Breve historia de la Argentina (16 page)

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Authors: José Luis Romero

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No faltó, sin embargo, cierta persistencia en las actitudes que lo habían caracterizado frente a los grandes intereses extranjeros. Las palabras que dirigiera al presidente Hoover o el proyecto de ley petrolera lo revelaban. Pero ni en ese terreno ni en el de la política interna supo obrar Yrigoyen con la energía suficiente para evitar que cuajaran algunas amenazas que se cernían sobre el gobierno sobre el país.

La primera era la del ejército que el propio Yrigoyen había politizado, y que desde principios de siglo había caído bajo la influencia prusiana. Predispuesto a la conspiración desde la presidencia de Alvear, se volcó decididamente a ella cuando la ineficacia del gobierno, convenientemente destacada por una activa prensa opositora, comenzó a provocar su descrédito popular. Y el paternalismo de Yrigoyen impidió que el general Dellepiane, su ministro de guerra obrara oportunamente para desalentarlo.

La segunda era la evolución de ciertos grupos conservadores que abandonaban sus convicciones liberales y comenzaban a asimilar los principios del fascismo italiano mezclado con algunas ideas del movimiento monárquico francés. Desde algunos periódicos, como
La Nueva República
y
La Fronda
, esas ideas empezaron a proyectarse hacia los grupos autoritarios del ejército y algunos sectores juveniles del conservadorismo: muy pronto parecerían también atrayentes algunos jefes militares propensos a la subversión.

Pero las más graves eran las amenazas económicas y sociales derivadas de la situación mundial que, finalmente, había hecho crisis en 1929, y que empezaban a hacerse notar en el país. Los grupos ganaderos y la industria frigorífica se sintieron en peligro y comenzaron a buscar un camino que les permitiera sortear las dificultades. Y, simultáneamente los grupos petroleros internacionales creyeron que había llegado el momento de forzar la resistencia del Estado argentino y comenzaron a buscar aliados en las fuerzas que se oponían a Yrigoyen.

En cierto momento, todos los factores adversos al gobierno coincidieron y desencadenaron un levantamiento militar. El general Justo, que había preparado la conspiración, se hizo a un lado cuando advirtió la penetración del ideario fascista entre algunos de los conjurados, y dejó que encabezara el movimiento el general José F. Uriburu, antiguo diputado conservador convertido luego en defensor del corporativismo. El 6 de septiembre de 1930 llegó «la hora de la espada» que había profetizado el poeta Leopoldo Lugones, ahora nacionalista reaccionario pese a su tradición de viejo anarquista. El general Justo se quedó en la retaguardia, en contacto con los políticos conservadores, radicales antipersonalistas y socialistas independientes, tratando de organizar una fuerza política que recogiera la herencia de la revolución. Con los cadetes del Colegio Militar y unas pocas tropas de la Escuela de Comunicaciones, el general Uriburu emprendió la marcha hacia la casa de gobierno y, tras algún tiroteo, entró en ella y exigió la renuncia del vicepresidente, Enrique Martínez, en quien Yrigoyen había delegado el poder pocos días antes.

El triunfo de la revolución cerró el período de la república radical, sin que Yrigoyen pudiera comprender las causas de la versatilidad de su pueblo, que no mucho antes lo había aclamado hasta la histeria y lo abandonaba ahora en manos de sus enemigos de la oligarquía. Su vieja casa de la calle Brasil —que los opositores llamaban «la cueva del peludo»— fue saqueada, con olvido de la indiscutible dignidad personal de un hombre cuya única culpa había sido llegar al poder cuando el país era ya incomprensible para él.

Capítulo XII
L
A
R
EPÚBLICA CONSERVADORA (1930-1943)

No se equivocaban los viejos conservadores y sus herederos seducidos por el fascismo cuando afirmaban que el país se había desnaturalizado. Tras catorce años de gobierno radical, laxo y favorable a la espontánea expresión de las diversas fuerzas que coexistían en la sociedad argentina, había quedado al descubierto un hecho decisivo: el país criollo se desvanecía poco a poco y por sobre él se constituía una nueva Argentina, cuya fisonomía esbozaba la cambiante composición de la sociedad. Poco a poco se había constituido una vigorosa clase media de empleados, de pequeños propietarios y comerciantes, de profesionales que, concentrada en las ciudades, imponía cada vez más al país su propio carácter ignorando a las nostálgicas minorías tradicionales. Esa clase media era la que había ascendido al poder con el radicalismo y, tímidamente, proponía una nueva orientación para la vida argentina. Precisamente contra ella se dirigió la política de los sectores conservadores de viejo y nuevo cuño, que se apoderaron del gobierno en septiembre de 1930, en pleno desarrollo de la crisis mundial que había estallado el año anterior.

La crisis amenazaba fundamentalmente a los sectores ganaderos, representados eminentemente por los grupos políticos conservadores que habían sido desalojados del poder en 1916. Y aunque sólo en parte habían movido éstos la revolución del 6 de septiembre, supieron apoderarse de ella, rodeando al general Uriburu y distribuyéndose los cargos del gabinete. La más notoria figura del conservadorismo, Matías Sánchez Sorondo, ocupó el Ministerio del Interior y desde él orientó la política del nuevo gobierno hacia la reconquista del poder para sus correligionarios.

Los grupos nacionalistas —como se llamó a los teóricos del corporativismo, del revisionismo rosista y de otras tendencias análogas— contaban, sin embargo, con la simpatía del jefe del gobierno, que no vaciló en insinuar sus propósitos de reformar la Constitución de acuerdo con las concepciones moderadamente corporativas que expuso Carlos Ibarguren en un discurso pronunciado en Córdoba el 15 de octubre de 1930. Pero el anuncio suscitó fuertes resistencias. Por una parte, se levantó el clamor de los sectores democráticos, que se alinearon decididamente contra el gobierno en defensa de la Constitución de 1853 pero, por otra, se originó un movimiento de protesta en el seno de los partidos comprometidos con la revolución, que veían peligrar la herencia política que aguardaban. Estos últimos, sostenidos por los sectores militares que encabezaba el general Justo —ya candidato virtual a la presidencia—, lograron prevalecer en el gobierno; y a pesar del fracaso de los conservadores en las elecciones del 5 de abril de 1931 en la provincia de Buenos Aires, en las que triunfaron los candidatos radicales, consiguieron imponer el principio de la continuidad institucional.

Era, ciertamente, un régimen institucional muy endeble el que propiciaban. Mientras los nacionalistas se organizaban en cuerpos armados, como la Legión Cívica Argentina, los conservadores, los radicales antipersonalistas y los socialistas independientes constituyeron un frente político que se llamó primero Federación Nacional Democrática y luego Concordancia. Era evidente que esa coalición no lograría superar al radicalismo, pero sus sostenedores estaban resueltos a apelar al fraude electoral —que alguien llamó «fraude patriótico»— para impedir que los radicales llegaran al poder. Con ello se abrió una etapa de democracia fraudulenta promovida por quienes aspiraban a sujetar al país en la trama de sus propios intereses.

La despiadada persecución de los opositores fue la respuesta a la indignación general que provocaba la marcha del gobierno. Hubo cárcel y torturas para políticos, obreros y estudiantes; y, entre tanto, se comenzó a preparar un vigoroso dispositivo electoral que permitiera el triunfo formal de la candidatura gubernamental en las elecciones convocadas para el 8 de noviembre de 1931. El gobierno vetó la candidatura radical de Alvear y la oposición se aglutinó alrededor de los nombres de Lisandro de la Torre y Nicolás Repetto, proclamados por la Alianza Demócrata Socialista. Mediante un fraude apenas disimulado, la Concordancia logró llevar al gobierno al general Justo.

Signo revelador de la orientación política conservadora fue la resolución de cerrar el país a la inmigración. Ante la crisis que amenazaba a la economía agropecuaria, la preocupación fundamental fue contener todas las manifestaciones de la desordenada expansión que intentaba espontáneamente el país para reducirlo a los viejos esquemas. Tal había sido la intención de la revolución de septiembre y en ella perseveraron los gobiernos conservadores que le siguieron. Para salir de las primeras dificultades se recurrió a empréstitos internos y externos; pero de inmediato se emprendió el reajuste total de la economía nacional con la mirada puesta en la defensa de los grandes productores.

La situación se hizo más crítica a partir de 1932, cuando Gran Bretaña acordó en la Conferencia de Ottawa dar preferencia en las adquisiciones a sus propios dominios, lo que constituía una amenaza directa para las exportaciones argentinas. La respuesta fue una gestión diplomática que dio como resultado la firma del tratado Roca-Runciman, por el que se establecía un régimen de exportaciones de carnes argentinas compensadas con importantes ventajas concedidas al capital inglés invertido en el país.

Entre ellas, la más importante y la más resistida fue la concesión del monopolio de los transportes de la ciudad de Buenos Aires a un consorcio inglés, para prevenir la competencia del capital norteamericano que procuraba intensificar su acción en el país. El gobierno de Justo había iniciado la construcción de una importante red caminera de la que el país carecía: muy pronto Mar del Plata, Córdoba, Bahía Blanca quedarían unidas a Buenos Aires por rutas pavimentadas que estimularían el uso de ómnibus y camiones con grave riesgo para los ferrocarriles ingleses. En cierto modo, la Corporación de Transportes de Buenos Aires debía compensar a los inversores ingleses; pero la medida, como las otras que incluía el tratado, dejaron en el país la sensación de una disminución de la soberanía.

El problema de las carnes repercutió en el Senado, donde Lisandro de la Torre, Alfredo L. Palacios y Mario Bravo denunciaron los extravíos de la política oficial. En debates memorables —como el que Palacios había suscitado antes sobre las torturas a presos políticos o el que Bravo desencadenara sobre la adquisición de armamentos— Lisandro de la Torre interpeló al gobierno sobre la política seguida con los pequeños productores en relación con los intereses de los frigoríficos ingleses y norteamericanos. El asesinato del senador Bordabehere por un guardaespaldas de uno de los ministros interpelados acentuó la violencia del debate, en el que quedó de manifiesto la determinación del gobierno de ajustar sus actos a los intereses del capital extranjero.

Esta tendencia se puso de manifiesto, sobre todo, a través de una serie de medidas económicas y financieras que alteraron la organización tradicional de la economía nacional. Hasta entonces, a través de gobiernos conservadores y radicales, la economía había estado librada a la iniciativa privada, estimulada por las organizaciones crediticias; pero a partir del gobierno de Justo, el Estado adoptó una actitud decididamente intervencionista. Se creó el Instituto Movilizador, para favorecer a los grandes productores cuyas empresas estuvieran amenazadas por un pasivo muy comprometedor; se estableció el control de cambios para regular las importaciones y el uso de divisas extranjeras; y, coronando el sistema, se creó el Banco Central, agente financiero del gobierno y regulador de todo el sistema bancario, en cuyo directorio tenía nutrida representación la banca privada.

En el campo de la producción, el principio intervencionista se manifestó a través de la creación de las Juntas Reguladoras: las carnes, los granos, la vid y otros productos fueron sometidos desde ese momento a un control gubernamental que determinaba el volumen de la producción con el objeto de mantener los precios. A causa de esas restricciones se limitaron considerablemente las posibilidades de expansión que requería el crecimiento demográfico del país, y con ella las posibilidades de trabajo de los pequeños productores y de los obreros rurales.

Quizá esa política contribuyó, en cambio, al desarrollo que comenzó a advertirse en las actividades industriales, cuyo monto empezó a crecer en proporción mayor que el de las actividades agropecuarias. En el período comprendido entre 1935 y 1941, el aumento producido en la renta nacional por el desarrollo industrial alcanzó a los cuatro mil millones de pesos, mientras el monto de la producción agropecuaria se mantenía estable. En 1944 se calculaba que había ocupadas en la industria un total de l.200.000 personas. Así se constituía un nuevo sector social de características muy definidas, que se congregó alrededor de las grandes ciudades y en particular de Buenos Aires.

El origen de ese sector se escondía en un fenómeno de singular importancia para la vida del país. Cegadas o disminuidas las fuentes de trabajo en muchas regiones del interior, comenzó a producirse un movimiento migratorio hacia los centros donde aparecían posibilidades ocupacionales y de altos salarios. Al llegar a 1947 las migraciones internas totalizaban un conjunto de 3.386.000 personas, que residían fuera del lugar donde habían nacido; de ese total el 50% se había situado en el Gran Buenos Aires, el 28% en la zona litoral y sólo el 22% en otras regiones del país. Así se constituyó poco a poco un cinturón industrial que rodeaba a la Capital y a algunas otras ciudades, en el que predominaban provincianos desarraigados que vivían en condiciones precarias, pero que preferían tal situación a la que habían abandonado en sus lugares de origen. Un agudo observador de la realidad argentina, Ezequiel Martínez Estrada, que en 1933 había descrito con rara profundidad los problemas de la comunidad nacional en su
Radiografía de la Pampa
, llamó la atención poco después sobre la significación del desequilibrio entre la Capital y el país en un estudio penetrante que tituló
La cabeza de Goliat
. Pero se necesitarían todavía duras experiencias para que la conciencia pública se hiciera cargo de la magnitud y de las consecuencias del problema.

La cambiante composición de la clase trabajadora gravitó prontamente sobre la organización sindical, orientada hasta entonces por grupos anarquistas o socialistas de cierta experiencia política e integrada por inmigrantes o hijos de inmigrantes. Luego de muchos intentos, se había constituido en 1930 la Confederación General de Trabajadores, cuya labor se vio dificultada por las diferencias internas y por la represión del movimiento obrero en la que el gobierno no cejaba, hasta el punto de que sólo pudo constituirse definitivamente en 1937. Pero la incorporación de crecidos grupos de obreros nativos, ajenos a las prácticas sindicales y a las formas de la lucha obrera en el sector industrial, produjo desajustes en los ambientes sindicales. Esas y otras causas provocaron la división y el debilitamiento de la organización obrera en 1941.

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