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Authors: Jane Yolen

Blanca Jenna (30 page)

—No era uno de los nuestros, señor, sino un prisionero de Kalas de los de antes. No tenía nuestro entrenamiento —informó el hombre de la barba rubia.

—De todos modos, debemos contarlo como uno de los nuestros —manifestó Carum en voz baja—. Lo han matado las espadas de Kalas.

—Esto es lo que quiero que hagamos. —Jenna les enseñó a atar los estandartes y las sábanas con los tazones, las copas y las bandejas, intercalados.

—Ardides de mujer —se quejó uno de los hombres.

—De ratón —le corrigió Carum con una leve sonrisa—. Escuchadla.

Al principio los soldados se mostraron curiosos pero, ante una orden de su capitán, volvieron a guardar silencio con las espadas en alto.

Les llevó unos preciosos minutos completar los pequeños ratones, como Jenna denominaba a la extraña colección de objetos. Los hombres cambiaron sus garrotes por cuchillos de trinchar y agregaron los trozos de madera a la colección. Jenna dio las órdenes finales en voz baja y le indicó a cada uno su lugar.

—La señal será: ¡Por Longbow!

Se situó junto a una de las barandas y ató a su cintura un extremo de las telas. Carum se colocó al otro lado con la cintura atada de forma similar. Cada uno sostenía una espada. A sus espaldas se encontraba el resto de la tela, los hombres, los cuchillos, las antorchas y tres espadas dispuestas.

—¡Por Longbow! —gritó Jenna y, ante la señal, tanto ella como Carum montaron sobre las barandas y tensaron la tela entre ambos como una extraña cortina de pesados objetos. Luego se deslizaron escaleras abajo. En medio de un gran alboroto, los hombres bajaron tras ellos. Los atónitos guardias observaron su avance.

La fila de ratones golpeó a los guardias a la altura del cuello, entrampándolos el tiempo suficiente para que Jenna y Carum desatasen los nudos de sus cinturas. Para cuando los guardias se liberaron de la tela, los hombres de Carum estaban ya sobre ellos, demasiado cerca para permitirles utilizar las espadas. Los cuchillos de trinchar, con sus puntas afiladas para la carne de venado, encontraron poca resistencia en los tiernos cuellos humanos.

En cuestión de minutos todo había pasado, y sólo uno de los hombres de Carum resultó herido, al tropezar él mismo con la tela y cortarse el mentón con una copa rota.

Rápidamente, despojaron a los guardias de sus armas y escudos y corrieron hacia la puerta principal siguiendo las nerviosas indicaciones del cocinero. Un pesado tablón de madera trababa la puerta, pero lograron quitarlo. Cuando abrieron los portones, la escena que se desarrollaba en el patio era una verdadera algarabía.

Superadas en número, pero luchando con determinación estaban las mujeres de M’dorah; únicamente las hermanas luz bajo el brillante sol de la tarde. No había señales de Piet ni de sus hombres.

—Aún se encuentran detrás de la reja —gritó Jenna.

—O han quedado atrapados entre los rastrillos —agregó Carum—. Debemos elevar esa reja.

—Yo lo haré, mi señor —chilló el hombre de la barba rubia—. Me llevaré a varios conmigo.

Partió a toda prisa y Jenna estuvo segura de que tendría éxito, pues caminaba con paso firme evitando a los guardias que luchaban, y los hombres que le rodeaban lo protegían para que nada le ocurriese.

—¿Y dónde está Kalas? —vociferó Carum—. ¿Dónde está ese miserable? No logro verlo.

Jenna se percató de que ella tampoco lo había visto.

—Se encuentra oculto en un agujero, mi señor, como miserable que es —les contestó el cocinero. Sonrió y Jenna pudo ver que sus dientes eran tan amarillos como los del mismo Kalas.

—¿Dónde? —quiso saber Carum.

—En su refugio. Esperará allí hasta que su victoria sea firme.

—¿Estás seguro? —le preguntó Jenna mirando sus dientes con fascinación.

El cocinero asintió con la cabeza y comenzó a escarbarse los dientes con el cuchillo.

—¿Y sabes dónde se encuentra ese refugio? —insistió Carum.

—Por supuesto, señor. ¿No le he llevado siempre sus comidas allí?

—¡La torre! —exclamó Jenna de pronto.

—Llévame —le ordenó Carum—. Tengo algunas cuentas que ajustar con él.

—Llévanos a los dos —dijo Jenna—. Ambos hemos perdido a más de un miembro de nuestras familias.

Lo siguieron otra vez escaleras arriba, a lo largo del pasillo y nuevamente a través del Gran Salón. El fuego se había apagado y una pared de tapices estaba sólo parcialmente quemada. Aún había mucho humo en el aire y, protegiéndose el rostro con el brazo, Jenna y Carum siguieron al cocinero hasta una puerta junto a la abertura que conducía a los calabozos.

—Por aquí. —El cocinero abrió la puerta y señaló la escalera que subía como un caracol.

—Tú primero —dijo Carum—. Confío más en ti si te tengo por delante que si estás a mi espalda.

—No ha hecho nada malo, Carum —lo defendió Jenna, aunque ella también se sentía inquieta.

—Lo mismo que mis hombres, siento que las cosas han resultado demasiado fáciles hasta ahora. Y, tal como decían en la Congregación Nill: “El momento de ponerse en marcha...”

—“... no es el momento de iniciar los preparativos” —completó Jenna—: “Mejor a salvo que enterrados”, decimos en nuestra Congregación. Él irá delante.

El cocinero comenzó a subir la escalera. Ésta ascendía más y más, sin ventanas ni rellanos, y les parecía aún más oscura porque acababan de salir de la luz. Avanzaban a puro tacto, posando los pies donde la piedra estaba desgastada por tantas pisadas.

—Si tuviéramos una antorcha ahora... —susurró Carum.

—Skada nos lo agradecería —terminó Jenna—. Y, sin duda, nos vendría bien una espada más.

Al dar la última vuelta, un rayo de luz anunció una puerta entreabierta. Jenna apartó al cocinero y pegó el ojo a la rendija. Lo único que se veía era una grieta de luz sobre un suelo de madera lustrada, pero pudo escuchar oír la voz de Kalas, que hablaba en un tono dulzón. Después de haber oído esa voz durante unos breves minutos la noche anterior, aún no podía olvidarla. Era a la vez débil y poderosa, llena de oscuras promesas y de secretos aún más oscuros.

—Ven, querida —estaba diciendo Kalas—. No será tan malo después de todo. Una vez hecho, no tendrás que volver a hacerlo. Al menos, no conmigo.

Jenna respiró lentamente. Así que estaba solo, sin más compañía que la de una muchacha.

Hubo un silencio y luego se oyó la voz de una joven, jadeante y dolorosamente familiar.

—Déjame —le rogó—. Por favor.

—¡Alna!

La boca de Jenna formó el nombre sin emitir ningún sonido. Esa voz parecía pertenecer a su compañera de Congregación. Alna, quien fuera secuestrada cuando se dirigía hacia Calla’s Ford en su año de misión. Pero habían pasado semanas, años en el tiempo real, desde la última vez que oyó a Alna. No podía estar segura sin verla. Sin embargo, sentía un ardor en las mejillas y en el estómago, como si su cuerpo creyese ya lo que su mente se negaba a aceptar. Se volvió hacia Carum y susurró:

—Kalas se encuentra solo con una muchacha. Yo podré manejar esto. Será mejor que te vayas con los demás.

—No. No me iré sin ti.

—La espada es mi arma, no la tuya. Ésta es mi batalla. Quien se encuentra en esa alcoba es mi compañera de Congregación.

—Es mi batalla también. Kalas ha asesinado a mi familia.

—No discutiré contigo. Pero, si te quedas y tus hombres van a unirse con Lord Gres porque tú no estabas allí para conducirlos...

Él la besó en la mejilla y se marchó, con pasos tan ligeros que Jenna no lo oyó bajar la escalera. Al darse de nuevo la vuelta, vio que el cocinero golpeaba la puerta.

—¡No! —gritó la mujer en el interior, y entonces tosió con violencia.

Jenna empujó la espalda del cocinero y éste cayó contra la puerta, abriéndola de par en par.

—¡Es una trampa! —gritó la mujer, pero ya era demasiado tarde.

Jenna estaba ya dentro. Delante de ella, se encontraba Alna, con las manos atadas a la espalda y tendida sobre una gran cama con dosel. A su derecha, Kalas estaba agazapado en un sillón. Frente a él, había siete hombres muy fornidos. Muy fornidos, pensó Jenna. Siete contra ella, con poco espacio para maniobrar al cerrarse la puerta a su espalda. La espada que sostenía era más ligera que la que solía usar y la empuñadura le resultaba incómoda.

Sabía que debía ganar tiempo... y también silenciar al cocinero que les había traicionado.

Dio medio paso a un lado y pateó la cabeza del hombre caído, lo suficientemente fuerte para silenciarlo una hora o dos, no lo bastante como para matarlo. Pero su mirada nunca abandonó a Kalas y a sus hombres.

—¡Jenna! —logró decir Alna—. Eras tú. No estaba segura de que no fuese sólo otra mentira.

—¡Alna!

No podía dirigir otra mirada a su antigua amiga, ni siquiera por el rabillo del ojo, aunque la había reconocido de inmediato. Estaba más delgada que cuando se separaran el día en que se inició su año de misión. ¡Y pensar que a ella le había parecido que aquél era el peor día de su vida, cuando tuvo que separarse de sus mejores amigas y continuar sola hacia una Congregación extraña!

—Solos otra vez, Blanca Jenna —dijo Kalas lentamente, como si hubiese podido leer sus pensamientos—. Se ha convertido en una costumbre para ti. Siempre llegas de improviso a mi pequeña alcoba en la torre.

—Tal vez no haya sido completamente de improviso —dijo Jenna—. Creo que me habías enviado una invitación por medio de este hombre.

Volvió a patear al cocinero pero esta vez en las costillas. Él no se movió.

—Ah, has descubierto mi pequeña trampa. Es una pena que no lo hayas hecho antes.

—¿Era al menos un buen cocinero? —preguntó Jenna.

—Pésimo, pero tenía otros usos.

—Lo que no alcanzo a comprender es por qué nos has dejado escapar. ¿Por qué no nos mataste en los calabozos?

—Hubiesen sido muertes muy aburridas, ¿no te parece? Según el estudio que he hecho de la muerte, no sirve matar a la gente de frente. —Se echó a reír, por lo que volvió a exhibir sus dientes amarillos, y se pasó una mano por los escasos cabellos rojos, cuyas raíces parecían más oscuras—. Además, supuse que ni siquiera tú, la Diosa Blanca del príncipe Longbow, te atreverías a desafiar sola el castillo. Te necesitaba como señuelo para el temible rey Pike, que ahora mismo debe de encontrarse ante mi puerta.

Jenna abrió los ojos de par en par, pero no permitió que nada más delatase su sorpresa. Así que Kalas no sabía que Carum era el rey; no sabía que Gorum estaba muerto. Se guardaría esa información para sí misma.

Él volvió a sonreír y Jenna recordó a su Madre Alta, cuando ésta tenía alguna noticia particularmente devastadora que comunicar.

—No creí que escaparais bajo la vigilancia de mi Puma. Eres una ratoncita fascinante. Pero ya le he cortado las uñas al Puma. No volverá a cometer ese error.

Jenna asintió con la cabeza.

Haz que continúe hablando, se dijo.

—Pero ¿cómo supiste que habíamos salido?

—Oh, niña, yo lo sé todo. Este castillo está minado de pasajes y de trampas. No puedes ir de un nivel a otro sin que yo lo sepa.

—¿Entonces no podríamos haber salido sin que tú lo permitieras?

—Ni en cien años —contestó Kalas—. Ni en cien años.

A juzgar por el sol que la entibiaba, se hallaba de espaldas a la única ventana de la torre. Como último recurso siempre podía saltar, pero, después de haber escalado hasta allí la noche anterior, sabía que, hasta llegar al muro, sufriría una caída larga y fatal. Eso dejaría a Alna a merced de Kalas; y al resto, sin su Anna.

Tampoco recibiría ninguna ayuda de Skada. El sol aún se hallaba alto en el cielo, por lo que Kalas no tenía encendida ninguna antorcha. Ella misma había enviado a Carum abajo, y ya no podría estirar más la conversación.

—¡Atrapadla! —ordenó Kalas a sus guardias sin cambiar el tono de voz.

Los hombres avanzaron hacia ella, pero Jenna se movió rápidamente y se colocó al otro lado de la cama. Cuando tres de ellos fueron en su busca, saltó sobre Alna y los rechazó con veloces movimientos de su espada. Luego, con la misma rapidez, cortó el dosel de la cama y los pesados cortinajes de brocado cayeron sobre los hombres.

Mientras ellos luchaban para liberarse, sus compañeros fueron en su ayuda, proporcionándole a Jenna sólo un momento. No necesitó más. Su espada se clavó en el pecho de uno de los guardias y ensartó el brazo de otro que se encontraba debajo.

Jenna saltó sobre la cama y se sujetó a la barra que había sostenido el dosel, se balanceó una vez y saltó hacia la puerta.

—¡A por ella! —gritó Kalas.

Pero antes de que los guardias pudieran liberarse de las cortinas, Carum y dos mujeres de M’dorah entraron como una tromba con las espadas en la mano. Tras ellos venía otra mujer que, además de la espada, portaba una antorcha que arrojó sobre la cama.

Las sábanas se encendieron de inmediato y, con un movimiento más rápido que el que Jenna hubiese esperado de ella, Alna rodó de la cama y pasó por encima de los guardias para agazaparse contra la pared opuesta.

Jenna rodeó la cama y se colocó entre Kalas y las llamas. Ella estaba desarmada, mientras que él aún tenía un espadín en una mano; la otra descansaba sobre un tapiz detrás del sillón.

—¡Mi espada, Jenna! —gritó Carum, listo para arrojársela.

Ella sacudió la cabeza con una sonrisa. No había nada dulce en aquella sonrisa.

—No necesito espada, mi rey. —Jenna acentuó las dos últimas palabras para estar segura de que Kalas había comprendido, y luego agregó—: ¿Recuerdas a esa tribu del este de la que me hablaste hace tanto tiempo?

Con un rápido movimiento, Kalas corrió el tapiz que cubría una abertura en la pared, pero Jenna tomó su trenza blanca y la estiró entre las manos, como una soga. A su espalda, la cama encendida proyectaba sus enloquecidas sombras contra la pared. Una de esas sombras, enmarcada en la abertura detrás de Kalas, tenía la forma de una mujer que tensaba entre sus manos una trenza negra.

Jenna alzó los brazos y se inclinó hacia delante. Kalas esbozó una sonrisa triunfante hasta que, de pronto, sintió la trenza negra alrededor de su cuello. Dejó caer el espadín y trató de soltarse, pero Skada y Jenna lo estrangulaban con sus trenzas a un mismo tiempo.

El rostro de Kalas adoptó un extraño color oscuro. Al final, dejó caer las manos a los costados y sus pies golpearon por última vez sobre el suelo de madera.

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