Permanecí inmóvil un rato largo, con la botella en la mano, presa de una especie de hipnotizado terror. Durante unos minutos, el tiempo pareció detenerse. Creo que no moví un solo músculo de mi cuerpo, ni siquiera parpadeé, incapaz de recuperar la consciencia, de explicarme a mí misma lo que acababa de hacer. Cuando volví a hacerme con el control de mi persona, lo primero que hice fue llevarme la botella al coleto y apurar un trago, y después me acerqué cuidadosamente al tal Paco para comprobar que respiraba, que sólo estaba inconsciente. Le empujé levemente hasta conseguir darle la vuelta, y entonces reparé en que la cartera le abultaba en el bolsillo derecho de su pantalón. La extraje de allí e indagué en su interior: me encontré con diez mil pelas que me guardé en el sujetador. Buscando algo más que llevarme, abrí el cajón de la mesilla de noche, donde había papeles, un paquete de condones y el mismo atadijo que yo había entregado esa misma tarde a aquel chaval que yacía inconsciente sobre la moqueta: un paquete compacto y pesado que aún conservaba el envoltorio de papel de periódico, pero no las cuerdas con las que Coco lo había reforzado. Lo desenvolví con cuidado y con curiosidad, y me encontré con una pistola, la segunda que tenía en la mano en mi vida.
Mi padre tuvo alguna vez una pistola, que conservaba oculta en un cajón de su escritorio. Ya desde pequeña, muy pequeña, desde la primera vez en que mi padre pegó a mi madre, o puede que a mí, soñaba con abrir aquel cajón, agarrar la pistola, presentarme de noche en su cuarto y aprovechar el sueño de mi padre para descerrajarla sobre él. Incluso de mayor, más de una vez fantaseé con la idea de dispararla contra él, o contra mi madre, o contra mí misma. Pero nunca supe si la hubiese utilizado de verdad de haberse presentado la ocasión, porque un buen día desapareció de aquel cajón. Probablemente mi padre acabó por adivinar que yo la había descubierto y que a veces jugaba con ella. O quizá se deshizo de ella porque tenía miedo de sí mismo, de dejarse llevar en un arrebato de ira y dispararnos, vete tú a saber. Lógicamente no me atreví a preguntarle directamente por su paradero.
Pistola o revólver —no sé cuál es la diferencia entre una cosa y otra—, se trataba de un arma negra y brillante, que, a diferencia de la de mi padre, no tenía cargador. Era rectangular y compacta, con el mango revestido de madera barnizada, más pequeña que la de mi padre y menos pesada. Se acomodaba bastante bien en mi mano. La acaricié con sumo cuidado y con bastante miedo también, he de reconocerlo. Me situé frente a un espejo que había colgado de la pared y apunté a mi propia imagen.
Ascendía por las escaleras del portal de la casa de Mónica con el pelo enmarañado y la ropa arrugadísima, cargando como podía con dos enormes bolsas pesadas como lápidas. Ya había caído la tarde. Me crucé con los dos vecinos del caniche (aquello empezaba a resultar una obsesión), que me preguntaron —muy amablemente, eso sí— que adonde iba. Cuando repliqué que iba a visitar a Mónica, preguntaron entonces por Charo y su marido. Llevaban días sin verlos ¿acaso no estaban en Madrid? Les expliqué que estaban en Mallorca con los niños pequeños, de veraneo, aunque sabía que Mónica ya se lo había dicho.
—¿Y dejan aquí sola a la pobre niña? —preguntó la vecina.
—Es que tiene que estudiar —le respondí, muy seriecita.
Subí al ascensor y noté cómo, a mi espalda, los vecinos se alejaban, cuchicheando.
Me abrió la puerta Mónica. Me eché en sus brazos y le conté, entrecortadamente, interrumpiéndome de vez en cuando a causa de las lágrimas y los hipidos, lo sucedido: que había entregado el paquete como me habían encargado, que el chico había intentado violarme, que yo había acabado estampándole una botella de güisqui en la cabeza, y que todo había sido horrible. Mónica me abrazó cariñosamente para calmarme y entonces reparó en las bolsas.
—¿Qué traes ahí? ¿No lo habrás despedazado...?
—No, claro que no —me sequé las lágrimas con el dorso de la mano—; no tenía dinero para el taxi de vuelta, así que no tuve más remedio que quitarle lo que llevaba en la cartera. Luego decidí, que, ya puestos, me llevaría todo lo que pudiera. Así que le saqueé la nevera y metí lo que había en dos bolsas de la compra. He encontrado también algunas cadenas de oro de la madre y un walkman. Nada de importancia.
Se me quedó mirando boquiabierta.
—¿TÚ has sido capaz de hacer eso? —preguntó, y su manera de pronunciar el tú me dejó claro que me creía incapaz de hacer algo semejante.
En ese momento intervino Coco, que había estado contemplando la escena, aunque yo no podría precisar cuánto tiempo llevaba en el recibidor. Me dijo, en un tono de voz considerablemente más alto del habitual, que estaba loca, que no tenía ni idea de las consecuencias de lo que había hecho. Ajena a aquella saturación de decibelios, le contesté con la mayor tranquilidad que no le diera importancia a lo que había hecho, puesto que había puesto especial cuidado en no llevarme nada de valor. Se trataba, pues, de un hurto, no de un robo; es decir, nada serio, legalmente hablando.
—Es como robar en el Corte Inglés. No se va a la cárcel por eso —le dije.
—No sabes lo que has hecho —dijo él, moviendo preocupadamente la cabeza de un lado a otro—, me parece que nos has metido en un buen lío.
—¡Tú eres el que me metes en líos! —respondí, indignada—. ¿Qué coño hago yo paseándome por Madrid con una pipa encima? ¡Podías haberme avisado!
Intenta explicarle a tu psiquiatra, a ese psiquiatra al que paga tu padre, lo difícil que resulta que le hables a él, a alguien que no ha pasado por esto que tú estás pasando. Explícale que te sientes enferma, que podría tratarse de un síndrome de abstinencia o de una simple depresión, el caso es que llevas dos días llorando, y que de vez en cuando ese nudo que te atenaza la garganta se hace tan agobiante que tienes que encerrarte en el cuarto de baño para que Mónica no te vea llorar. Si te pregunta que por qué te sientes triste podrías ofrecerle mil explicaciones, o ninguna. Te sientes triste porque ya no crees entender a Mónica, ni crees que ella te entienda a ti. En realidad, y para ser sincera, no crees que nadie pueda entenderte. Lo cierto es que últimamente vuestras diferencias se hacen cada vez más dolorosas y evidentes. Es como si te hubieras empeñado durante seis largos años en construir un refugio privado que se ha desmoronado de repente, y al quedar al descubierto el andamiaje sobre el que habías construido toda esta relación ilusoria, te has dado cuenta de que estaba hecho de cañas frágiles; no de vigas de acero, como te habías creído. Crees que estás tan desesperadamente necesitada de afecto que te empeñas en mantener a tu amiga cueste lo que cueste, aunque la temes, y a veces la desprecias, y a veces también la odias, pero lo cierto, lo tristemente cierto, es que también la amas. La amas con locura, nunca mejor dicho. Supones que te resultaría imposible dejar de verla porque tus afectos son muy primarios: quieres a tu amiga de la misma forma que habrías debido querer a tu padre o a tu madre, irracionalmente, infantilmente. Sabes que las relaciones se deben fundar, idealmente, en un acervo común de ideas, opiniones o intereses, pero tú las basas exclusivamente en tu desesperada necesidad de amor y con tal de sentirte querida sacrificas lo que sea, incluidos tus principios y tu propia seguridad. Pero sabes que junto a tu amiga y su novio estás languideciendo como una lamparita que se apaga. Ya no compartes nada con Mónica, ya no la entiendes, ya no te hace reír. Y por otro lado te resulta insoportable la idea de estar sin ella, porque entonces ¿qué te quedaría en la vida? Intentas superar una serie de cosas, no juzgar, no obsesionarte con la idea de que tus padres son los responsables de tu infelicidad, para evitar dejar en sus manos la posibilidad de que algún día llegues a ser feliz. Sí, ya sabes eso de que hay que mirar atrás con objetividad, recuperar a la niña que fuiste y que sigue estando dentro de ti. Pero ¿y si un día la encuentras?; ¿y si a ella no le gustas o ella no te gusta a ti?; ¿y si cuando la despiertes se niega a volver después a la cama?; ¿y si decide quedarse toda la noche viendo la tele? Te repites a ti misma todos los días que lo importante es seguir adelante, siempre adelante, y olvidar, pero no lo consigues. Hay días en que no puedes soportarlo más. No entiendes por qué te ha dolido tanto la visita que has hecho a tu padre, por qué te hacen sufrir tanto los gritos de tu madre, por qué eres incapaz de encontrarle el lado cómico a sus locuras, tal y como tu padre hace. Intentas explicarle que estás asustada, que te sientes celosa de Coco, que no estás muy segura de los líos en que te estás metiendo. Tus explicaciones son confusas y además están plagadas de términos que el psiquiatra no entiende: Coco es un «macarra reciclado» que se las da de pijo y se dedica al «trapicheo» y a «tangar», y Mónica una «pija reciclada» por mucho que se las dé de «indie» y de «undergrunge», y empiezas a estar harta de que Mónica y Coco no conciban la diversión si no van «puestos», y hay un tío en La Metralleta al que parece que le gustas y Mónica dice que es un «estupa», pero tú opinas que lo que le pasa es que es un yuppie con un «cuelgue sideral»... Intentas explicarle que te encuentras cada día peor, física y mentalmente, pero el doctor no te entiende cuando le hablas del «bajón de las pihuas», y poco a poco te vas liando más y más, y te encuentras con una maraña de pensamientos enredados entre las manos que no sabes cómo desmadejar; no, no sabes cómo empezó todo esto, en qué momento empezó a fallarte la cabeza o cómo podrías organizar tus pensamientos en una lista coherente para buscar entre ellos el que está equivocado. Porque sabes que las cosas no van bien pero eres incapaz de determinar qué va mal exactamente. Y el doctor acaba por recomendarte que practiques más ejercicio y te extiende una receta. Inténtalo, siempre es lo mismo. O al menos eso es lo que me sucedía a mí, y lo que me sucedió aquel 23 de julio en el que acudí a mi cita semanal con el psiquiatra.
Me había largado sin avisar para ir a la consulta, aprovechando que ellos aún dormían. Tras la discusión de la noche anterior no me habían quedado ganas de seguir dando cuentas de mis actos. Al regresar me encontré a Mónica despierta, que me largó, cómo no, la consabida charla. Me dijo que había que evitar, en lo posible, que nos paseásemos de día por su edificio, para que el portero no barruntase que nos alojábamos en su casa. Yo le repliqué que Coco también se había marchado, que habría ido a arreglar alguno de sus negocios, así que no era yo la única a la que los vecinos pudieran haber visto. Le expliqué que venía de ver al psiquiatra y no dijo más, porque ella siempre estuvo de acuerdo en que yo necesitaba ayuda profesional, no fuera que me diera por repetir aquel primer numerito del suicidio. Aunque Mónica siempre mantuvo, eso sí, que la que de verdad necesitaba un psiquiatra era mi madre. Luego, cuando le enseñé la receta que traía, casi dio saltos de alegría. Resulta que el psiquiatra me había recetado un ansiolítico que, mezclado con alcohol, tenía efectos psicotrópicos, de forma que, según Mónica, podíamos ponernos a base de bien, o podíamos intentar venderlo. Obvia decir que a Mónica ni se le pasó por la cabeza que yo siguiera el tratamiento tal y como el prospecto indicaba, es decir, que tomase un comprimido con las comidas y me abstuviese de consumir alcohol. No creía que de verdad lo necesitara.
No hablamos de los besos apasionados que intercambiamos en el cuarto de baño de La Metralleta. Ella hacía muchas cosas cuando bebía, acciones de las que luego se arrepentía o que olvidaba. Por tanto, no me atreví a preguntar. Nunca he tenido derecho a las preguntas.
La manía de enviarme a los psiquiatras vino de mi madre, que, constantemente medicada como estaba por lo de su epilepsia, había dado por sentado que todas las enfermedades podían curarse, o al menos controlarse, con pastillas y especialistas. Aunque a mí nunca me pareció que lo de mi madre fuera para tanto. Tiendo a creer que en realidad utilizaba su enfermedad como arma, para hacernos sentir culpables por la poca atención que, según ella, le prestábamos. A mi madre sólo le conocí otros dos ataques tan fuertes como el primero: los dos en Nochebuena. En esa fecha, la oficina de mi padre cerraba muy pronto, antes del mediodía, y era costumbre que los empleados se fuesen luego todos juntos a celebrar la Navidad. Aquel día del año se olvidaban las jerarquías, y, en un alarde de igualitarismo, los abogados flirteaban con la recepcionista y el jefe de contabilidad le hacía confidencias al botones. Con esa excusa mi padre solía presentarse en casa ligeramente achispado y mucho más tarde de lo que mi madre creía conveniente. Ella se quejaba entonces de que apestaba a alcohol. Él le respondía que el hecho de que ella no supiera divertirse no era razón para impedir a los demás que lo hicieran. Después, ella se ponía a llorar. Y así todos los años.
En dos ocasiones mi padre llegó más tarde de lo esperado, cuando el pavo ya se había enfriado en el horno y las hojas de la escarola comenzaban a ennegrecerse por efecto del vinagre, y se encontró a mi madre hecha un mar de lágrimas, borboteando insultos y reproches, y a mí parapetada tras ella, debatiéndome entre la indignación y el hastío. Ella (a gritos) le dijo: «Te parecerá bonito llegar a estas horas, te da totalmente igual que tu hija y yo nos hayamos pasado el santo día preparando la cena para que el señor llegue a las once de la noche, después de haber celebrado una festividad que se supone santa vete a saber dónde y vete a saber con quién». Él (también a gritos) le respondió: «Herminia, ¡por favor!, tengamos la fiesta en paz. Por lo menos en Nochebuena, para variar. Además ya sabes que no me gusta nada que me montes estas escenitas delante de la niña». Ella (gritando más aún) le respondió a su vez: «Sí, la niña... ¡mucho te preocupa a ti la niña ahora! Como si la niña te importase a ti mucho. ¡Si apenas la ves...! Además, a la niña le vendrá bien saber cómo va a ser el tipo de hombre al que no se tiene que acercar en el futuro». Si no eran estas frases, serían otras parecidas. Reproches que se sucedían al menos una vez por semana. Letanías que habían perdido su sentido de puro repetidas. Pero yo sabía que no me iba a acercar nunca a un hombre como ése o como ningún otro. Yo, por entonces, quería meterme a monja. El único modelo de mujer sola que conocía.
Aquella primera Nochebuena de drama yo tenía doce años, y cuando empecé a ver las convulsiones de mi madre y me di cuenta de lo que estaba pasando, cuando tuve que volver a buscar el número del médico, con el pulso disparado y las manos temblorosas, odié a mi padre por hacerle todo aquello, por ponerla en semejante estado.