—¡Uno se ha subido al brazo de arena! —señaló Jaskier—. ¡Se prepara para disparar! ¡Ocultémonos!
—No va a acertar —apreció serena Milva.
La flecha cayó al agua a dos brazas de la proa de la barcaza.
—¡Otra vez está apuntando! —gritó el trovador, saliendo de detrás de la borda—. ¡Cuidado!
—No va a acertar —repitió Milva, mientras se colocaba el protector que llevaba en la muñeca izquierda—. Tiene buen arco, mas arquero es él como el trasero de una cabra es una trompeta. Se acalora. Tras cada disparo temblequea y tirita como una moza a la que le recorriera un caracol la raja del culo. Agarrar los caballos, no vaya a arrearle a alguno.
Esta vez el nilfgaardiano disparó demasiado alto, la flecha silbó por encima del transbordador. Milva alzó el arco, se puso con las piernas abiertas, tiró deprisa de la cuerda hasta la mejilla y la soltó delicadamente, sin alterar su posición ni un centímetro. El nilfgaardiano cayó al agua como herido por un rayo y comenzó a flotar con la corriente. Su capa negra parecía un globo.
—Así ha de hacerse. —Milva bajó el arco—. Mas para él ya es tarde pa aprender.
—Los otros cabalgan detrás de nosotros. —Cahir señaló a la orilla derecha—. Y os aseguro que no van a dejar la persecución. No después de que Milva acertara al oficial. El río se retuerce, en la próxima curva la corriente nos arrastrará de nuevo a su orilla. Ellos lo saben y esperarán...
—Agobios agora tenemos de mayor calaña —gimió el barquero al tiempo que se alzaba de su posición de rodillas y dejaba caer a su ayudante muerto—. Nos empuja lo cabrón hacia la orilla diestra... Dioses, entre dos fuegos estamos... ¡Y to por vusotros, señorías! Que caiga esta sangre sobre las vuestras testas...
—¡Cierra el pico y agarra el palo!
En la orilla izquierda, llana y muy cerca ya, se arremolinaban los jinetes identificados por Jaskier como partisanos lyrios. Gritaban, agitaban las manos. Geralt distinguió entre ellos al jinete del caballo blanco. No estaba seguro, pero le parecía que el jinete era una mujer. Una mujer de cabellos claros con armadura pero sin yelmo.
—¿Qué es lo que gritan? —Jaskier aguzó el oído—. ¿Algo sobre la reina o así?
Los gritos en la orilla izquierda crecieron. Se escuchó claramente el tintineo del acero.
—Están luchando —valoró en dos palabras Cahir—. Mirad. Los imperiales están saliendo del bosque. Los norteños huían de ellos. Y ahora están en una trampa.
—La salida de la trampa —Geralt escupió al agua— hubiera sido la barcaza. Querían, me parece a mí, salvar aunque no fuera más que a su reina y a los ancianos, cruzarlos a la otra orilla con la barcaza. Y nosotros se la quitamos. Ay, no les gustamos ahora, no les gustamos...
—Pues debiéramos gustarles —habló Jaskier—. La barcaza no hubiera salvado a nadie, sino que les hubiera conducido directamente a las garras de los nilfgaardianos de la orilla derecha. Nosotros también tenemos que evitar la orilla derecha. Con los lyrios podríamos pactar, pero los Negros nos apiolarían sin compasión...
—Se nos lleva ca vez más aprisa —dijo Milva, escupiendo también al agua y contemplando cómo se alejaba el gargajo—. Y por el medio el agua. Que nos chupen el culo los unos y los otros. Curvas suaves, orillas arregulares y toas llenas de juncos. Yendo Yaruga abajo no nos van a agarrar. Presto se aburrirán.
—Y una mierda —gimió el barquero—. Ante nusotros está el Ambarcadero Rojo... ¡Un puente ca hace paredón! ¡Y los rápidos! La gabarra se va a estrozar... Si nos adelantan, esperarán allá.
—Los norteños no nos van a adelantar. —Regis señaló desde la popa la orilla izquierda—. Tienen sus propios problemas.
Cierto, en la orilla izquierda se desarrollaba una cruenta lucha. Su centro estaba cubierto por el bosque y sólo se dejaba entrever gracias a los gritos de guerra, pero en muchos lugares jinetes negros y de colores luchaban con las espadas en las aguas cercanas a la orilla, los cuerpos caían con un chapoteo a la corriente del Yaruga. El chirrido y el tintineo del acero fueron enmudeciendo, la barcaza navegaba majestuosa pero bastante rápida río abajo.
Navegaban por el centro de la corriente y en las orillas pobladas de vegetación no se veían hombres armados ni se escuchaban sonidos de persecución. Geralt ya comenzaba a tener la esperanza de que todo se terminaría bien cuando vieron delante de ellos un puente de madera que unía las dos orillas. El río bajo el puente fluía entre bancos de arena e islotes, y uno de los pilares del puente se apoyaba sobre la mayor de aquellas islas. En la orilla derecha había un embarcadero de los gancheros: se veían árboles cortados, montones de troncos, pilas de leña.
—Allá por tos laos está poco jondo —susurró el barquero—. Nomás por el medio puede pasarse, a la diestra de la isla. La corriente justo nos lleva allá, mas agarrar los palos, pudiera ser que nos ambarranquemos...
—En ese puente —Cahir se hizo sombra a los ojos con la mano— hay soldados. En el puente y en el embarcadero...
Todos los habían visto ya. Y todos vieron cómo sobre aquel ejército caía de pronto, surgiendo del bosque detrás del embarcadero, un pelotón de hombres a caballo con capas verdes y negras. Ya estaban tan cerca como para oír los ruidos de la batalla.
—Nilfgaard —afirmó seco Cahir—. Los que nos perseguían. Lo que quiere decir que los del puente son los norteños...
—¡A los palos! —gritó el barquero—. ¡Mientras se pegan igual poemos pasar!
No pasaron. Estaban ya muy cerca del puente cuando éste resonó a causa de los pies de los soldados que corrían. Los soldados llevaban sobre los almófares unos jubones blancos adornados con la señal de un diamante rojo. La mayoría de ellos portaban ballestas que ahora apoyaron en la balaustrada y apuntaron hacia la barcaza que se iba acercando al puente.
—¡No disparéis, por mi fe! —gritó Jaskier con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡No disparéis, somos de los vuestros!
Los soldados no le oyeron. O no quisieron oír.
La salva de ballestas resultó trágica. De entre las personas sólo resultó tocado el barquero, todavía intentando dirigir con la pértiga. La flecha lo atravesó de lado a lado. Cahir, Milva y Regis se escondieron a tiempo detrás de la borda. Geralt echó mano a la espada y rechazó una flecha, pero flechas había muchas. A Jaskier, que seguía gritando y agitando las manos, no le dio una flecha por un inexplicable milagro. Sin embargo, la verdadera masacre la ocasionó la granizada de saetas entre los caballos. El caballo gris fue atravesado por tres flechas y cayó de rodillas. Cayó, retorciéndose, el moro de Milva, cayó el bayo de Regis. Sardinilla, atravesada por la cruz, se puso en dos patas y saltó por la borda.
—¡No disparéis! —se esforzaba Jaskier—. ¡Somos de los vuestros!
Esta vez tuvo éxito.
La barcaza, llevada por la corriente, se estrelló con un chirrido contra el banco de arena y se quedó inmóvil. Todos saltaron a la isla o al agua, huyendo de los cascos de los caballos que se retorcían de dolor. Milva fue la última, puesto que sus movimientos se habían hecho de pronto extraordinariamente lentos. Le ha acertado una flecha, pensó el brujo al ver cómo la muchacha se arrastraba con esfuerzo sobre la borda, cómo se caía sin fuerzas sobre la arena. Saltó hacia ella, pero el vampiro fue más rápido.
—Algo se ha rajao dentro —dijo la muchacha muy despacio. Y con poca naturalidad. Y luego se echó mano al perineo. Geralt vio que las perneras de sus pantalones de lana ennegrecían con la sangre.
—Viérteme esto en las manos. —Regís le dio una botellita que sacó de la bolsa—. Viértemelo, rápido.
—¿Qué le pasa?
—Está abortando. Dame el cuchillo, tengo que cortarle la ropa. Y vete.
—No —dijo Milva—. Quiero que esté junto a mí.
Una lágrima corrió por sus mejillas.
El puente sobre ellos resonaba con las botas de los soldados.
—¡Geralt! —gritó Jaskier. El brujo, al ver lo que el vampiro le hacía a Milva, volvió la mirada turbado. Vio cómo los soldados de los jubones blancos corrían a toda velocidad por el puente. Desde la orilla derecha, desde el embarcadero, seguía oyéndose tumulto.
—Huyen —jadeó Jaskier, acercándose y tomándolo de la manga—. ¡Los nilfgaardianos están ya casi junto al puente, por la derecha! ¡Allí todavía dura la lucha, pero la mayor parte de los guerreros se las pelan hacia la orilla izquierda! ¡Tenemos que huir también!
—No podemos. —Apretó los dientes—. Milva ha abortado. No va a poder andar.
Jaskier lanzó una maldición repugnante.
—Habrá que llevarla —afirmó—. Es la única posibilidad...
—No lo es —dijo Cahir—. Geralt, al puente.
—¿Para qué?
—Vamos a detener la huida. Si los norteños mantienen lo suficiente la parte derecha del puente, puede que consigamos huir por la izquierda.
—¿Cómo quieres detener la huida?
—Ya he dirigido soldados antes. ¡Trepa por el pilar, y al puente!
Ya en el puente, Cahir demostró al punto que tenía de verdad experiencia en detener el pánico de un ejército.
—¡Adonde vais, hijos de perra! ¡Adonde, hijos de puta! —gritó, acentuando cada grito con golpes de los puños, arrojando a los que huían sobre las tablas del puente—. ¡Quietos! ¡Quietos, putos bellacos!
Algunos de los que huían —pero lejos de ser todos— se detuvieron, asustados por los gritos y el brillo de la espada que Cahir agitaba pintorescamente. Otros intentaban cruzar por detrás de él. Pero Geralt también sacó su espada y se unió al espectáculo.
—¿Adonde vais? —gritó, agarrando con fuerza a un soldado y haciéndole quedarse en el sitio—. ¿Adonde vais? ¡Quietos! ¡Volved!
—¡Los nilfgaardianos, señor! —gritó el lansquenete—. ¡Es una carnicería! ¡Dejarnos pasar!
—¡Cobardes! —gritó Jaskier, entrando en el puente y emitiendo una voz como Geralt no la había oído nunca—. ¡Cobardes indignos! ¡Corazones de liebre! ¿Huís, salváis el pellejo? ¿Para vivir en la indignidad y en la vileza?
—¡Son muchos, señor caballero! ¡No les podemos!
—El centurión está muerto... —gimió otro—. ¡Al decurión lo jodieron! ¡La muerte cabalga!
—¡Alzad la cabeza!
—¡Vuestros camaradas —gritó Cahir mientras meneaba la espada— todavía luchan en el embarcadero y ante el puente! ¡Todavía luchan! ¡Vergüenza a aquél que no acuda en su ayuda! ¡Conmigo!
—Jaskier —susurró el brujo—. Baja a la isla. Tú y Regís tenéis que transportar de algún modo a Milva a la orilla izquierda. ¿Y? ¿Por qué sigues aquí?
—¡Conmigo, muchachos! —gritó Cahir, agitando la espada—. ¡Conmigo quien crea en los dioses! ¡Al embarcadero! ¡Golpead, matad!
Algunas decenas de soldados entrechocaron las armas y retomaron el grito, demostrando con sus voces unos niveles muy diversos de decisión. Algunos de ellos, que ya habían huido, se avergonzaron, volvieron y se unieron al ejército del puente. Un ejército a cuya cabeza estaban de pronto un brujo y un nilfgaardiano.
Puede que el ejército de verdad hubiera marchado hacia el embarcadero, pero a la entrada del puente aparecieron las negras capas de hombres a caballo. Los nilfgaardianos habían atravesado las defensas y llegado hasta el puente, las tablas resonaban con los cascos de los caballos. Algunos de los soldados que se habían quedado echaron a correr de nuevo, otro se quedaron quietos e indecisos. Cahir maldijo. En nilfgaardiano. Pero nadie excepto el brujo se dio cuenta.
—Hay que terminar lo que se empieza —bufó Geralt, apretando la espada en el puño—. ¡Vamos a por ellos! Hay que calentar a nuestro ejército.
—Geralt. —Cahir se detuvo, lo miró inseguro—. ¿Quieres que... que mate a los míos? No puedo...
—Yo me cago en esta guerra. —El brujo apretó los dientes—. Pero se trata de Milva. Te has unido a la compañía. Toma una decisión. Vas conmigo o estás del lado de los de las capas negras. Rápido.
—Voy contigo.
Y sucedió así que un brujo y un nilfgaardiano aliado suyo gritaron salvajemente, hicieron un molinete con la espada y saltaron sin pensárselo, dos camaradas, dos amigos y compañeros, a la lucha contra un enemigo común, a una lucha desigual. Y aquello fue su bautismo de fuego. Un bautismo de fuego en la lucha común, la rabia, la locura y la muerte. Iban a la muerte, ellos, los dos camaradas. Así lo pensaban. No podían sin embargo saber que no iban a morir aquel día, en aquel mismo puente que cruzaba el río Yaruga. No sabían que a ambos les estaba destinada otra muerte. En otro lugar y en otro tiempo.
Los nilfgaardianos tenían en las mangas unos bordados de plata que representaban a un escorpión. Cahir rajó a dos con raudos golpes de su larga espada. Geralt cosió a otros dos con tajos de su sihill. Luego saltó a la balaustrada del puente y corriendo por ella atacó a los que quedaban. Era un brujo, mantener el equilibrio era un juego de niños para él, pero su acrobacia asombró y desconcertó a los atacantes. Y murieron, asombrados y desconcertados, a causa del corte de una hoja enanil para la que las cotas de malla eran como de lana. La sangre regó las resbaladizas tablas del puente.
Observando la ventaja en las armas de sus caudillos, el ejército del puente, ya numéricamente elevado, alzó un grito a coro, un aullido en el que se escuchaba la moral que regresaba y el espíritu guerrero que se acumulaba. Y sucedió así que los que poco antes habían sido desertores llenos de pánico se lanzaron sobre los nilfgaardianos como lobos rabiosos, cortando con las espadas y las hachas, clavando con las picas, golpeando con las mazas y las alabardas. Estallaron las balaustradas, los caballos volaron al río junto con sus jinetes de negras capas. El ejército aullante se lanzó sobre la entrada del puente, empujando a Geralt y Cahir, caudillos por casualidad, sin dejarles hacer aquello que querían hacer. Y lo que querían era retroceder sigilosamente, volver a por Milva y largarse a la orilla izquierda.
La lucha continuaba en el embarcadero. Los nilfgaardianos rodeaban y cortaban el paso al puente a los soldados que no habían huido, éstos se defendían con saña desde detrás de unas barricadas construidas con troncos de pinos y cedros. Al ver a los que se acercaban, el puñado de defensores lanzó un grito de alegría. Pero era algo demasiado precipitado. La compacta cuña de refuerzo había empujado y arrojado a los nilfgaardianos del puente, sin embargo ahora, a la entrada del puente, se lanzaron sobre ellos los contraataques por el flanco de la caballería. Si no hubiera sido por las barricadas y las pilas de troncos del embarcadero, que frenaban tanto la huida como el ímpetu de la caballería, la infantería hubiera sido disuelta en un abrir y cerrar de ojos. Apoyados en las pilas de troncos, los soldados comenzaron una lucha feroz.