Breve historia de la química (28 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Científico

Esta
teoría de la resonancia
fue especialmente útil para establecer la estructura del benceno, que había sido motivo de desconcierto en los días de Kekulé (véase pág. 106) y que seguía teniendo puntos dudosos desde entonces. Tal y como se describe normalmente, la estructura del benceno es la de un hexágono con enlaces sencillos y dobles alternados. Según el sistema de Lewis-Langmuir, alternaban grupos de dos y de cuatro electrones compartidos. Sin embargo, el benceno carecía casi por completo de las propiedades características de los demás compuestos que contenían dobles enlaces (cuatro electrones compartidos).

Pauling demostró que si los electrones se consideraban como formas ondulatorias, los electrones individuales no tenían que concebirse como reducidos a un solo punto, sino que podían extenderse, difuminados, en un área considerable. En otras palabras, las «ondas electrónicas» podían ocupar áreas mucho mayores que las que ocuparía un minúsculo electrón en forma de «bola de billar». La tendencia a diluirse de este modo se acentuaba cuando la molécula era bastante plana y simétrica.

La molécula de benceno es plana y simétrica, y Pauling demostró que los electrones se «descentralizaban» de tal modo que los seis átomos de carbono del anillo bencénico se hallaban enlazados del mismo modo. Los enlaces que los unían no podían representarse ni como enlaces sencillos ni como dobles enlaces, sino como una especie de promedio particularmente estable, o
híbrido de resonancia
, entre los dos extremos.

Aparte de la estructura del benceno quedaron clarificados otros puntos con la teoría de la resonancia. Por ejemplo, los cuatro electrones de la capa más externa del átomo de carbono no son todos equivalentes desde el punto de vista de sus características energéticas. Cabría suponer entonces que se formarían enlaces de tipos ligeramente diferentes entre un átomo de carbono y su vecino, dependiendo de cuáles fuesen los electrones del carbono implicados.

A pesar de ello, podía demostrarse que los cuatro electrones, como formas ondulatorias, interaccionaban entre sí y formaban cuatro enlaces «promedio» que eran exactamente equivalentes, y estaban dirigidos hacia los vértices de un tetraedro. Así, el átomo tetraédrico de Van't Hoff-Le Bel (véanse págs. 125-26) resultó explicado en términos electrónicos.

La resonancia también contribuía a explicar un grupo de compuestos extraños con los que se había topado la química a comienzos del siglo xx. En 1900, el químico ruso-americano Moses Gomberg (1866-1947) estaba tratando de preparar el hexafeniletano, un compuesto con una molécula que consistía en dos átomos de carbono a los que estaban unidos seis anillos bencénicos (tres a cada átomo de carbono).

En lugar de ello, obtuvo una solución coloreada de un compuesto muy reactivo. Por varias razones, se vio obligado a deducir que había obtenido
trifenilmetilo
, una «semimolécula» consistente en un átomo de carbono con tres anillos bencénicos unidos a él. El cuarto enlace de valencia del átomo de carbono permanecía vacante. Dicho compuesto, que recordaba a uno de los viejos radicales liberados por una molécula, recibió el nombre genérico de
radical libre.

Recurriendo a la concepción electrónica del átomo se propuso que un radical libre como el trifenilmetilo contenía un electrón desapareado allí donde la vieja concepción de Kekulé habría situado un enlace sin utilizar. Normalmente, tal electrón desapareado es muy inestable. Sin embargo, cuando la molécula es plana y muy simétrica, como es el caso del trifenilmetilo, el electrón sin utilizar puede ser «repartido» por toda la molécula. De este modo se estabiliza el radical libre.

Al estudiar las reacciones orgánicas en términos electrónicos, resultó evidente que había normalmente etapas en las que tenía que formarse un radical libre. Tales radicales libres, generalmente no estabilizados por resonancia, podían existir sólo momentáneamente y no se formaban sino con dificultad. Esta dificultad en la formación de radicales libres intermedios era la que hacía tan lentas la mayoría de las reacciones orgánicas.

En el segundo cuarto del siglo xx, los químicos orgánicos empezaron a adquirir una visión bastante profunda de los distintos pasos que componían las reacciones orgánicas: el mecanismo de la reacción, en otras palabras. Ha sido esta visión, más que ninguna otra cosa, la que ha guiado a los químicos orgánicos contemporáneos en su trabajo de síntesis, y la que ha conducido a la construcción de moléculas cuya complejidad había vencido a las generaciones anteriores.

Pero las consideraciones sobre resonancia no se limitaban a la química orgánica. Los hidruros de boro poseían moléculas que no podían representarse satisfactoriamente desde otros puntos de vista. El átomo de boro no poseía suficientes enlaces de valencia (electrones) para este propósito. Sin embargo, descentralizando los electrones correctamente como formas de onda, podía proponerse una estructura molecular razonable.

Pauling sugirió en 1932 que los átomos de un gas noble podían no ser tan resistentes a la formación de enlaces como se había supuesto durante el tercio de siglo transcurrido desde su descubrimiento. A suficiente presión y con un átomo extremadamente reactivo como el átomo de flúor, podrían formar compuestos.

Esta sugerencia de Pauling no fue escuchada al principio, pero en 1962 se logró obtener
fluoruro de xenón
haciendo reaccionar dicho gas noble con flúor. Poco después se formaron diversos compuestos de xenón con flúor y con oxígeno, así como uno o dos de radón y de criptón.

Vida media

Si bien los estudios de la estructura atómica interna habían llevado a nuevas concepciones y comprensiones, también plantearon una serie de problemas.

En 1900, Crookes (véase pág. 209) descubrió que los compuestos de uranio puro recién preparados eran sólo débilmente radiactivos, pero que su radiactividad se reforzaba con el tiempo. En 1902, Rutherford y un colaborador suyo, el químico inglés Frederick Soddy (1877-1956), propusieron que cuando un átomo de uranio cedía una partícula alfa, su naturaleza cambiaba. Se convertía en un nuevo tipo de átomo, con diferentes características radiactivas, produciendo radiaciones más fuertes que las del propio uranio (ajustándose así a la observación de Crookes).

Este segundo átomo se descomponía a su vez, formando un tercer tipo de átomo. De hecho, el átomo de uranio era el padre de una serie completa de elementos radiactivos, una
serie radiactiva
, que incluía el radio y el polonio (véase pág. 220) y acababa finalmente en el plomo, que no era radiactivo. Por esta razón, el radio, polonio y otros elementos radiactivos raros se dan en los minerales de uranio. Con el uranio empieza también una segunda serie radiactiva y una tercera con el torio.

Según la definición de elemento de Boyle, esta transmutación del uranio en plomo podría hacer necesario considerar que el uranio no es un elemento, pero no así por la nueva definición de número atómico. Después de todo, como los elementos no son partículas realmente indivisibles, tampoco tienen por qué ser totalmente invariables. (Esto representa un retorno —en un nivel mucho más avanzado— a la vieja concepción alquímica.).

Es razonable preguntarse cómo es que, si los elementos radiactivos están constantemente transmutándose, puede seguir existiendo alguno. Fue Rutherford quien, en 1904, resolvió esta cuestión. Estudiando la velocidad de desintegración radiactiva, demostró que, al cabo de un cierto período, diferente para cada elemento, se ha desintegrado la mitad de cualquier cantidad dada de un cierto elemento radiactivo. Este período, característico para cada tipo de sustancia radiactiva, lo llamó Rutherford
vida media.
(Véase figura 22.)

Fig. 22. La vida media del radón se determina midiendo las cantidades de

material que quedan al cabo de intervalos de tiempo iguales. La

representación es la curva exponencial asintótica, y = e
-ax
.

La vida media del radio, por ejemplo, es algo menor de mil seiscientos años. Al cabo de varias eras geológicas no quedaría nada de radio en la corteza terrestre, de no ser porque se forman constantemente nuevas reservas a través de la desintegración del uranio. Esto mismo es cierto para otros productos de la transmutación del uranio, cuyas vidas medias equivalen en algunos casos a fracciones de segundo solamente.

En cuanto al propio uranio, tiene una vida media de 4.500.000.000 de años. Se trata de un período de tiempo enorme, y en toda la historia de la Tierra sólo una parte de la reserva original de uranio ha tenido posibilidades de desintegrarse. El torio se desintegra aún más lentamente, siendo su vida media de 14.000.000.000 de años.

Tales extensiones de tiempo pueden determinarse contando el número de partículas alfa producidas por una masa determinada de uranio (o torio), cosa que hizo Rutherford a base de observar los pequeños relámpagos que producían al chocar contra una pantalla de sulfuro de cinc (lo que constituía un
contador de centelleo).

Cada partícula alfa liberada significaba un átomo de uranio desintegrado, de modo que Rutherford pudo determinar cuantos átomos se desintegraban por segundo. A partir de la masa de uranio que estaba manejando, dedujo el número total de átomos de uranio presentes. Con esta información pudo calcular fácilmente cuánto tiempo haría falta para que se desintegraran la mitad de los átomos de uranio presentes, y resultó ser del orden de miles de millones de años.

Tan constante y característica es la lenta y majestuosa desintegración del uranio, que puede usarse para medir la edad de la Tierra. En 1907, el químico americano Bertram Borden Boltwood (1870-1927) sugirió que el contenido en plomo de los minerales de uranio podía servir como guía a este respecto. Si se suponía que todo el plomo del mineral se originaba a partir de la desintegración del uranio, sería fácil calcular cuánto tiempo debería haber transcurrido para dar lugar a esa cantidad de plomo. Finalmente se calculó de este modo que la corteza sólida de la Tierra debe haber existido desde hace por lo menos cuatro mil millones de años.

Mientras tanto, Soddy había descrito el modo exacto en que un átomo cambia al emitir partículas subatómicas. Si un átomo perdía una partícula alfa, con una carga +2, la carga total de su núcleo disminuía en dos. El átomo se trasladaba dos puestos hacia la izquierda en la tabla periódica.

Si un átomo perdía una partícula beta (un electrón con una carga de -1), el núcleo ganaba una carga positiva adicional
[32]
, y el elemento avanzaba un puesto hacia la derecha en la tabla periódica, cuando un átomo emitía un rayo gamma (sin carga), se alteraba su contenido energético pero no cambiaba el número de partículas, de modo que continuaba siendo el mismo elemento.

Utilizando estas reglas como guía, los químicos pudieron obtener los detalles de varias series radiactivas.

Isótopos

Pero todo esto creaba un serio problema. ¿Qué hacer con los diversos productos de desintegración del uranio y del torio? Había docenas de ellos, pero como mucho existían nueve sitios en la tabla periódica (desde el polonio de número atómico 84 hasta el uranio de número atómico 92) donde colocarlos.

Como ejemplo específico, digamos que el átomo de uranio (número atómico 92) emitía una partícula alfa y el número atómico de lo que quedaba del átomo se convertía por tanto en 90, según la regla de Soddy. Esto significaba que se había formado un átomo de torio. Sin embargo, mientras que el torio producido a partir del uranio tenía una vida media de veinticuatro días, el torio ordinario tenía una vida media de catorce mil millones de años.

Soddy propuso la intrépida sugerencia de que un mismo lugar de la tabla periódica podía estar ocupado por más de un tipo de átomo. El lugar número 90 podía encerrar diferentes variedades de torio, el lugar número 82 diferentes variedades de plomo, y así sucesivamente. Denominó a estas variedades atómicas que ocupaban el mismo lugar
isótopos
, de la palabra griega que significa «mismo lugar».

Los diferentes isótopos en un lugar dado de la tabla tendrían el mismo número atómico, y en consecuencia el mismo número de protones en el núcleo y el mismo número de electrones en la periferia. Los isótopos de un elemento tendrían las mismas propiedades químicas, al depender dichas propiedades del número y la disposición de los electrones en los átomos.

Pero en ese caso, ¿cómo explicar las diferencias en las propiedades radiactivas y en el peso atómico?

El peso atómico podría representar la clave de la diferencia. Cien años antes, Prout había propuesto su famosa hipótesis (véase pág. 92) de que todos los átomos estaban compuestos de hidrógeno, de modo que todos los elementos tendrían un peso atómico entero. El hecho de que la mayoría de los pesos atómicos no sean enteros parecía haber destruido esta hipótesis.

Pero ahora el átomo, en su nueva apariencia nuclear, tenía que estar formado por protones (y neutrones). Los protones y los neutrones tienen aproximadamente la misma masa, y por tanto todos los átomos deben tener pesos que sean múltiplos enteros del peso del hidrógeno (formado de un solo protón). La hipótesis de Prout fue restablecida, y en cambio se proyectaron nuevas dudas sobre los pesos atómicos.

En 1912, J. J. Thomson (el descubridor del electrón) había sometido haces de iones de neón cargados positivamente a la acción de un campo magnético. El campo desviaba los iones de neón y los hacía incidir sobre una placa fotográfica. Si todos los iones hubiesen tenido una masa idéntica, habrían sido desviados todos en la misma medida, y habría aparecido una sola mancha sobre la película fotográfica. Sin embargo, se localizaron dos manchas, una de ellas aproximadamente diez veces más oscura que la otra. Un colaborador suyo, Francis William Aston (1877-1945), mejoró más tarde el mecanismo y confirmó los resultados, que eran semejantes para otros elementos. Debido a que este mecanismo separaba iones químicamente semejantes en una especie de espectro de manchas oscuras, se denominó
espectrógrafo de masas.

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