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Authors: Jane Yolen

Blanca Jenna (29 page)

Debido a su tamaño, el Puma no era tan fuerte como el Oso, pero era un excelente espadachín, rápido y astuto. En dos ocasiones su espada le abrió una pequeña herida; una en la mejilla y otra en el brazo izquierdo. Pero contaba demasiado con su capacidad para ver en la oscuridad, considerándolo una ventaja. Lo que no sabía era que Jenna, lo mismo que todas las guerreras de las Congregaciones, habían aprendido esgrima y el juego de las varillas tanto en habitaciones iluminadas como oscuras. Aunque no podía ver tan bien como él, había aprendido a confiar en sus oídos al igual que en sus ojos. Podía distinguir el movimiento de una estocada por el sonido producido en el aire; podía oír cada momento de incertidumbre por la respiración. Jenna pudo oler el miedo del Puma, el cambio producido en el olor de su sudor al comprender que no dominaba por completo la situación.

Jenna calmó su propia respiración para conseguir la fuerza y la firmeza necesarias, y con un último giro de muñeca logró arrancarle la espada de la mano.

—¡Luz! —gritó Jenna.

Carum recogió la antorcha y la levantó por encima de su cabeza. Al dejar la piedra fría, la llama volvió a cobrar vida.

El Puma se hallaba con ambas manos extendidas, casi como si se rindiese con humor, pero no engañaba a nadie con su actitud. La espada de Jenna continuaba sobre su vientre. Detrás de él, Skada apuntaba a su espalda.

—Si te mueves —le susurró Skada—, te ensartaré como un cordero en el asador. Y te haré girar muy, muy lentamente.

Él se encogió de hombros pero con exagerada cautela.

—Tienes razón en el hecho de que Jenna y yo somos hermanas —continuó Skada—. Y en que no somos del todo iguales. Yo aún no tengo tu sangre en mi espada, aunque es ella quien ha jurado darte muerte.

Jenna se volvió hacia Carum.

—Mantén la antorcha en alto, mi rey. Y encabeza nuestra partida. Skada y yo iremos al final.

Dejaron al Puma y a sus dos hombres encerrados en el calabozo, sin ninguna luz en absoluto, y comenzaron a subir la escalera. Carum sostenía la antorcha con la mano izquierda y, en la derecha, llevaba la espada de uno de los guardias. Tras él, venían sus hombres. Detrás de todos, avanzaba Jenna, cuyas heridas ya comenzaban a cerrarse, pero todavía ardían. Y, cuando la luz era la apropiada, Skada la seguía.

A medida que avanzaban iban abriendo las puertas con las llaves que habían tomado del cinturón del Puma. Carum saludó a cada uno de los prisioneros, tanto a aquellos que habían cabalgado con él como a los que estaban en el Agujero de Kalas por otros delitos.

En total, abrieron ocho calabozos y reunieron casi a un centenar de hombres, casi todos todavía en condiciones de pelear, a pesar de que sus únicas armas eran tres espadas y nueve antorchas. Ni siquiera había una silla o una mesa que pudiesen romper para formar garrotes.

—Mi señor Carum —exclamó una voz débil.

Jenna se esforzó por identificar al que hablaba bajo la trémula luz. Carum lo hizo primero, le entregó la antorcha a otro y extendió su mano hacia el que había hablado. El hombre era tan débil como su voz; tenía las manos demasiado grandes para sus muñecas, y una nariz enorme sobre un rostro huesudo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Carum.

—Conozco bien este castillo, señor. He servido aquí durante toda mi vida; primero como criado, luego como ayudante de cocina y, ahora, como cocinero.

Alguien se rió.

—¿No dicen que hay que medir a un cocinero por su vientre? Éste no es más que huesos.

El hombre sacudió la cabeza.

—He estado en el calabozo cuatro o cinco semanas. Eso adelgaza a cualquiera.

—Tal vez menos —gritó alguien—, si no puede recordarlo.

—Es un espía —chilló otro.

Carum alzó la mano para que guardasen silencio.

—Dejadlo hablar.

—Si no lo recuerdo exactamente —se defendió el cocinero—, es porque el tiempo no tiene ningún sentido aquí. El día es la noche, la noche es el día.

—Eso es cierto —lo apoyó un hombre de barba rubia.

—Al grano —lo apuró Carum.

—Conozco cada pasaje de este castillo, cada pasillo y cada escalera.

Jenna se acercó y posó la mano sobre el brazo del cocinero. Éste tembló ligeramente ante el contacto. Skada lo tomó por el otro brazo. El temblor aumentó.

—Entonces dinos adónde conduce este pasaje.

—Fuera del Agujero, señora.

—Es un espía —repitió una voz.

—Debe decirnos más —opinó otro.

—¿Y a dónde da esa puerta? —insistió Jenna.

Sospechaba que era la clase de hombre que no decía las cosas directamente, sino que había que sonsacárselas.

—A una colgadura, señora.

—¿Qué significa eso? —preguntó alguien.

—Significa una cortina. Una colgadura es una cortina —le explicó Carum.

—¡Es un espía! ¡Matadlo!

Jenna apretó el brazo del cocinero.

—Estos hombres se están impacientando y ni Longbow ni yo podremos controlarlos si no hablas con claridad.

—No, escuchadme —se apresuró a decir el cocinero—. Este pasaje conduce a una puerta abierta en la Gran Sala de Kalas, y se encuentra cubierta por una colgadura.

Los hombres guardaron silencio.

—Así está mejor —Jenna le soltó el brazo.

—Mucho mejor —Skada, desde el otro lado, se mostró de acuerdo.

Pero ahora que había comenzado a hablar, el cocinero parecía no poder detenerse.

—Es una colgadura muy pesada, una de las mejores del castillo. Un tapiz dedicado a Lord Gres. Se encuentra en un festín con sus héroes y todos...

—Arrojan huesos por encima del hombro para los perros de la guerra —le susurró Skada a Jenna.

El cocinero no la oyó y continuó con su voz débil:

—Pero con frecuencia el rey Kalas...

Los hombres comenzaron a murmurar otra vez, con un sonido furioso como el de las abejas. Carum los silenció con un movimiento de la mano.

—Quiero decir Lord Kalas. Cuando cena hace correr las colgaduras para escuchar los gritos que provienen del Agujero. Dice que es el condimento de su comida.

Carum apretó los labios pero se limitó a asentir en silencio.

—Últimamente Lord Kalas se encontraba de viaje, pero regresó precipitadamente hace unos días. Después de recibir el mensaje de uno de sus jefes.

—¡El Oso! —exclamó un hombre, que se volvió para mirar a Jenna.

—No, ¿cómo podría saber él todo eso? —preguntó otro.

—Me lo dijeron los guardias —respondió el cocinero rápidamente—. Para jactarse de ello. Mi sufrimiento es su placer, y mi único alimento son sus rumores.

—No me gusta, señor. Es demasiado simple —le advirtió uno de los hombres a Carum.

Varios más estuvieron de acuerdo.

—Pero tiene sentido —murmuró Jenna.

—¿Quién custodia ese tapiz? —interrogó Carum con dureza—. ¿Cuántos son?

—Es una puerta abierta, señor. Kalas se jacta de que nadie escapa entero del Agujero. Algunas veces enseña esa puerta a las mujeres, sólo para atemorizarlas un poco.

—¿Qué mujeres? —preguntó Jenna casi sin respirar.

—Las que logra capturar. Las que obliga a compartir su cama. Apenas unas jovencitas algunas de ellas, no más que niñas.

Jenna se estremeció al pensar en Alna y en Selinda, en la Mai de Jareth, en las niñas de la Congregación Nill.

—¿Quieres decir que no hay nadie custodiándola?

—Quiero decir que se abre directamente al Gran Salón, siempre lleno de soldados; en especial, cuando Kalas se encuentra en la casa.

Los hombres murmuraron sus opiniones y se embarcaron en una discusión.

—Entonces no sirve.

—Estamos perdidos.

—Mejor morir de una vez que hacerlo lentamente allí abajo.

—Esperad. —Era Skada. Ahora que las antorchas estaban juntas, había recuperado su forma completa—. Escuchad. Hay algo que no sabéis.

Jenna asintió con la cabeza.

—Cien mujeres armadas han estado trepando los muros y deben de haber llegado ya arriba.

—Y cincuenta hombres armados están peleando en la puerta.

El cocinero se rió con amargura.

—Hay tres rastrillos entre la reja y el castillo. No lograrán entrar.

—Entren o no —los alentó Skada—, eso hará que se mantengan distraídos.

—Son los ratones —le gritó Jenna a Carum.

—¡Y nosotros ya tenemos al gato! —replicó él.

—Escuchad, tenemos pocas armas pero contamos con las antorchas —los instigó Skada.

—¿Te propones hacerlo salir incendiando el lugar? —preguntó alguien.

—Confiad en mí —siguió Skada—. Prended fuego a todo lo que podáis. Si es día y las mujeres han logrado entrar, pelearán mejor cerca del fuego.

—Mejor una mujer caliente que una cena fría —dijo alguien.

Se rieron y siguieron subiendo, pero guardaron silencio en el siguiente recodo ya que la salida se encontraba muy cerca.

Jenna y Skada les hicieron una seña para que continuasen y, considerando la cantidad de hombres que había, subieron los últimos peldaños en medio de un sorprendente silencio.

Carum, Jenna y otro hombre iban delante por ser los únicos que tenían espadas. Con su arma de sombra, Skada los seguía de cerca.

Cuando llegaron al último peldaño, Carum apartó lentamente la pesada cortina con su espada y buscó una salida. Finalmente, Jenna se arrodilló y trató de levantar el tapiz. Era una tela muy pesada y estaba cargada con más peso en la parte inferior. Jenna hizo un movimiento de cabeza para que viniesen en su ayuda. Dos de los hombres desarmados se acercaron para alzar la cortina, y Jenna pasó por debajo junto con Skada.

Al otro lado del tapiz era pleno día y Jenna parpadeó frenéticamente, tratando de que sus ojos se acostumbrasen a la luz repentina. Se volvió para hablar con Skada pero ésta había desaparecido. Sintió una terrible soledad, como si hubiese sido abandonada, aunque sabía que no era más que un truco del sol. Skada regresaría por la noche; si aún estaban con vida para entonces. De pronto Jenna notó que, para tratarse de la sala central del castillo, el lugar se hallaba demasiado tranquilo. Miró a su alrededor lentamente, pero no había nadie.

—Vacío —susurró por fin contra el tapiz.

La cortina fue alzada y el resto de los prisioneros traspusieron la puerta y parpadearon mientras miraban confundidos a su alrededor. Si habían esperado algo, no era esto. El Gran Salón estaba completamente desierto.

—No comprendo... —comenzó Carum.

—Yo sí —dijo Jenna—. ¡Escuchad!

Y entonces todos oyeron los gritos que provenían del exterior, donde se estaba llevando a cabo una batalla.

—Debemos ayudarlos —gritó alguien.

—Primero incendiemos esta sala —ordenó Jenna—. Tú, el tapiz... y tú, las cortinas de la otra pared.

—Y romped esas sillas. Por fin tendremos garrotes con los que luchar —gritó Carum.

Los tapices ardieron lentamente al principio, negándose a prender del todo, hasta que, de repente, una sección comenzó a arder y en cuestión de minutos Gres y sus héroes eran consumidos por el fuego. Los hombres se armaron con las patas de las sillas y de las mesas, y algunos tomaron cojines de los sillones para utilizarlos como escudos. Apilaron el resto de los muebles en el medio del salón y los incendiaron. Cuando las llamas estuvieron bien altas, Skada apareció por unos momentos junto a Jenna.

—Te seguiré siempre que pueda —le dijo.

—Lo sé —susurró Jenna y saludó en el aire con la mano mientras seguía a Carum y a los hombres hacia un ancho pasillo.

Avanzaron rápidamente por el pasillo, siguiendo las indicaciones del cocinero, y se encontraron con dos guardias que les hicieron frente, pero Carum y tres hombres más los desarmaron y los ataron sin mayores problemas. Dos de los hombres se llevaron las espadas de los guardias, así como una daga que encontraron en la bota de uno de ellos.

—Yo me llevaré eso —dijo el cocinero señalando el cuchillo—. Y al próximo lo cortaré en pedacitos. —Emitió una risita.

—Tú llévanos afuera —le gritó Carum—, y podrás despedazar a quien quieras.

El cocinero los condujo hasta una amplia escalera de piedra flanqueada por dos magníficas barandas lustradas. Al pie de la escalera, los aguardaban unos veinte guardias del castillo, armados con espadas y escudos.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Jenna—. No tenemos más que cinco espadas y un cuchillo.

—Aguardemos a que suban por nosotros —propuso Carum—. Les resultará más difícil mantener el equilibrio en la escalera, aunque daría cualquier cosa por tener un arco en este momento. De todos modos, nosotros somos más y tenemos garrotes.

Como si hubiesen adivinado la estrategia de Carum, los guardias permanecieron abajo sin moverse. Pasaron unos largos minutos.

Finalmente, Jenna se impacientó:

—No podemos seguir aguardando.

—Si bajamos de uno en uno, nos atraparán uno a uno. Y si tratamos de atacarlos con las armas que tenemos, será una carnicería.

—Entonces debemos engañarlos con una fila de falsos ratones.

—Demasiado tarde. Nos han visto y saben cuántas armas tenemos. El tiempo está a su favor —determinó Carum.

—Cocinero —dijo Jenna de pronto—. ¿Qué hay en esas puertas a ambos lados del pasillo? ¿Existe alguna forma de escapar por allí?

—Son armarios, señora. Se guardan platos y sábanas y...

—¡Ah! —Jenna se volvió hacia Carum—. ¡Tendremos nuestros ratones! Tú... —Tocó a uno de los hombres en el brazo—. Llévate mi espada. Y tú... toma la de Carum. —Al ver que vacilaban, le entregó su espada a uno de ellos y tomó la de Carum y se la dio al otro—. Y vosotros tres... —Señaló a algunos de los hombres que parecían más débiles—. Venid con nosotros.

Carum escogió a un hombre delgado y de barba rubia para que estuviese al mando en su ausencia y luego corrió para alcanzar a Jenna.

—¿Adónde vamos?

—A fabricar nuestros ratones.

Jenna abrió la primera puerta de un puntapié y vació los estantes de tejidos de lana y lino, de estandartes y toallas.

—Llevaos todo —les ordenó.

El segundo armario guardaba copas, bandejas y, lo mejor de todo, cuchillos de trinchar.

Un tercer armario no quiso abrirse a pesar de los frenéticos puntapiés. Lo dejaron y volvieron rápidamente a la escalera con sus tesoros. Los guardias esperaban todavía abajo con la calma estudiada de los animales de presa, pero los hombres en lo alto de la escalera no habían sido tan pacientes. Algunos habían bajado varios peldaños. Uno había tratado ya de pasar y su cuerpo ensangrentado daba testimonio de lo inútil de su actitud

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