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Authors: Jane Yolen

Blanca Jenna (19 page)

En la primera fila de jinetes, Deber comenzó de pronto a efectuar un cabrioleo que Jenna no pudo controlar. Era como si, al enfrentarse con la audiencia, el animal hubiese recordado algún entrenamiento previo. Jenna se aferró a las riendas y tiró con fuerza. Deber bajó la cabeza y arqueó el cuello hasta tocarse el pecho con el mentón. Jenna apretó las rodillas y los muslos hasta que le pareció que atravesaría los flancos del caballo, pero esto resultó ser una seña especial. Como respuesta, Deber alzó las patas en un cabrioleo aún más pronunciado.

Jenna se sintió una tonta, brincando de un lado a otro del ancho lomo del animal frente a la encantada muchedumbre. Pero los clientes del mercado vitoreaban las travesuras del caballo y el rey esbozaba una amplia sonrisa. Nadie parecía considerarlo tonto o peligroso, con excepción de Jenna que se aferraba a las riendas con los muslos tan apretados que le temblaban por el esfuerzo.

A lo largo de toda la calle principal, Deber bailoteó mientras Jenna luchaba para mantener a la vez su equilibrio y su dignidad. A sus espaldas, los jinetes iniciaron el cántico de su nombre:

—¡LA ANNA! ¡LA ANNA! ¡LA ANNA!

El sonido retumbaba contra las fachadas de piedra de las casas. Jenna no podía creer que estuviese oyendo un eco semejante hasta que comprendió que había gente en las ventanas, agitando las manos y gritando con los jinetes.

—¡LA ANNA! ¡LA ANNA! ¡LA ANNA!

No quedaba claro que supieran lo que estaban gritando, ni tampoco si en realidad gritaban algún nombre distinguible. Pero el sonido era ensordecedor y algunos de los caballos comenzaron a ponerse nerviosos, dando respingos o emitiendo bufidos. Los jinetes tiraron de las riendas y uno o dos llegaron a utilizar sus fustas, lo cual perturbó aún más a los animales. Sólo Deber parecía disfrutar con su actuación para el público.

La calle principal terminaba en una amplia escalinata que conducía a un edificio palaciego. Deber posó las patas delanteras sobre el primer escalón y se detuvo bruscamente, con lo cual Jenna estuvo a punto de volar por encima de su cabeza. Jenna le respondió con un último tirón furioso de las riendas, levantándole la cabeza. Deber emitió un relincho, se encabritó y alzó las patas delanteras por el aire. Jenna logró permanecer en la montura. Los niños que se habían reunido en la escalinata para observar comenzaron a gritar su admiración.

Cuando Deber volvió a posar las patas en el suelo, Jenna desmontó temblando y le entregó las riendas a uno de los niños. Le dolían las piernas y, por un momento, temió no poder permanecer en pie. Entonces, se mordió el labio casi hasta hacerse sangre y se obligó a enfrentarse a la multitud.

El rey también desmontó y, a pesar de sus ropas sucias y andrajosas, algunas personas lo reconocieron de inmediato.

—Es el hijo del antiguo rey —gritó alguien.

—Es el nuevo rey, entonces —dijo una mujer enorme.

—¡Gorum!

Quien pronunció su nombre por primera vez fue un joven de cabellos negros, y después sus amigos lo repitieron rápidamente.

—Es Pike, el hijo del rey —agregó otro.

El rumor de su llegada hizo que más habitantes de New Steading se fuesen acercando, y muy pronto el lugar estuvo atestado de aldeanos que juraban haber reconocido al rey desde el primer momento.

Gorum permitió que el nerviosismo creciese más y más, y Jenna no pudo menos que admirar cómo recibía la atención de todos, volviéndose lentamente mientras asentía con la cabeza. A medida que crecía la multitud, comenzó a subir la escalinata con Jenna a su derecha, Carum a su izquierda y Piet detrás suyo. Al fin estuvieron frente al palacio, con los hombres alineados a los costados formando una uve invertida cuya punta la constituían el rey y Jenna. Ésta se preguntó si Gorum y sus hombres habrían planeado semejante maniobra, ya que se movían con completa precisión. O quizás los reyes naciesen sabiendo cómo hacer tales cosas. Jenna se volvió hacia Carum, quien sacudió la cabeza dos veces pero no dijo nada.

El rey alzó las manos y todos guardaron silencio; no ocurrió de inmediato, sino que fue como una oleada, desde la punta de la uve hacia abajo. Cuando se hubo logrado un silencio total, comenzó a hablar con grandilocuencia.

—Vosotros me conocéis, querido pueblo.

De pronto, el silencio se llenó de vítores.

—¡EL REY! ¡EL REY!

Aguardó a que se apagasen las voces y luego sonrió.

—No el rey Kalas. No ese miserable, usurpador y asesino. No él.

La gente rió y aplaudió cada frase.

—Yo soy el legítimo rey. Gorum, hijo de Ordrum y de Jo-el-ean.

Aguardó el murmullo de aprobación antes de continuar.

—El rey se apropió de un trono dejado vacante por los asesinatos de mi pobre padre y su esposa, vuestra hermana de los Valles.

Como si acabaran de enterarse de los asesinatos, la gente gimió. Gorum aguardó hasta que el gemido hubo desaparecido y agregó:

—Y el cobarde crimen de mi hermano, Jorum el Santo, quien debía suceder a mi padre como rey.

Todos volvieron a gemir. Jenna notó que Carum sacudía levemente la cabeza, aunque no supo si se debía a la habilidosa manipulación del rey o a la mención de su hermano mayor como un santo.

—Pero aquí me encuentro por vosotros, buena gente. Y como podéis ver, no estoy solo.

Esta vez, nadie emitió un sonido. A Jenna le pareció que el rey estaba complacido, aunque no comprendía por qué.

—Aquí está Ella. Ya la conocéis. Ya la habéis llamado por su nombre. —Extendió la mano derecha hacia Jenna.

El niño que sostenía las riendas de Deber gritó con una voz aguda y penetrante que se oyó por toda la plaza:

—¡La Blanca!

Atrapada por la ridiculez del momento, Jenna tomó de pronto la mano del rey y se acercó a él. La palma de Gorum estaba fría como el hielo y sus dedos tenían la fuerza del hierro. Al comprender lo que acababa de hacer Jenna trató de soltarse, pero él no se lo permitió. No podía retirar su mano sin hacer una escena desagradable, así que permaneció muy quieta con el rostro transformado en una máscara.

—Sí —continuó el rey con calma, como si le resultase fácil retener la mano de Jenna en la suya—. Ella es La Blanca, buena gente. La que hemos aguardado. Ha tenido tres madres y todas ellas están muertas. Ha matado al Sabueso para salvar a mi hermano, Carum.

Señaló a su hermano con la mano izquierda, pero éste ni se movió ni asintió con la cabeza, y Jenna se sintió agradecida por aquella muestra de tranquila dignidad.

—Y mutiló al Toro para salvar a su propia hermana. Tenemos este anillo como prueba.

Abrió la mano izquierda, como aguardando que Carum dejase caer el anillo sobre su palma. Al ver que éste no se movía, el rey vaciló sólo un segundo, soltó la mano de Jenna y fue hacia su hermano para tomar la tirilla de cuero que pendía alrededor de su cuello. De ella colgaba un pesado anillo de sello. De repente Jenna recordó la mano amputada que lo llevara puesto por última vez. Balanceando el anillo frente a la gente, el rey sonrió. La multitud comenzó a vitorear.

Dejó caer el anillo sobre el pecho de Carum y se volvió. Los gritos continuaron unos momentos más y luego el rey los detuvo con un brusco movimiento de la mano.

—Y, a causa de La Blanca, una mujer llamada Gata, o Puma, fue asesinada hace sólo dos días.

Aguardó las objeciones que sabía que vendrían.

—No se trataba de ese Puma —gritó la mujer enorme—. El Puma de las profecías aún está con vida. Y bebe su leche de la mano de Kalas.

El rey se volvió lentamente hacia ella, con una actitud amable, pero firme.

—Y tú, mi buena mujer, ¿Sabes cómo leer una profecía? ¿Eres un sacerdote Garuniano? ¿O una sacerdotisa de las Congregaciones de Alta?

Ella lo miró desconcertada.

—Yo sé lo que sé —murmuró.

—Entonces debes saber algo más, mujer. Las profecías no pueden interpretarse de forma literal. ¡Deben leerse de soslayo!

Rugió sus últimas palabras para que todos pudieran escucharle. Luego, bajó tres peldaños hasta llegar al medio de la uve, el centro de todas las miradas.

—La profecía sólo habla de un Puma. No dice que sea este Puma o el otro. ¡Menciona a un Puma! Y un Puma fue asesinado. Con eso van tres. —Alzó la mano, contando lentamente con los dedos—. Uno, el Sabueso. Dos, el Toro. Tres, el Puma. Todos muertos por La Blanca, tal como está escrito en la profecía. La Anna, a quien hemos aguardado durante tanto tiempo. Y sólo nos queda uno para que termine de cumplirse la profecía, el Oso. Porque es Ella quien señala el final del falso reinado y el comienzo del nuevo. La Anna. —Señaló a Jenna con su mano derecha.

—Lo que llamas nuevo alguna vez ha sido viejo —murmuró la mujer enorme, pero quedaba claro que ya había sido derrotada en la discusión. En un último intento, habló lo suficientemente alto como para que pudiesen oírle quienes estaban cerca de ella—. Además, eso de que las mujeres anden vestidas como hombres, jugando a la guerra... no es... no es natural. Todos lo hemos dicho.

Pero su voz fue ahogada por los vítores; primero de los niños y luego de todos. Y lo que gritaba la gente eran los nombres de la Anna, del rey y de Carum.

LA CANCIÓN:

Corazón y corona

Llegaron ellos al pueblo

El trece de primavera.

Ella le entregó su mano

Cuando él su anillo le diera.

Ella le entregó su corazón

Y él su corona brillante,

Pero nunca, a pesar de todo,

Se tendieron como amantes.

El caballo de ella era blanco

Y él un tordo montaba.

Ella quería alejarse,

Pero él pidió que se quedara.

Ella le entregó su corazón

Y él su corona brillante,

Pero nunca, a pesar de todo,

Se tendieron como amantes.

Ella tenía ojos negros

Y azules eran los de él.

Ella lo quería fuerte

Y él la quería fiel.

Ella le entregó su corazón

Y él su corona brillante,

Pero nunca, a pesar de todo,

Se tendieron como amantes.

Venid, rubias doncellas,

Venid y escuchad mi voz;

Si queréis que vuestro amor sea

Fuerte y libre como un dios,

Entregad sólo el corazón

Y recibid la corona brillante,

Pero nunca, a pesar de todo,

Os tendáis con él como amantes.

EL RELATO:

Cenaron en el patio interior del gran palacio del pueblo, con los miembros del concejo de New Steading. Fue un banquete impresionante; en particular, considerando lo rápido que había sido improvisado por la gente del pueblo.

Aunque Jenna se sentía aprensiva, muy pronto descubrió que nadie esperaba que hablase. En realidad, su presencia en la cena hacía sentirse incómodos a la mayoría de los aldeanos, y nadie se acercaba a ella. Sin embargo, la observaban moverse entre las mesas, con ojos cautelosos y fascinados. Parecía que querían memorizar cada detalle de ella en esa cena, para volcarlos luego en leyendas y baladas. Jenna le comentó a Petra con ironía:

—Y cantarán sobre “El día en que la Anna comió manzanas” o “Cómo La Blanca se lavaba las manos”.

Petra se echó a reír y de inmediato improvisó una rima:

Cuando Jenna comía manzanas,

Con sus dientes las semillas mordía,

Tomaba un trozo de pan

Y en queso fundido lo sumergía,

Comía tallos de apio,

Bebía té sin parar

Y después de eso buscaba

Un lugar donde...

—Basta —susurró Jenna—. Basta.

Se llevó una mano a la boca para no reír en voz alta. Pero cuando se sentó a la cabecera de la mesa al lado del rey, descubrió que no tenía apetito. El esfuerzo que había realizado con los cabrioleos de Deber, el recuerdo de la mano fría de Gorum y del entierro de Catrona, las miradas de los aldeanos; todo conspiraba contra el apetito que había tenido. Aunque le colocaron un plato delante, no comió nada, limitándose a empujar los vegetales y la carne con su cuchillo.

Los concejales notaron que no comía y algunos de ellos preguntaron cuál era el motivo.

El rey les respondió en voz baja, pero lo suficientemente fuerte como para que los que se encontraban más cerca pudieran oír.

—Por lo general, los dioses no comen nuestra comida.

Sus palabras pasaron de boca en boca alrededor de toda la mesa, como él había esperado. Algunos incluso las creyeron.

Petra también las oyó, pero no pasó el mensaje del rey. Apenas si pudo contener la risa y le susurró a Jenna:

—Y después de eso buscaba...

Jenna bajó la vista y no notó que Petra guardaba un trozo de pollo, un gran trozo de pan de maíz y un puerro dentro de su servilleta.

Pero Jareth, sentado a su lado, sí lo notó y agregó varios hongos blancos junto con una hogaza de pan negro al tesoro de Petra.

Después de la cena el rey volvió a hablar, instando a los concejales a que reclutasen hombres para su ejército.

—Para luchar contra el miserable —les dijo.

Ellos no necesitaron grandes apremios; en especial, al estar sentados como estaban bajo la mirada de la Anna, con siete u ocho copas de vino tinto en el estómago. Incluso llegaron a firmarle un papel donde le prometían doscientos jóvenes armados.

El rey besó a cada uno en la mejilla derecha por tanta generosidad y les prometió que tanto ellos como New Steading serían recordados.

Jenna aguardó hasta que el escrito estuvo terminado. Pero, durante las congratulaciones, se levantó. En el momento en que estuvo de pie, cesaron todos los demás movimientos. Hasta las criadas se detuvieron con las pesadas bandejas en las manos. Jenna se preguntó qué podía decirles.

Al rey le surgían con mucha facilidad las palabras, pero ella no tenía ninguna. De pronto sintió que lo envidiaba. Abrió la boca para dejarles al menos su agradecimiento y descubrió que no tenía nada que decir; cerró la boca bruscamente para no sonar estúpida en el intento.

Al otro lado de la larga mesa, Carum se levantó de un salto.

—Hemos tenido una larga cabalgata y debemos continuar por la mañana. Hasta una encarnación de la Diosa debe descansar. El cuerpo humano se fatiga, aunque sólo se trate del atuendo que recubre a un gran espíritu.

Se acercó a Jenna y tomó su mano. Lentamente la alzó hacia su boca y besó sus nudillos con formalidad. Su mano y su boca eran cálidas.

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