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Authors: Jane Yolen

Blanca Jenna (17 page)

—No, Henk lo tiene.

—Eso no es cierto. Tiene su caballo. También tiene al rey.

—No.

—¡El rey! —Carum tomó por el hombro al sujeto que había mencionado a su hermano—. ¿Le ha hecho daño? ¿Ha herido a Pike? ¿Ha herido al rey?

—No a él —respondió el hombre sacudiendo la cabeza con tanta fuerza que su cabello negro le cubrió el ojo derecho—. ¡Mira! —señaló.

Los hombres se apartaron y Jenna pudo ver que el rey y Petra se hallaban inclinados sobre algo, aunque en la oscuridad no podía distinguir de qué se trataba. Entonces vio que era Piet, sentado en el suelo junto a la escalera rota, estrechando un cuerpo entre sus brazos. Cuando Jenna se acercó y pronunció su nombre, él alzó la vista. Su boca de dientes desiguales se abrió y cerró como la de un pez; sus ojos color de cielo estaban nublados.

Jenna se arrodilló a un lado de él y Carum al otro. En aquel rincón oscuro, Skada había desaparecido. Jenna extendió la mano para tocar el cuerpo que Piet sostenía y fue incapaz de pronunciar su nombre.

Carum lo susurró.

—Catrona.

Catrona abrió los ojos y trató de sonreír a Jenna. Había sangre en su túnica y en su brazo derecho.

—Estábamos tan ocupados... no oímos... no vimos... he pasado por alto el hilo, Jenna.

—¿A qué se refiere con lo de que ha pasado por alto el hilo? —preguntó Carum.

—Ella me enseñó el juego del Ojo Mental —susurró Jenna, recordando—. Es un juego para adiestrar los sentidos. Había un hilo. Yo lo vi y ella no. Todo ocurrió hace mucho tiempo.

—Jenna... el hilo... —se esforzó Catrona.

—Calla, muchacha, calla —susurró Piet—. Hablar te quita aliento.

Jenna tomó la mano derecha de Catrona y la sostuvo entre las suyas. Recordó cuando Catrona le enseñara por primera vez cómo dar una estocada, con una espada demasiado pesada para ella porque su propia obstinación no le había permitido rendirse. Tu mano es tu fuerza, le había dicho Catrona, pero es el corazón quien propina el golpe.

—¿Qué ha ocurrido? —susurró Jenna.

El rey le explicó.

—El Oso, a quien tu mano debió haber matado, logró liberarse. Estranguló a los guardias. Se apoderó de sus espadas. Cuando iba en busca de un caballo, se topó con Piet y con su compañera. Atacó a Catrona por la espalda y estuvo a punto de ensartar a Piet también. Luego se escapó. Algunos hombres han ido tras él, pero dudo que lo encuentren en la oscuridad.

Recitó los hechos como si los leyese, con muy poca emoción en la voz. Jenna miró al suelo. A quien tu mano debió haber matado.

Él tenía razón y no había ninguna disculpa lo suficientemente fuerte. Sacudió la cabeza.

—¿De qué me sirves, Blanca Jenna? Has causado la muerte de tres buenos guerreros. Ahora nadie te seguirá. —Su voz fue tan baja que sólo aquellos que estaban inclinados pudieron escucharla.

Catrona trató de sentarse.

—No, ella es... ella es la señalada. De soslayo... Entre líneas. Escuchad a la sacerdotisa. Entre... líneas.

Se dejó caer, exhausta por el esfuerzo.

—Oh Catrona, mi gatita, no te vayas —exclamó Piet y comenzó a sollozar en silencio.

—No permitiré que muera —afirmó Jenna.

Piet la miró, luchando por contener el llanto.

—Es demasiado tarde. Ya está muerta.

—No cosas la mortaja antes de que haya un cadáver —dijo Catrona de pronto—. ¿No es eso lo que dicen en los Valles? —Tosió y un hilo de sangre roja apareció en su boca.

—La llevaré al bosque de Alta. Allí no morirá —susurró Jenna—. Alta dijo que podía llevar a alguien. Será Catrona.

Deslizó los brazos bajo el cuerpo de su hermana y trató de apartarla de Piet. El movimiento hizo que Catrona lanzase una exclamación de dolor y más sangre manó de su boca.

—Déjame morir aquí Jenna, en los brazos de Piet. No hay sombras en el bosque de Alta. No hay sombras. No quiero vivir para siempre sin Katri. Eso no sería vivir. —Sonrió y miró al rostro de Piet—. Eres muy bueno, mi Piet. Para ser un hombre.

—Siempre te he amado sólo a ti, muchacha. Desde aquella primera vez. Primera para ti y para mí. Éramos niños entonces. Pensaba ir a buscarte cuando el rey estuviese en el trono. Para envejecer contigo, mi niña. Para envejecer...

Se inclinó para susurrarle algo al oído. Ella volvió a sonreír y cerró los ojos. Por unos momentos Piet no se movió, sólo permaneció con la boca junto al oído de Catrona. Después posó su mejilla contra la de ella. Nadie más se movió.

Finalmente enderezó la espalda.

—Eso es todo. Es el final.

Sus ojos estaban secos, pero había una expresión sombría en su semblante. Petra se inclinó sobre el cuerpo de Catrona y puso una palma sobre su frente. Comenzó a recitar en voz baja y tranquila:

En nombre de la caverna de Alta,

El oscuro y solitario sepulcro

Y todos quienes están suspendidos

Entre la luz y la luz, Gran Alta,

Lleva a esta mujer,

Lleva a esta guerrera,

Lleva a esta hermana

Ante tu presencia.

Envuélvela en tus cabellos

Y, cobijada allí,

Permite que vuelva a ser una criatura.

Los hombres guardaron silencio hasta que hubo terminado con la oración, y después comenzó a levantarse un murmullo de voces: sonidos furiosos y apasionados.

Algunos maldijeron a Jenna llamándola “Perra insensible” y “compañera de Kalas”.

Petra se volvió lentamente y los miró. Alzó las manos pidiendo silencio y, en forma inexplicable, ellos la obedecieron.

—Idiotas —gritó—. Todos sois unos idiotas. ¿No comprendéis lo que esto significa? Catrona misma lo ha dicho: debéis interpretar esta muerte de forma oblicua, entre líneas.

Una voz anónima gritó:

—¿Qué quieres decir?

—¿Quién ha muerto aquí? Catrona. Una guerrera de las Congregaciones. También conocida como Gata. ¡Gata! ¿Y no es el puma una clase de gato? De este modo ha muerto el Puma; y todo porque la Anna decidió no matar al Oso primero

—¡Pero no se trata de ese Puma! —protestó el hombre de la cicatriz en el ojo, abriéndose paso entre los demás.

—¿Y cómo sabes a qué Gato se refería Alta? —preguntó Petra—. ¿O cuál es el que mencionan las profecías Garunianas?

—Pero yo pensé... —comenzó él.

—No debes pensar una profecía. Cuando se cumple, simplemente lo sabes. —Petra tenía el rostro encendido de sentimientos. Su voz se tornó más fuerte—. Catrona... ella misma nos lo recordó antes de morir. Dijo: Ella es la señalada. La que ha doblegado al Sabueso, al Toro y ahora al Puma.

—¡No! —gritó Jenna golpeando el puño contra el suelo—. La muerte de Catrona no estaba escrita.

Pero su protesta se perdió entre los gritos de los hombres.

—¡La Anna! ¡La Anna! ¡La Anna! —El coro era ensordecedor y con los puños cerrados en alto, Petra lo conducía—. ¡LA ANNA! ¡LA ANNA! ¡LA ANNA!

¡No!, pensó Jenna. No por esto. No me aceptéis por esto. Pero los gritos continuaron.

—Los hombres en masa... son algo imposible de predecir. Cambian con mucha facilidad —murmuró el rey. Con una sonrisa, tomó a Jenna por los codos para colocarla a su lado—. En un momento eres un villano y al siguiente un santo. Ahora no es necesario que te cases con el rey, niña. Tú eres la Anna. Ellos lo han dicho. Por ahora, lo eres.

La Anna por esta circunstancia. Sin voluntad, Jenna permaneció a su lado mientras los cánticos continuaban.

—¡ANNA! ¡ANNA! ¡ANNA!

Detrás de ellos, el horizonte estaba teñido con las primeras luces.

Incapaces de competir con los gritos de los hombres, los pájaros habían echado a volar y el cielo estaba cubierto de ellos. Hasta Carum se había unido al coro que retumbaba contra las paredes en ruinas. Sólo Jareth, quien no podía emitir sonidos, y Piet, que aún sostenía el cuerpo de Catrona contra su pecho, guardaban silencio.

LA BALADA:

Muerte de la Gata

Altos crecían los árboles

Y en el oeste estaba el viento

Cuando un cazador apuntó su flecha

Hacía la Gata y su ancho pecho.

Y ella murió, murió

Contra el seno de su amado

Y la tendimos en la tierra

Tan estrecha y larga.

Era temprano, tan temprano,

Apenas si despuntaba el alba,

Cuando cantamos de esos días

Antes de que naciera la Gata.

Y cómo de brazos de su madre

Fue tan rápido arrancada,

Mientras la tendíamos en la tierra

Tan estrecha y larga.

Venid a mí, jóvenes guerreros,

Escuchad lo que digo por su bien,

No dediquéis vuestros afectos

A una joven que tan libre es,

Pues ella recibirá la mortal herida

Que vosotros debisteis padecer

Y la tenderéis en la tierra

Tan estrecha y larga.

EL RELATO:

Enterraron a los dos guardias junto a los portales rotos, pero Jenna y Petra insistieron en que el cuerpo de Catrona debía yacer con gran ceremonia entre dos fuegos hasta que pudieran encontrar la caverna sepulcral de la Congregación. Piet estuvo de acuerdo. Cuando la segunda fogata estuvo encendida, el cuerpo de Katri apareció junto al de Catrona y Marek, que no había llorado antes, irrumpió en unos sollozos desconsolados que ni siquiera su hermano pudo detener.

Cuando llegó la noche los muchachos habían encontrado la caverna, y condujeron a Jenna, a Petra y a Carum quienes llevaban el cuerpo de Catrona en un féretro de madera. El rey y Piet permanecieron en el campamento, brindando por los guerreros muertos junto al resto de los hombres.

—Brindan por Lord Cres, el Dios de las Buenas Batallas —les explicó Carum, mientras subían la colina con su amarga carga.

Recordando lo que él le había dicho una vez respecto a aquellos brindis, Jenna agregó:

—Que beban sus fuertes vinos y coman su carne eternamente.

—Y que arrojen los huesos por encima del hombro para los Perros de la Guerra —finalizó Carum.

Petra se estremeció.

—Qué plegaria tan horrible.

—Por eso yo prefiero no decir ninguna —dijo Carum.

Depositaron el féretro ante la entrada de la caverna, y Jenna se adelantó para encender las antorchas de la pared. La caverna era fresca y seca, y estaba llena de cuerpos amortajados. Jenna tuvo que mirar muy bien dónde pisaba. Cuando encendió las grandes antorchas, aparecieron los cuerpos de las hermanas sombra en sus mortajas, llenando aún más la caverna.

Salió al aire libre e inspiró profundamente. Los huesos amortajados de las hermanas muertas no la habían atemorizado. Había presenciado ceremonias sepulcrales en su propia Congregación y sabía que los cuerpos sólo eran las viejas moradas de las mujeres que ahora se hallaban cobijadas en el seno de Alta. Pero aquéllos no eran más que huesos y lo que yacía a sus pies en el féretro, bien envuelta en una camisa rota y en una manta, era Catrona: su hermana, su maestra, su amiga. Y la víctima de su propia conciencia.

Se hincó y posó la mano sobre el pecho del cadáver.

—Te lo juro, Gata, el Oso conocerá mi venganza. Y te juro que también morirá el Puma. No sé si eso está escrito o no en alguna profecía, pero está escrito claramente en mi corazón.

Jenna se levantó.

—Sólo Petra y yo la llevaremos al interior de la caverna. Es un lugar sagrado y un momento sagrado.

—Lo comprendemos —dijo Carum.

Los otros muchachos asintieron con la cabeza.

Jenna levantó el cuerpo de Catrona y, seguida por Petra, entró. Cuando volvieron a salir ya estaba oscuro y no había luna.

Con las primeras luces del amanecer abandonaron la Congregación en ruinas. Eran un ejército silencioso. Petra montaba el caballo de Catrona, con lo cual sólo Marek y Sandor viajaban en la misma montura y esto no parecía molestarles.

El rey, Carum y Piet cabalgaban a la cabeza de la tropa, pero Jenna se negó a ocupar un lugar al frente y prefirió viajar en medio de los hombres. Estos sonrieron al verla a su lado, pensando que lo hacía por amor, sin comprender que sólo lo hacía para apartar el recuerdo de la mano inerte de Catrona entre las suyas.

Una estocada, Jenna. Oía la voz de Catrona en cada recodo. Una estocada... y ahora todo ese entrenamiento para nada. Su rostro estaba ensombrecido por el recuerdo. Tomaba la muerte de Catrona como la muerte de su propia inocencia.

¿Qué importaba que ya hubiese matado a un hombre y mutilado a otro en el ardor de la batalla? ¿Qué importaba que hubiese enterrado a cien hermanas muertas? Era esta muerte la que la torturaba y la consumía. Sentía que estaba envejeciendo, que los años pasaban como un río helado e impetuoso y que era incapaz de detener su corriente.

Jenna no habló con nadie mientras avanzaban inexorablemente por el camino, pero su mente repasaba lo que había ocurrido. Una estocada... una estocada, continuaba reprochándole Catrona. Una estocada.

Mientras galopaba, Jenna flexionó la mano derecha y volvió a sentir el pomo de la espada apretado contra su palma. Ansiaba recuperar ese momento para, sin vacilación alguna, atravesar el pecho musculoso del Oso. Cuánta satisfacción le proporcionaría ahora sentir la punta afilada al introducirse en la carne y clavarse en el corazón. Una estocada. Podía sentir la sangre del Oso impregnar la espada y alzarse y entrar en su puño, deslizarse por las ramas azules de sus venas y correr por los músculos de su antebrazo hasta serpentear bajo su seno derecho para alojarse en su propio corazón.

Alzó el brazo y, fascinada, miró como si realmente pudiera ver la sangre del Oso deslizándose por su piel hasta penetrar en su corazón. Luego, dejó caer el brazo. Una estocada. Sin embargo, ella no era así. No era una asesina. Ni siquiera para recuperar a Catrona mataría a un hombre maniatado. No podía. La Anna no podía. Y ella era la Anna. Ya no le cabía ninguna duda. No era la profecía lo que la había convencido. Ni la apasionada fe de Carum. Ni la suave persuasión de Alta en el bosque de los Grenna. Ni la taimada insistencia del rey. Ni todos los gritos de los hombres. Era simplemente esto: la sangre que corría de la mano al corazón rechazaba el odio salvaje por el Oso y sus hermanos. Ella era la Anna. La de estos tiempos, la de estas circunstancias, la de este ahora.

Hizo que Deber acelerase el paso. Los otros jinetes se abrieron para dejarla pasar y ella galopó hasta la primera fila y ocupó su lugar entre el rey y Carum, sólo un poco más adelante.

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