burlará, a los lacayos les mandará echarte por el umbral y azuzarte a los perros!

Milva hablaba cada vez más fuerte, al final casi gritaba. No sólo de la furia, sino para que se la oyera por encima del ruido cada vez mayor. Desde abajo llegaban los gritos de decenas, puede que centenares de gargantas. Un nuevo ataque se derramaba sobre los lansquenetes de Brugge. Pero esta vez desde dos lados al mismo tiempo. Los verdéanos, vestidos con túnicas azules ajedrezadas, cabalgaban por el dique, y desde detrás del estanque, atacando por el flanco a los defensores, cayó un numeroso destacamento de jinetes vestidos de negro.

—Nilfgaard —dijo Milva.

Esta vez, la infantería de Brugge no tenía la más mínima posibilidad. La caballería atravesó las barricadas y en un abrir y cerrar de ojos deshizo a los defensores con las espadas. El estandarte con la cruz cayó. Una parte de la infantería tiró las armas y se rindió, otra parte intentó escapar en dirección al bosque. Pero desde el bosque atacó un tercer destacamento, una horda de caballería ligera de abigarrados uniformes.

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