Bautismo de fuego (48 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Para Geralt aquello era algo que no conocía, una forma de lucha com­pletamente nueva. No había posibilidad de usar de la esgrima ni del juego de pies, sólo quedaba la caótica carnicería y la incansable parada de gol­pes que le llovían por todos lados. Sin embargo, todo el tiempo utilizaba del privilegio no demasiado merecido de los caudillos: los soldados le rodea­ban, le cubrían los flancos, le guardaban las espaldas, limpiaban el frente delante de él, hacían sitio para que pudiera golpear y enviar a la muerte. Pero cada vez crecía más el tumulto. El brujo y su ejército, sin saber cómo, combatían ya hombro a hombro con el puñado de ensangrentados y fatiga­dos defensores de las barricadas, en su mayoría mercenarios enanos. Lu­chaban rodeados por los enemigos.

Y entonces llegó el fuego.

Uno de los lados de la barricada, situado entre el embarcadero y el puente, era un montón enorme y espinoso de tocones y ramas de pinos, un obstáculo insalvable para la caballería y la infantería. Ahora aquel montón estaba en llamas, alguien había lanzado una antorcha contra él. Los de­fensores retrocedieron, empujados por el calor y el humo. Arremolinados, cegados, entorpeciéndose los unos a los otros, comenzaron a morir bajo los golpes del ataque de los nilfgaardianos.

La situación la salvó Cahir. Como tenía experiencia bélica, no permitió que rodearan en la barricada al ejército que tenía reunido junto a sí. Se había dejado separar del grupo de Geralt, pero ahora volvía. Incluso había conseguido hacerse con un caballo de gualdrapas negras y ahora, tajando a su alrededor con la espada, atacó por el flanco. Tras él, gritando como locos, atravesaron el hueco los alabarderos y lanceros de los jubones con rojos diamantes.

Geralt dispuso los dedos y golpeó a la hoguera ardiente con la Señal de Aard. No contaba con un gran efecto, llevaba semanas privado de sus elixires brujeriles. Pero hubo efecto. La hoguera estalló y se desparramó con un chasquido de chispas.

—¡Detrás de mí! —gritó, cortándole en la sien a un nilfgaardiano que se encaramaba a la barricada—. ¡Detrás de mí! ¡A través del fuego!

Y cruzaron, apartando con las lanzas los maderos todavía ardientes,
arrojando a los caballos nilfgaardianos palos en llamas agarrados co
las manos desnudas. Un bautismo de fuego, pensó el brujo, rajand
y paran­ do golpes como un loco. Tenía que pasar un bautismo de fu
go para salvar a Ciri. Y cruzo a través del fuego en una batalla qu
no me concierne en absoluto. Que no comprendo en absoluto. El fuego que me tenía que puri­ficar tan sólo me quema los cabellos y el rostro.

La sangre que le cubría siseaba y se evaporaba.

—¡Adelante, por la fe! ¡Cahir! ¡A mí!

—¡Geralt! —Cahir tiró de la silla a otro nilfgaardiano—. ¡Al puente! ¡Ve con tu gente al puente! ¡Cerraremos la defensa...!

No terminó porque se arrojó sobre él al galope un jinete con peto negro, sin yelmo, con los cabellos ensangrentados y revueltos. Cahir paró el golpe de una larga espada, pero cayó de las ancas del caballo, que se había tumbado. El nilfgaardiano se inclinó para clavarlo a la tierra. Pero no lo hizo, detuvo el golpe. En su antebrazo brillaba un escorpión de plata.

—¡Cahir! —gritó asombrado—. ¡Cahir aep Ceallach!

—Morteisen... —En la voz de Cahir, caído en el suelo, no había menos asombro.

Un mercenario enano que corría junto a Geralt, vestido con un jubón con un diamante quemado y chamuscado, no perdió tiempo en asombrar­se de nada. Con ímpetu, clavó su pica en la barriga del nilfgaardiano, y empujando el asta lo tiró de la silla. Otro se acercó, apretó con una pesada bota el peto del caído, le introdujo la punta de una lanza directamente en la garganta. El nilfgaardiano lanzó un estertor, vomitó sangre y arañó la tierra con sus espuelas.

En aquel mismo momento el brujo recibió en el lomo un algo muy pesa­do y muy duro. Las rodillas se hundieron bajo él. Cayó, escuchando un enorme grito. Vio
cómo los jinetes
de las capas negras se metían a toda prisa en el bosque. Escuchó cómo el puente tronaba bajo los cascos de la caballería que llegada desde la orilla izquierda, llevando un estandarte con un águila rodeada de diamantes rojos.

Y así terminó para Geralt la gran batalla del puente del Yaruga, una
batalla a la que las crónicas posteriores no le dedicaron, está clar
, ni siquiera la más mínima mención.

—No os turbéis, noble señor —dijo el practicante, mientras masajeaba y golpeteaba la espalda del brujo—. El puente fue derribado. No nos amena­za persecución del otro lado. Vuestros amigos y la tal señora también se encuentran seguros. ¿Es la vuestra esposa? —No.

—Ah, y yo pensaba... Ciertamente es terrible, señor, cuando la guerra daña las preñadas...

—Callad, ni una palabra acerca de eso. ¿Qué escuadrón es éste?

—¿No sabéis para quién habéis luchado? Extraño, extraño... Es el ejér­cito de Lyria. Veis, el águila negra de Lyria y el diamante rojo de Rivia. Bueno, listo. No fue más que un trancazo. Los lomos os vendrán a doler algún tiempo, pero no es nada. Sanaréis.

—Gracias.

—Yo debo agradeceros. Si vos no hubierais atacado el puente, Nilfgaard nos hubiera exterminado hasta el último, nos hubiera echado al río. No hubiéramos tenido tiempo de huir de la persecución... ¡A la reina salvas­teis! Bueno, adiós, señor. Voy, puede que otros heridos precisen de ayuda.

—Gracias.

Se sentó en un tronco del embarcadero, cansado, dolorido e indiferente. Solo. Cahir había desaparecido por algún lado. Entre los palos del puente cortado por la mitad fluía el Yaruga, verde y dorado, resplandeciendo al brillo del sol que se dirigía al ocaso.

Alzó la cabeza al escuchar unos pasos, el golpeteo de herraduras y los chirridos de armaduras.

—Ése es, su majestad. Permitid que os ayude a bajar.

—Zeja.

Geralt levantó la cabeza. Delante de él había una mujer vestida con armadura, de cabellos muy claros, casi tan claros como los suyos. Com­prendió que los cabellos no eran claros, sino grises, aunque el rostro de la mujer no mostraba síntomas de vejez. De edad madura, sí. Pero no de vejez.

La mujer apretaba contra los labios un pañuelo de batista con bordes de encaje. El pañuelo estaba cubierto de sangre.

—Levantaos, señor —le susurró a Geralt uno de los dos caballeros que estaban al lado—. Y realizad el homenaje. He aquí a la reina.

El brujo se levantó. E hizo una reverencia, venciendo el dolor de sus lomos.

—¿Zu dezendizte el puenze?

—¿Cómo?

La reina se retiró el pañuelo de la boca, escupió sangre. Algunas gotas rosas cayeron sobre el ornamentado peto.

—Su majestad Meve, reina de Lyria y Rivia —dijo uno de los caballeros que estaban de pie al lado de la mujer, que iba vestido con una capa mora­da adornada con bordados de oro— pregunta si fuisteis vos quien dirigis­teis heroicamente la defensa del puente sobre el Yaruga.

—De algún modo salió así.

—¡Zalió azi! —La reina intentó reírse, pero no le salió muy bien. Frunció el ceño, lanzó una blasfemia fea, aunque poco clara, volvió a escupir. An­tes de que ella acertara a cubrirse los labios, él vio una herida terrible y advirtió la falta de varios dientes. Ella captó su mirada.

—Zí —dijo desde detrás del pañuelo, mirándole a los ojos—. Algún hijoputa me zio zezecho en loz mozzoz. Poca coza.

—La reina Meve —aclaró con énfasis el de la capa morada— luchó en primera línea, como un valiente, como un caballero, enfrentándose a las muy superiores fuerzas de Nilfgaard. ¡Esa herida duele, pero no desfigura! Y vos nos habéis salvado a ella y a nuestro ejército. Cuando algunos trai­dores se hicieron con el transbordador y lo raptaron, este puente se convir­tió en nuestra única salvación. Y vos lo defendisteis como un héroe.

—Zéjalo, Ozo. ¿Cómo ze llamas, héroe?

—¿Yo?

—Pues claro que vos. —El caballero morado le miró con ojos amenaza­dores—. ¿Qué os pasa? ¿Estáis herido? ¿Contusionado? ¿Os hirieron en la cabeza?

—No.

—¡Entonces contestad cuando os pregunta la reina! ¡Veis pues que está herida en la boca, que le es difícil hablar!

—Zéjalo, Ozo.

El morado se inclinó y miró a Geralt.

—¿Vuestro nombre?

Qué más da, pensó. Estoy harto de todo esto. No voy a mentir.

—Geralt

—¿Geralt de dónde?

—De ningún lado.

—¿No eztáiz nombzado caballezo? —Meve adornó otra vez la arena jun­to a sus pies con un rojo escupitajo de saliva mezclada con sangre.

—¿Cómo? No, no soy caballero. Vuestra majestad real.

Meve sacó la espada.

—Azzodíllate.

Escuchaba, todavía sin poder creer en lo que estaba pasando. Seguía pensando en Milva, y en el camino que había elegido para ella, por miedo a atravesar el pantano de Ysgith.

La reina se volvió al morado.

—Tu dizaz la zórmula. Yo no tengo dienzez.

—Por valentía sin igual en la lucha por una causa justa —recitó con énfasis el morado—, por dar ejemplo de virtud, honor y lealtad a la corona, yo, Meve, por la gracia de los dioses reina de Lyria y Rivia, por mi poder, derecho y privilegio te nombro caballero. Sirve con lealtad. Acepta este espaldarazo, uno que no ha de doler.

Geralt sintió en el hombro el golpe de la hoja. Miró a los ojos verde claro de la reina. Meve escupió una rojez densa, se colocó el pañuelo en el rostro, le murmuró desde detrás de las puntillas.

El morado se acercó a la monarca, susurró. El brujo escuchó las pala­bras «predicado», «rombos rivios», «estandarte» y «homenaje».

—Ziezto. —Meve asintió. Hablaba cada vez más claro, dominaba el do­lor, empujaba la lengua por el hueco de los dientes rotos—. Mantuvizte el puente junto con loz zoldadoz de Rivia, valiente Geralt de ningún lado. Zalió azí, ja, ja. Pues a mí me zalió el concederte ezte predicado: Geralt de Rivia, ja, ja.

—Inclinaos, señor caballero —dijo el morado.

El caballero Geralt de Rivia hizo una profunda reverencia, para que la reina Meve, su soberana, no distinguiera la sonrisa, la amarga, sonrisa que no era capaz de dominar.

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