—O puede que por fin hayan comenzado a aprender de nosotros —terminó el espía con la voz gélida, mirando las denuncias, los protocolos de interrogatorios y las penas de muerte.
Cuando no vio sangre por ningún lado, Milva se puso nerviosa. Recordó de pronto que el cabritillo había dado un paso en el momento del disparo. Lo dio o quiso darlo, era lo mismo. Se había movido, y la flecha podía haberle dado en la tripa. Milva soltó una maldición. ¡Un flechazo en la barriga, maldición y vergüenza para el cazador! ¡Mala suerte! ¡Lagarto, lagarto!
Corrió rápida hacia la pared de la hondonada, mirando atentamente entre las zarzas, los musgos y los helechos. Buscaba la flecha. Una saeta provista de punta de cuatro filos tan afilados que afeitaban el vello del antebrazo y disparada desde una distancia de cincuenta pasos tenía que haber atravesado al animal de parte a parte.
La distinguió, la encontró y respiró con alivio, escupió tres veces, contenta de su potra. Se había preocupado en vano, bah, incluso era mejor de lo que se imaginaba. La flecha no estaba pringada del contenido pegajoso y apestoso del estómago. No tenía tampoco huellas de la clara y espumosa coloración rosada de los pulmones. La flecha estaba completamente cubierta de una rojez oscura y rica. La punta había atravesado el corazón. Milva no tendría que avanzar a paso de lobo ni acercarse, ni le esperaba una larga marcha siguiendo huellas. La cabrilla estaba sin duda muerta entre los matorrales, no más lejos de cien pasos del árbol, en un lugar que le señalaría la sangre. Y una cabra con un flechazo en el corazón tenía que haber manchado al cabo de unos pocos pasos, así que sabía que encontraría las huellas con facilidad.
Al cabo de diez pasos halló la pieza, se dirigió a ella, mientras se sumía de nuevo en pensamientos y recuerdos.
Mantuvo la promesa que le había hecho al brujo. Volvió a Brokilón incluso antes de lo que había prometido, cinco días después de la Fiesta de la Cosecha, cinco días después de la luna nueva que comenzaba entre los humanos el mes de agosto y entre los elfos Lammas, el séptimo, penúltimo savaed del año.
Atravesó el Cintillas al alba, ella y cinco elfos. El comando que conducía contaba al principio con nueve elfos a caballo, pero los soldados de Brugge les habían ido siguiendo todo el tiempo, ya tres cuadras antes del río les pisaban los talones, se les acercaban, y les dejaron sólo al llegar al Cintillas, cuando en los vapores del amanecer se perfiló Brokilón al lado derecho del río. Los soldados tenían miedo de Brokilón. Esto los salvó. Cruzaron. Exhaustos, heridos. Y no todos.
Tenía noticias para el brujo, pero estaba convencida de que Gwynbieidd todavía se encontraba en Col Serrai. Tenía intenciones de ir a verlo hacia el mediodía, después de dormir como se debía. Se asombró cuando de pronto surgió de entre la niebla como un espíritu. Sin decir palabra, se sentó junto a ella, mirando cómo acomodaba el lecho, cómo cubría con una frazada un montón de ramas.
—Cuidado que te corre prisa —dijo con sarcasmo—. Brujo, estoy que me caigo. Día y noche sobre la silla, no siento el culo y mojada estoy hasta el ombligo, pues cruzamos al alba las mimbreras de la orilla como si fuéramos lobos...
—Por favor. ¿Has averiguado algo?
—Lo averigüé —bufó, mientras desataba y se quitaba las botas—. Y con bien poco esfuerzo, que es asunto bien sonado. ¡Que la tu señorita tal personaje era, no me dijiste! Me pensé para mí: hijastra tuya, alguna pobretona, huérfana maltratada por la fortuna. ¡Y aquí tienes: la reina de Cintra! ¡Ja! ¿Y no serás tú un príncipe disfrazado?
—Habla, por favor.
—No la pondrán la mano encima los reyes, puesto que la tu Cirilla, corno se ha visto, desde Thanedd huyó derechita a Nilfgaard, seguro que junto con esos magos que dieron traición. Y en Nilfgaard el emperador Emhyr la recibió con pompa. ¿Y sabes qué? A lo visto piensa entrar en nupcias con ella. Y ahora déjame descansar. Si quieres, hablaremos cuando haya dormido.
El brujo guardó silencio. Milva extendió sus peales mojados sobre unas ramas en forma de horquilla para que le diera el sol naciente, se deshebilló el cinturón.
—Desnudarse queremos —rebufó—. ¿Por qué sigues acá? ¿Hubieras podido esperar nuevas más afortunadas? Nada te amenaza, nadie pregunta por ti, dejaron los espías de ocuparse contigo. Y tu moza se les escapó a los reyes, emperadora va a ser...
—¿Es una noticia segura?
—Nunca nada es seguro —bostezó, se sentó en el camastro—. A no ser el que el sol cada día va de saliente a poniente. Pero lo del emperador nilfgaardiano y la reina de Cintra ha de ser verdad por lo que se platica. Es cosa sonada.
—¿De dónde ha salido este rumor tan repentino?
—¡Como si no lo supieras! ¡Ella, por si no te has dado cuenta, le trae a Emhyr unas buenas hazas de tierra como dote! ¡No sólo Cintra, este lado del Yaruga también! ¡Ja, y hasta puede que la mía señora sea, puesto que yo soy del Alto Sodden, y todo Sodden, a lo visto, es su feudo! Lagarto, lagarto, si me apaño un cervato en sus bosques y me agarran, puede que me cuelguen a orden suya... ¡Oh, mundo cruel! Cuernos, se me cierran los ojos...
—Sólo una pregunta más. De esas hechiceras... es decir, de los hechiceros que cometieron traición, ¿han capturado a alguno?
—No. Pero una maga, dicen, se quitó la vida. A poco de caer Vengerberg, cuando los ejércitos de Kaedwen se acercaban a Aedirn. Puede que de pena o de miedo ante el castigo...
—En el comando que hoy has traído había caballos libres. ¿Me darán uno los elfos?
—Aja, prisa tienes por partir —murmuró, mientras se envolvía en la frazada—. Me da por pensar que sé adonde...
Se calló, asombrada del aspecto de su rostro. De pronto comprendió que las noticias que había traído no eran buenas en absoluto. De pronto se dio cuenta de que no comprendía absolutamente nada. De pronto, inesperadamente, de sopetón, sintió deseos de sentarse junto a él, de bombardearlo a preguntas, escuchar, enterarse, puede que aconsejar algo... Se frotó con violencia con las falanges en el rabillo del ojo. Estoy destrozada, pensó, la muerte me ha andado pisando los talones toda la noche. Tengo que descansar. Al fin y al cabo, ¿qué me importan a mí sus aflicciones y sus preocupaciones? ¿Qué me importa él? ¿Y la moza? ¡Al diablo con él y con ella! Cuernos, esto me ha desvelado completamente...
El brujo se levantó.
—¿Me darán el caballo?
—Coge el que quieras —dijo al cabo—. A los elfos mejor no te les pongas a la vista. Nos sacudieron al vadear, nos hirieron... Sólo al moro no lo toques, pues el moro es mío... ¿Qué haces entoavía aquí?
—Gracias por la ayuda. Por todo.
Ella no respondió.
—Tengo una deuda contigo. ¿Cómo te la pagaré?
—¿Cómo? ¡Pues yéndote de una vez al carajo! —gritó, apoyándose en los codos y tirando con violencia de la frazada—. Yo... ¡yo tengo que dormir! Coge el caballo... Y vete. ¡A Nilfgaard, al infierno, a todos los demonios, a mí me da igual! ¡Vete! ¡Déjame en paz!
—Te pagaré lo que debo —dijo él en voz baja—. No lo olvidaré. Puede que alguna vez seas tú quien necesite ayuda. Apoyo. Unos hombros. Entonces grita, grita en la noche. Y yo acudiré.
La cabra yacía al borde de la hondonada, esponjosa a causa de la corriente que la golpeaba, profundamente envuelta entre los helechos, estirada, con un ojo vidrioso clavado en el cielo. Milva vio gordas garrapatas aferradas a su barriga de color lino claro.
—Vais a tener que buscaros otra sangre, bichos —murmuró, mientras se quitaba los guantes y tomaba el cuchillo—. Porque ésta ya se está enfriando.
Con un movimiento rápido y hábil, rajó la piel desde el esternón hasta el ano, pasó con destreza la hoja junto a los genitales. Separó cuidadosamente la capa de grasa, sumergiendo los brazos hasta los codos, rasgó el esófago, extrajo al exterior las entrañas. Rasgó el estómago y la vejiga en busca de bezoares. No es que creyera en las propiedades mágicas de los bezoares, pero no faltaban idiotas que creían y pagaban.
Levantó la cabra y la colocó en un tronco que yacía al lado, con la barriga abierta hacia la tierra, de modo que la sangre pudiera manar. Se limpió las manos en un manojo de helechos.
Se sentó junto a su trofeo.
—Brujo endemoniado y loco —dijo en voz baja, con la vista clavada en las copas de los pinos de Brokilón que colgaban cien pasos por encima de ella—. Te vas a Nilfgaard a por tu mocica. Te vas al fin del mundo, que está en llamas, y ni siquiera piensas en pertrecharte de víveres. Sé que tienes para quién vivir. Pero, ¿tienes de qué hacerlo?
Los pinos, por supuesto, ni comentaron ni interrumpieron el monólogo.
—Yo bien me creo —continuó Milva, hurgándose con un cuchillo la sangre que tenía bajo las uñas— que ni una posibilidad has de rescatar a tu señoritinga. No ya que no conseguirás allegarte hasta Nilfgaard, mas ni siquiera hasta el Yaruga. Yo bien me creo que no te allegarás ni siquiera hasta Sodden. Yo bien me creo que tu muerte está escrita. En tus labios apretados está escrita, en tus ojos sombríos se mira. Te agarrará la muerte, loco brujo, te agarrará presto. Pero gracias a esta cabrilla, no será al menos muerte por hambre. Y esto, pienso, ya es algo. Yo bien me creo.
Al ver entrar al embajador nilfgaardiano en la sala de audiencia, Dijkstra suspiró a escondidas. Shilard Fitz-Oesterlen, enviado del emperador Emhyr var Emreis, tenía la costumbre de conducir sus conversaciones en lenguaje diplomático y le encantaba meter en las frases pomposas rarezas lingüísticas que sólo eran comprensibles para los diplomáticos y los científicos. Dijkstra había estudiado en la academia oxenfurtiana y, aunque no había alcanzado el título de maestría, conocía las bases de la afectada jerga universitaria. Sin embargo, le desagradaba hacer uso de ella porque en lo profundo de su alma no aguantaba la pompa ni ninguna forma de ceremonial pretencioso.
—Bienvenido, excelencia.
—Señor conde. —Shilard Fitz-Oesterlen se inclinó ceremoniosamente—. Ah, os pido perdón. ¿No debería decir ya: noble e ilustrado príncipe? ¿Vuestra alteza regente? ¿Noble señor secretario de estado? Por mi honor, su señoría, las dignidades se derraman sobre vos en tal grado que en verdad no sé cómo titularos para no violentar el protocolo.
—Lo mejor será «vuestra majestad» —respondió Dijkstra con voz modesta—. Sabéis al fin y al cabo, excelencia, que el palacio hace al rey. Y no os es seguramente ajeno el hecho de que si yo grito: ¡a saltar!, el palacio de Tretogor pregunta: ¿cómo de alto?
El embajador sabía que Dijkstra exageraba, pero no tanto en realidad. El príncipe infante Radowid era menor de edad, la reina Hedwig estaba hundida por la trágica muerte de su esposo, la aristocracia, asustada, entontecida, peleada y dividida en facciones. En Redania, el gobierno de hecho lo dirigía Dijkstra. Dijkstra hubiera conseguido sin esfuerzo cualquier dignidad con sólo quererlo. Pero Dijkstra no quería ninguna.
—Vuestra excelencia me ha mandado llamar —dijo al cabo el embajador—. Dejando al margen al ministro de asuntos exteriores. ¿A qué debo tal honor?
—El ministro —Dijkstra bajó los ojos hacia el suelo— ha renunciado a su función a causa de su estado de salud.
El embajador inclinó serio la cabeza. Sabía perfectamente que el ministro de asuntos exteriores estaba prisionero en las mazmorras y, como era un idiota y un cobarde, con toda seguridad le había contado a Dijkstra todo acerca de sus contactos con el servicio secreto nilfgaardiano ya durante la muestra de herramientas que precedía al interrogatorio. Sabía que la red organizada por el agente Vattier de Rideaux, el jefe de los servicios secretos imperiales, había sido desarticulada, y todos los hilos estaban en manos de Dijkstra. Sabía también que todos los hilos conducían directamente hacia su propia persona. Pero su persona gozaba de inmunidad, y la tradición obligaba a jugar el juego hasta el mismísimo final. Sobre todo después de las extrañas instrucciones cifradas enviadas a la embajada por Vattier y el coronel Stefan Skellen, agente imperial para misiones especiales.
—Puesto que aún no ha sido nombrado un sucesor —siguió Dijkstra—, en mí recae la desagradable obligación de informar que vuestra excelencia ha sido considerado
persona non grata
en el reino de Redania.
El embajador hizo una reverencia.
—Lamento —dijo— que las deficiencias que han ocasionado la mutua expulsión de embajadores sean consecuencia de asuntos que no afectan directamente ni al reino de Redania ni al imperio de Nilfgaard. El imperio no ha emprendido ninguna acción agresora contra Redania.
—Aparte del bloqueo de la desembocadura del Yaruga y de las islas de Skellige para nuestros barcos y mercancías. Aparte de armar y apoyar a las bandas de Scoia'tael.
—Eso son insinuaciones.
—¿Y la concentración de los ejércitos imperiales en Verden y en Cintra? ¿Las razzias de bandas armadas en Sodden y en Brugge? Sodden y Brugge son protectorados temerios, y nosotros somos aliados de Temería, excelencia: atacar a Temería es atacamos a nosotros. Quedan también asuntos que atañen directamente a Redania: la rebelión en la isla de Thanedd y el criminal atentado al rey Vizimir. Y el asunto del papel que el imperio ha jugado en estos acontecimientos.
—
Quod attinet
al incidente en Thanedd —el embajador separó las manos—, no he sido autorizado a expresar mi opinión. A su majestad imperial Emhyr var Emreis le son ajenos los secretos de los ajustes de cuentas de vuestros hechiceros. Me apena el hecho de que apenas produzcan resultados nuestras protestas contra la propaganda que sugiere algo distinto. Propaganda que se extiende, como me atrevo a afirmar, no sin apoyo de los más altos poderes del reino de Redania.
—Vuestras protestas extrañan y sorprenden mucho. —Dijkstra sonrió un poco—. Sin embargo, el emperador por lo menos no esconde el hecho de que la princesita que se alberga en su palacio fue raptada precisamente en Thanedd.
—Cirilla, reina de Cintra —le corrigió con énfasis Shilard Fitz-Oesterlen—, no fue raptada, sino que buscó asilo en el imperio. Ello no tiene nada en común con el incidente de Thanedd.
—¿De verdad?
—El incidente de Thanedd —continuó el embajador con rostro pétreo— causó desagrado al emperador. Y el alevoso atentado realizado por un loco contra la vida del rey Vizimir le produjo la más sincera y viva repugnancia. Sin embargo, aún mayor repugnancia le despierta el asqueroso rumor que circula entre la plebe, que se atreve a buscar en el imperio a los instigadores de tal crimen.