Breve historia de la Argentina (14 page)

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Authors: José Luis Romero

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Cuando comenzaron a discutirse las candidaturas para la elección presidencial de 1892, el Partido Autonomista Nacional se vio enfrentado por la Unión Cívica: fue la primera prueba a que se sometieron los dos conglomerados y quedó a la vista la inconsistencia de ambos. La Unión Cívica se dividió, constituyéndose la Unión Cívica Nacional bajo la inspiración de Mitre y la Unión Cívica Radical bajo la dirección de Alem. El Partido Autonomista Nacional, por su parte, acusó la presencia de un movimiento disidente encabezado por Carlos Pellegrini y Roque Sáenz Peña, deseosos de evitar la influencia de Roca. Pero éste controlaba firmemente los mecanismos electorales y, tras un acuerdo con Mitre, pudo imponer el nombre de Luis Sáenz Peña para la candidatura presidencial. El éxito acompañó al candidato en la elección, pero no en el ejercicio del gobierno. Sujeto a la influencia de los dos políticos más influyentes del momento, Mitre y Roca, contemporizó con ambos sin lograr definir su propia política. La Unión Cívica Radical volvió a intentar un movimiento revolucionario en 1893 que, aunque fracasó, probó la fuerza del partido en la provincia de Buenos Aires y el prestigio de Hipólito Yrigoyen sobrino de Alem. Cuando se sobrepuso a esas dificultades, el presidente procuró continuar la obra de sus antecesores, con cuyas ideas coincidía. Los trabajos del puerto de Buenos Aires progresaban rápidamente y se concluyeron por entonces los del puerto de Rosario; la inmigración fue estimulada otra vez tras la retracción que había originado la crisis de 1890, y el comercio exterior se intensificó gracias al incesante crecimiento de la producción agropecuaria. Pero los embates políticos de sus dos mentores no le dieron tregua y Luis Sáenz Peña se vio obligado a renunciar a principios de 1895.

El grave problema de límites que la Argentina tenía con Chile alcanzó entonces su mayor gravedad, y el vicepresidente José Evaristo Uriburu, que se hizo cargo del poder, tuvo que afrontar la responsabilidad de preparar al país para la guerra. Sólo a fuerza de prudencia pudo evitarse ese peligro y se convino en la elección de un árbitro para dirimir la disputa. Pero, ante la posibilidad de un conflicto militar la personalidad de Roca cobró vuelo otra vez y pareció el candidato forzoso para la próxima presidencia. El Partido Autonomista Nacional se alistó para la lucha con todos sus recursos; en cambio, la Unión Cívica Radical se vio disminuida cuando, en julio de 1895, se suicidó su indiscutido jefe, Leandro N. Alem, pocos meses después de que se constituyera, bajo la inspiración de Juan B. Justo, el Partido Socialista. Nada pudo impedir que en las elecciones de 1898 se repitiera el cuadro tradicional de los comicios fraudulentos, y Roca fue elegido por segunda vez presidente de la República.

Los seis años de su segundo gobierno se diferenciaron de los del primero. La identificación entre el presidente y el jefe de partido no se manifestó como antes, y acaso las graves preocupaciones internacionales contribuyeron a apartarlo de la política menuda. El problema de límites con Chile fue finalmente resuelto por el fallo del rey de Inglaterra, árbitro elegido, y la amenaza de guerra quedó descartada en 1902. Con todo, las necesidades de la defensa nacional habían movido al coronel Pablo Ricchieri, ministro de guerra, a gestionar la sanción de una ley de conscripción militar anual y obligatoria que votó el congreso en 1901. Nuevas leyes financieras e impositivas robustecieron la moneda, en un momento en que volvía a desarrollarse intensamente la producción agropecuaria, se multiplicaban las obras públicas —ferrocarriles, puertos, canales de riego, balizamiento de costas, obras sanitarias— y se ordenaba la administración pública. Las clases acomodadas veían cumplirse un programa de gobierno progresista; en cambio, las clases trabajadoras acusaban una inquietud cada vez mayor por la disminución de los salarios y sobre todo por la creciente desocupación. En 1902 el problema hizo crisis y estalló una huelga general que paralizó a la ciudad de Buenos Aires. La respuesta del gobierno fue la sanción de la «ley de residencia» que lo autorizaba a deportar a los extranjeros que «perturbaran el orden público». El movimiento obrero era, sin duda, obra de extranjeros en su mayoría, y la medida provocó reacciones violentas que la policía y el ejército sofocaron implacablemente. Pero el gobierno no pudo impedir, sin embargo, que gracias a una modificación del sistema electoral, llegara al parlamento en marzo de 1904 como diputado, Alfredo L. Palacios, candidato del Partido Socialista.

El problema de la sucesión presidencial acentuó, por entonces, las diferencias entre Pellegrini y Roca, que implicaban una división en el seno del Partido Autonomista Nacional. Pellegrini criticaba enérgicamente el fraude electoral y la tendencia oligárquica del Partido, y estaba vinculado a Roque Sáenz Peña, que compartía sus puntos de vista y mantenía trato con Hipólito Yrigoyen. Pero Roca seguía moviendo los hilos de su partido, manejados en la provincia de Buenos Aires por Marcelino Ugarte, y volcó su influencia a favor de la candidatura de Manuel Quintana, que obtuvo el triunfo en comicios viciados, una vez más, por el fraude. La Unión Cívica Radical, que ahora obedecía a Yrigoyen, afirmó entonces el principio de la abstención revolucionaria y no concurrió a las elecciones.

Para entonces, la fuerza del radicalismo había crecido mucho. Reunía a algunos sectores rurales hastiados de la omnipotencia de los grandes latifundistas, a los irreductibles enemigos de Roca que conservaban la tradición del rosismo y del autonomismo de Alsina y de Alem, y comenzaba a acoger en su seno a un vasto sector de inmigrantes e hijos de inmigrantes que empezaban a integrarse en la sociedad y a interesarse por la política. Esta circunstancia le daba fuerza en las ciudades, y el proceso continuo de transformación social del país aseguraba que su poder iría en aumento. No mucho después de iniciarse la presidencia de Quintana, el 4 de febrero de 1905, Yrigoyen desencadenó un movimiento revolucionario que contó con apoyo militar y tuvo mucha repercusión en varias provincias. Pero el gobierno logró sofocarlo y aprovechó la ocasión para extremar la persecución sistemática del movimiento obrero.

Crecía éste considerablemente en ciudades como Buenos Aires y Rosario, a medida que aumentaba la actividad industrial y se desarrollaba el sentimiento de clase entre los trabajadores. Las huelgas se sucedieron ininterrumpidamente y el presidente Quintana las enfrentó con sostenida energía, estableciendo repetidas veces el estado de sitio. Pero, pese a todo, la organización obrera se perfeccionaba y la tensión social crecía. Sólo la violenta hostilidad que se había suscitado entre socialistas y anarquistas constituyó un obstáculo para la acción conjunta. Pero en el Congreso, la acción tesonera de Palacios logró arrancar a los conservadores algunas leyes sociales, como la del descanso dominical obligatorio, que suponía una nueva actitud del Estado frente a los trabajadores.

En el seno del gabinete compartía esa actitud Joaquín V. González, que había elaborado un proyecto de ley nacional del trabajo; era un poeta sensible que, en
Mis montañas
, había traducido líricamente el paisaje de La Rioja nativa; y era un espíritu progresista que procuró hacer de la Universidad de La Plata, fundada por él, un centro moderno de educación superior. Pero no era González quien representaba mejor el espíritu de la oligarquía, sino, más bien, Marcelino Ugarte, gobernador de la provincia de Buenos Aires, que ejercía fuerte influencia sobre el presidente y se había erigido en director de la gran organización electoral que debía perpetuar fraudulentamente en el poder a su partido.

La muerte de Quintana y su reemplazo por José Figueroa Alcorta concluyó con la influencia de las figuras tradicionales del Partido Autonomista Nacional. La defensa de los intereses conservadores se hacía cada vez más difícil, ante la irreductible oposición del radicalismo y la violencia del movimiento obrero, que se manifestó en las huelgas de 1909 y 1910. El gobierno sancionó la ley de defensa social, que puso en sus manos al movimiento sindical. Ese año festejó la República el centenario de la independencia, y la ocasión favoreció el delineamiento de una actitud nacionalista en la oligarquía, que acentuó las tensiones sociales. Poco antes, en diciembre de 1907, había aparecido petróleo en un pozo de Comodoro Rivadavia, cuya explotación comenzó de inmediato. El país comenzaba a buscar un nuevo camino para su economía, poco antes de que Roque Sáenz Peña, presidente desde octubre de 1910, buscara un nuevo camino para su política.

Roque Sáenz Peña representaba el sector más progresista de la vieja oligarquía. Sólo ejerció el poder hasta 1914; pero en ese plazo logró que se aprobara la ley electoral que establecía el sufragio secreto y obligatorio sobre la base de los padrones militares. Fue el fruto de sus conversaciones con Hipólito Yrigoyen y de su propia prudencia de auténtico conservador. En las elecciones de Santa Fe de 1912 la nueva ley se puso en práctica por primera vez y la Unión Cívica Radical resultó triunfante. Poco después estalló la primera guerra europea y la Argentina adoptó una neutralidad benévola para con los aliados. Se anunciaba una era de prosperidad para los productores agropecuarios. Cuando en 1916 Victorino de la Plaza llamó a elecciones presidenciales bajo el imperio de la ley Sáenz Peña, el jefe del radicalismo, Hipólito Yrigoyen, resultó triunfante.

La derrota de los conservadores cerró una época que había inaugurado ese grupo de hombres que se aúna en lo que se llama la generación del 80. Eran espíritus cultivados que con frecuencia alternaban la política con la actividad de la inteligencia. Nutridos en las corrientes positivistas y cientificistas que en su tiempo predominaban en Europa, aspiraron a poner al país en el camino del desarrollo europeo. Trataron de que Buenos Aires se pareciera a París y procuraron que en sus salones brillara la elegancia francesa. Fundaron escuelas y estimularon los estudios universitarios porque tenían una fe indestructible en el progreso y en la ciencia. Tenían también una acentuada afición a la literatura. Eduardo Wilde, Miguel Cané, Eugenio Cambaceres, Lucio Vicente López, Julián Martel, entre otros, escribieron a la manera europea, pero reflejaron la situación de la sociedad argentina de su tiempo y especialmente de la clase a la que ellos pertenecían, elegante, refinada y un poco cínica. Sus hijos perdieron grandeza. Porque unos y otros se empeñaron en defender sus intereses de pequeño grupo privilegiado, se ha podido decir de ellos que constituyeron una oligarquía; y por las ideas que los movían se los ha calificado de liberales. Su mayor error fue ignorar el país que nacía de las transformaciones que ellos mismos promovían, en el que nuevos grupos sociales cobraban una fisonomía distinta a la de los sectores tradicionales del país. A principios de siglo, las clases medias y las clases trabajadoras poseían una existencia tan visible que sólo la ceguera de los que querían perderse podía impedir que se las descubriera. Cuando las clases medias advirtieron su fuerza, lograron el poder político e iniciaron una nueva etapa en la vida argentina.

Capítulo XI
L
A
R
EPÚBLICA RADICAL (1916-1930)

Los sectores sociales que llegaron al poder con el triunfo del radicalismo acusaron una fisonomía muy distinta de la que caracterizaba a la generación del 80. Salvo excepciones, los componían hombres modestos, de tronco criollo algunos y de origen inmigrante otros. El radicalismo, que en sus comienzos expresaba las aspiraciones de los sectores populares criollos apartados de la vida pública por la oligarquía, había luego acogido también a los hijos de inmigrantes que aspiraban a integrarse en la sociedad, abandonando la posición marginal de sus padres. Así adquiría trascendencia política el fenómeno social del ascenso económico de las familias de origen inmigrante que habían educado a sus hijos. Las profesiones liberales, el comercio y la producción fueron instrumentos eficaces de ascenso social, y entre los que ascendieron se reclutaron los nuevos dirigentes políticos del radicalismo. Acaso privaba aún en muchos de ellos el anhelo de seguir conquistando prestigio social a través del acceso a los cargos públicos, y quizá esa preocupación era más vigorosa que la de servir a los intereses colectivos. Y, sin duda, el anhelo de integrarse en la sociedad los inhibió para provocar cierto cambio en la estructura económica del país que hubiera sido la única garantía para la perpetuación de la democracia formal conquistada con la ley Sáenz Peña.

Por lo demás, la inmigración, detenida por la primera guerra europea, recomenzó poco después de lograda la paz, y, por cierto, alcanzó entre 1921 y 1930 uno de los más altos niveles, puesto que arrojó un saldo de 878.000 inmigrantes definitivamente radicados.

Gracias a una política colonizadora un poco más abierta que impusieron los gobiernos radicales, logró transformarse en propietario de la tierra un número de arrendatarios proporcionalmente más alto que en los años anteriores. Pero la población rural siguió decreciendo, y del 42% que alcanzaba en 1914 bajó al 32% en 1930. Su composición era muy diversa. La formaban los chacareros —arrendatarios en su mayoría— en las provincias cerealeras, los peones de las grandes estancias en las áreas ganaderas, los obreros semi-industriales en las regiones donde se explotaba la caña, la madera, la yerba, el algodón o la vid, todos estos sometidos a bajísimos niveles de vida y con escasas posibilidades de ascenso económico y social. En cambio, en las ciudades —cuya población ascendió del 58 al 68% sobre el total entre 1914 y 1930— las perspectivas económicas y las posibilidades de educación de los hijos facilitó a muchos descendientes de inmigrantes un rápido ascenso que los introdujo en una clase media muy móvil, muy diferenciada económicamente, pero con tendencia a uniformar la condición social de sus miembros con prescindencia de su origen.

Heterogénea en la región del litoral, la población lo comenzó a ser también en otras regiones del interior donde se habían instalado diversas colectividades como la sirio-libanesa, la galesa, la judía y otras. Nuevos cultivos o nuevas formas de industrialización de los productos naturales atrajeron a nuevas corrientes inmigratorias que, a su vez constituyeron comunidades marginales cuando ya las primeras olas de inmigrantes habían comenzado a integrarse a través de la segunda generación. Pero las zonas más ricas y productivas siguieron siendo las del litoral, donde disminuía la producción de la oveja y se acentuaba la de los cereales y las vacas. En parte por la creciente preferencia que la industria textil manifestaba por el algodón y en parte por la predilección que revelaba el mercado europeo por la carne vacuna, la producción de ovejas perdió interés y se fue desplazando poco a poco hacia el interior —el oeste de la provincia de Buenos Aires, La Pampa, Río Negro y la Patagonia— al tiempo que decrecía su volumen. Las mejores tierras, en cambio, se dedicaron a la producción de un ganado vacuno mestizado en el que prevaleció el Shorthorn, que daba gran rendimiento y satisfacía las exigencias del mercado inglés, y a la producción de cereales, cuya exportación alcanzó altísimo nivel.

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