Breve historia de la Argentina (17 page)

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Authors: José Luis Romero

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Todas estas circunstancias revelaban un cambio profundo en la estructura del país, que si bien estaba vinculado a la situación mundial creada por la crisis de 1929, reconocía como causa inmediata la deliberada acción de los gobiernos conservadores. De ese carácter fue el de Justo iniciado el 20 de febrero de 1932 en una ceremonia en la que Uriburu, al entregar las insignias de mando, había depositado en manos del nuevo mandatario un proyecto de reforma constitucional que sintetizaba sus viejos sueños corporativistas. Pero Justo lo desdeñó y procuró orientar su gobierno dentro de las formas constitucionales, pese a los vicios electorales de su origen y a la decisión de seguir manteniendo el fraude para sostener el frente político en que se apoyaba.

Excluidos de la lucha comicial, los radicales apelaron varias veces a la insurrección, sin lograr éxito. También conspiraron largamente contra el gobierno los grupos nacionalistas, que contaban con núcleos civiles disciplinados y con algunas simpatías en el ejército; pero el gobierno sofocó todos los conatos revolucionarios y, aunque no vaciló en perseguir a los opositores, supo mantener la apariencia de un orden legal montado sobre una correcta administración.

Al margen de la actividad insurreccional de ciertos grupos, el radicalismo se organizó bajo la dirección de Alvear dentro de una línea muy moderada que no tenía otro programa que la reconquista del poder a través de elecciones libres. Pero la situación económico-social del país suscitaba cada día nuevos y más difíciles problemas. Frente a las soluciones de fondo que proponía el socialismo, comenzaron a delinearse las que proponía el grupo F.O.R.J.A, constituido por jóvenes radicales de ideología progresista y nacionalista a un tiempo. Antibritánico por sobre todo, el grupo F.O.R.J.A analizó las influencias del capital inglés en la formación y el desarrollo de la economía argentina, recogiendo los sentimientos antimperialistas que se ocultaban en el vago pensamiento de Yrigoyen. Pero, a medida que fue desenvolviéndose, se advirtió que se diferenciaban en su seno los que querían mantener los principios democráticos del radicalismo tradicional y los que empezaban a preferir soluciones antiliberales vinculadas de alguna manera con las ideologías nazi-fascistas que por entonces alcanzaban su apogeo en algunos países de Europa. Si aquéllos se mantuvieron fieles al radicalismo, estos últimos se manifestaron dispuestos a secundar cualquier aventura política de tipo autoritario.

El estallido de la guerra civil española en 1936 provocó en el país una polarización de las opiniones, y el apoyo a la causa republicana constituyó una intencionada expansión para quienes deseaban expresar su repudio al gobierno. Acaso ese clima, acentuado por el creciente horror que provocaba el régimen de Hitler en Alemania, robusteció la certidumbre de que era necesario hallar un camino para restaurar la legalidad democrática en el país.

No fue suficiente, sin embargo, para decidir a los sectores conservadores a cambiar sus métodos al aproximarse la elección presidencial de 1938. Bajo la influencia de Alvear, el radicalismo —que estaba sacudido por un oscuro problema de concesiones eléctricas en el que habían intervenido sus concejales— levantó la abstención electoral en que se había mantenido desde que sus candidatos fueran vetados en 1931, y el propio Alvear fue elegido candidato a presidente. Los sectores conservadores consintieron en apoyar la candidatura de Roberto M. Ortiz, un político de extracción radical, pero con la condición de que lo acompañara en la fórmula un conservador tan probado como Ramón S. Castillo. Cuando llegaron las elecciones, el gobierno hizo el más audaz alarde de impudicia, alterando sin disimulos el resultado de los comicios. Ortiz fue consagrado presidente, pero la democracia sufrió un rudo golpe y el engaño contribuyó a acentuar el escepticismo de las masas populares, especialmente de las que, agrupadas en los grandes centros urbanos comenzaban a adquirir conciencia política.

Una vez en el poder, Ortiz manifestó cierta tendencia a buscar una salida para la turbia situación política del país. La misma magnitud del fraude había demostrado la persistencia del sentimiento democrático, demostrado no sólo en el apoyo al radicalismo, sino también en la simpatía por la causa de la República Española y luego en el repudio a las agresiones nazis que condujeron a la guerra mundial en septiembre de 1939. Desencadenado el conflicto, un sector del ejército se inclinó hacia el Eje; pero los sectores liberales apoyaron a Ortiz, que decretó la neutralidad. Con ese mismo respaldo, el presidente decidió dar los primeros pasos hacia la normalización institucional del país. En un acto de innegable energía, decretó la intervención de la provincia de Buenos Aires, cuyo gobernador, Manuel A. Fresco, era no sólo desembozadamente adicto a las doctrinas fascistas, sino también el más vehemente defensor del fraude electoral. A partir de entonces las posiciones se polarizaron y los sectores pro-nazis emprendieron una enérgica ofensiva que contó con la propaganda de los periódicos subvencionados por la embajada alemana. Una circunstancia fortuita les dio el triunfo: afectado por una ceguera incurable, Ortiz debió renunciar en junio de 1940 y ocupó la presidencia Castillo, conservador definido y que apenas disimulaba su simpatía por Alemania.

El gobierno de Castillo duró tres años y desde el primer momento se advirtió que retornaba a la tradición del fraude. Si en ello no innovaba, se atrevió a acentuar aún más las tendencias reaccionarias de sus predecesores. Los grupos pro-nazis lo rodearon y tiñeron su administración con sombríos colores. Y los sectores militares favorables al Eje trataron de forzar la política nacional para orientarla en el sentido que ellos preferían.

Pero el curso de la guerra mundial obligó a revisar las posiciones. Fuertes movimientos, como el que se denominó Acción Argentina, se organizaron para defender la causa de las potencias democráticas. Y en el seno de los grupos allegados al gobierno comenzaron a dividirse las opiniones entre los que buscaban, para las elecciones que debían realizarse en 1944, un candidato que respondiese a los intereses de los Estados Unidos y los que buscaban uno que no precipitara esa definición.

Castillo se inclinó hacia los primeros y apoyó la candidatura de Robustiano Patrón Costas, en quien se creía ver cierta tendencia a unir el destino del país a los Estados Unidos, acaso por sus intereses industriales que no lo aproximaban a Gran Bretaña, como ocurría con los ganaderos de la provincia de Buenos Aires. Esa preferencia pareció peligrosa a los sectores pro-nazis del ejército, agrupados en una logia secreta conocida con el nombre de GOU. La posibilidad de un vuelco hacia la causa de los aliados podía poner en descubierto su actividad, contraria a la neutralidad formalmente mantenida por el gobierno, y el 4 de junio de 1943, ante la mirada estupefacta de la población de Buenos Aires, que no sospechaba la inminencia de un golpe militar, sacaron a la calle las tropas de las guarniciones vecinas a la Capital y depusieron sin lucha al presidente de la República, cuyo ministro de guerra encabezaba la insurrección. Así terminó la república conservadora suprimida por una revolución pretoriana análoga a la que le había dado nacimiento, en el momento en que, en Europa, la suerte de las armas comenzaba a girar hacia las democracias. Pero la revolución de junio no giraba hacia la democracia, sino que aspiraba a iniciar en el país una era de sentido análogo al de la que en Europa terminaba ante la execración universal.

Capítulo XIII
L
A
R
EPÚBLICA DE MASAS (1943-1955)

La revolución del 4 de junio llevó al poder, a los dos días de su triunfo, al general Pedro P. Ramírez, ministro de Guerra del gobierno derrocado. Los coroneles del GOU se distribuyeron los principales cargos y desde ellos comenzaron a actuar con tal desarmonía que fue difícil establecer el sentido general de su orientación política. Lo importante era, en el fondo, salvar la situación creada por los compromisos de ciertos grupos con los países del Eje; pero mientras se resolvía este problema, se procuró intentar una política popular congelando alquileres o destituyendo magistrados y funcionarios acusados de inconducta. Para resolver la cuestión de fondo, el ministro de Relaciones Exteriores aventuró una gestión ante el gobierno de los Estados Unidos que concluyó en una lamentable humillación; y finalmente, no quedó otra salida que resolver la declaración de guerra a Alemania y al Japón en enero de 1944. El estado de guerra justificó la represión del movimiento opositor y sirvió para que el gobierno se incautara de los bienes que consideró «propiedad enemiga».

Pero mientras los coroneles ultimaban este episodio, uno de ellos, Juan D. Perón, descubría la posibilidad de poner en funcionamiento un plan más sutil. Aun cuando ocupaba la Subsecretaría de Guerra, logró que se le designara presidente del Departamento Nacional del Trabajo, y sobre esa base organizó enseguida la Secretaría de Trabajo y Previsión con jerarquía ministerial. Con la experiencia adquirida en Italia durante la época fascista y con el consejo de algún asesor formado en el sindicalismo español, Perón comenzó a buscar el apoyo de algunos dirigentes obreros y logró, no siempre limpiamente, atraerse ciertos sectores sindicales. Desde entonces, el gobierno comenzó a contar con un pequeño respaldo popular que fue creciendo a medida que progresaba el plan del nuevo secretario de Trabajo.

Reemplazado Ramírez por el general Edelmiro J. Farrell en febrero de 1944, la fisonomía del gobierno comenzó a variar sensiblemente bajo la creciente influencia de Perón, que ocupó, además de la Secretaría de Trabajo y Previsión, el Ministerio de Guerra y la vicepresidencia del gobierno provisional. La orientación gubernamental se definió. Por una parte se procuró destruir a los opositores, en parte por la vía de la represión, y en parte por la creación de una atmósfera hostil a los partidos tradicionales a los que, en conjunto, se hacía responsables de la perversión de la democracia que sólo habían promovido los conservadores. Por otra, se trató de poner en funcionamiento un plan de acción para consolidar el poder de los grupos dominantes, organizando las fuerzas económicas y sociales del país de tal manera que quedaran al servicio de los designios de hegemonía continental que acariciaba el Estado Mayor del Ejército. Estas ideas fueron expuestas por Perón en un discurso pronunciado en la Universidad de La Plata y transformadas en el fundamento de su futuro programa político.

A medida que crecía la influencia de Perón se advertía que buscaba apoyarse simultáneamente en el ejército y en el movimiento sindical. Esta doble política lo obligaba a una constante vigilancia. Los sectores obreros acogían con satisfacción la inusitada política laboral del gobierno que los favorecía en los conflictos con los patrones, estimulaba el desarrollo de las organizaciones obreras adictas y provocaba el alza de los salarios; pero subsistían en su seno muchas resistencias de quienes conocían la política laboral fascista. En el ejército, por su parte, algunos grupos reconocían la capacidad de conducción de Perón y aprobaban su plan de atraer a los obreros con el ofrecimiento de algunas ventajas para sujetarlos a los ambiciosos planes del Estado Mayor; pero otros no tardaron en descubrir el peligro que entrañaba la organización de poder que Perón construía rápidamente en su beneficio, y opinaron que constituía una amenaza para las instituciones democráticas. Ésta fue también la opinión de los partidos tradicionales y de los vastos sectores de clase media que formaron en la «Marcha de la Constitución y de la Libertad», nutrida concentración con la que se quiso demostrar la impopularidad del gobierno y el repudio a sus planes. La defensa de la democracia formal unía a todos los sectores, desde los conservadores hasta los comunistas. El nombre de los próceres sirvió de bandera, y por sobre todos el de Sarmiento, el civilizador, cuya biografía daba a luz por esos días Ricardo Rojas llamándole
El profeta de la pampa
.

La presión de los sectores conservadores movió a un grupo militar a exigir, el 9 de octubre de 1945, la renuncia de Perón a todos sus cargos y su procesamiento. En el primer instante, la ofensiva tuvo éxito, pero las fuerzas opositoras no lograron luego aprovecharlo y dieron tiempo a que se organizaran los sectores ya definidamente peronistas, los que, con decidido apoyo militar y policial, se dispusieron a organizar un movimiento popular para lograr el retorno de Perón. El 17 de octubre nutridas columnas de sus partidarios emprendieron la marcha sobre el centro de Buenos Aires desde las zonas suburbanas y se concentraron en la plaza de Mayo solicitando la libertad y el regreso de su jefe. Acaso sorprendida por el inesperado apoyo popular que éste había logrado, la oposición no se atrevió a obrar y el gobierno ofreció una suerte de transacción: Perón quedaría en libertad, abandonaría la función pública y afrontaría la lucha electoral en elecciones libres que controlaría el ejército. Una vez en libertad, Perón apareció en el balcón de la Casa de Gobierno y consolidó su triunfo arengando a la muchedumbre en un verdadero alarde de demagogia.

El espectáculo había sido inusitado. Las clases medias de Buenos Aires ignoraban que, en los últimos años y como resultado de las migraciones internas, se había constituido alrededor de la ciudad un conjunto social de caracteres muy diferentes a los del suburbio tradicional. La era del tango y del «compadrito» había pasado. Ahora poblaban los suburbios los nuevos obreros industriales, que provenían de las provincias del interior y que habían cambiado su miseria rural por los mejores jornales que les ofrecía la naciente industria. De 3.430.000 habitantes que tenía en 1936, el Gran Buenos Aires había pasado a 4.724.000 en 1947. Pero, sobre estos totales, mientras en 1936 había solamente un 12% de argentinos inmigrados del interior, este sector de población había pasado a constituir un 29% en 1947. Los partidos políticos ignoraron esta redistribución ecológica; pero Perón la percibió, descubrió la peculiaridad psicológica y social de esos grupos y halló el lenguaje necesario para comunicarse con ellos. El resultado fue un nuevo reagrupamiento político que contrapuso esas nuevas masas a los tradicionales partidos de clase media y de clases populares, que aparecieron confundidos en lo que empezó a llamarse la «oligarquía».

El panorama político del país cambió, pues, desde el 17 de octubre. Hasta ese momento los partidos tradicionales habían estado convencidos de que el movimiento peronista era impopular y que la mayoría seguía aglutinándose alrededor del radicalismo; pero desde entonces comenzaron a convencerse del arraigo que la nueva política obrera había adquirido. La consecuencia fue la formación de la Unión Democrática, frente electoral en el que se unieron conservadores, radicales, demócratas progresistas, socialistas y comunistas para sostener, frente a la de Perón, la candidatura radical de José P. Tamborini.

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