Brooklyn Follies

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

 

Nathan Glass ha sobrevivido a un cáncer de pulmón y a un divorcio después de tres décadas de matrimonio, y ha vuelto a Brooklyn, el lugar donde pasó su infancia. Hasta que enfermó era un vendedor de seguros; ahora que ya no tiene que ganarse la vida, piensa escribir
El libro del desvarí­o humano
. Contará todo lo que pasa a su alrededor, todo lo que le ocurre y lo que se le ocurre. Comienza a frecuentar el bar del barrio y está casi enamorado de la camarera. Y va también a la librerí­a de segunda mano de Harry Brightman, un homosexual culto que no es quien dice ser. Y allí­ se encuentra con Tom, su sobrino, el hijo de su amada hermana muerta. El joven habí­a sido un universitario brillante. Y ahora, solitario, conduce un taxi y ayuda a Brightman a clasificar sus libros… Poco a poco, Nathan irá descubriendo que no ha venido a Brooklyn a morir, sino a vivir.

Paul Auster

Brooklyn Follies

ePUB v1.0

GONZALEZ
14.09.12

Título original:
The Brooklyn Follies

© 2005, Paul Auster

Traducción: Benito Gómez Ibáñez

ePub base v2.0

A mi hija Sophie

O
BERTURA

Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn, de manera que al día siguiente salí de Westchester y fui para allá a reconocer el terreno. No había vuelto en cincuenta y seis años, y no me acordaba de nada. Mis padres se habían ido de la ciudad cuando yo tenía tres años, pero el instinto me llevó al barrio donde habíamos vivido, arrastrándome como un perro herido al lugar donde nací. Un empleado de una agencia inmobiliaria de la zona me enseñó media docena de pisos en edificios de piedra rojiza, y a última hora de la tarde había alquilado un apartamento de dos habitaciones con jardín en la calle Uno, sólo a media manzana de Prospect Park. No tenía idea de quiénes eran mis vecinos, y no me importaba. Todos trabajaban de nueve a cinco, ninguno tenía hijos, así que en el edificio siempre habría un relativo silencio. Más que nada, eso era lo que buscaba. Un fin silencioso para mi triste y ridícula vida.

Ya se había firmado un contrato de compraventa para la casa de Bronxville, y una vez que se formalizaran las escrituras a finales de mes no habría problemas de dinero. Mi ex mujer y yo pensábamos repartimos lo que sacáramos de la venta, y con cuatrocientos mil dólares en el banco tendría más que suficiente para mantenerme hasta que exhalara el último aliento.

Al principio, no sabía cómo ocupar el tiempo. Me había pasado treinta y un años yendo y viniendo entre los barrios residenciales y Manhattan, donde estaba la oficina de la compañía de seguros de vida y accidente Mid-Atlantic, pero ahora que ya no trabajaba, al día le sobraban horas. Más o menos una semana después de mudarme al apartamento, mi hija Rachel, ya casada, vino de Nueva Jersey para hacerme una visita. Me dijo que lo que yo necesitaba era dedicarme a algo, buscarme una ocupación provechosa. Rachel no es ninguna tonta. Es doctora en bioquímica por la Universidad de Chicago y trabaja de investigadora en una gran empresa farmacéutica de las afueras de Princeton, pero, como digna hija de su madre, raro es el día en que dice algo que no sean lugares comunes: todas esas frases manidas e ideas trilladas que saturan los vertederos del saber contemporáneo.

Le expliqué que probablemente estaría muerto antes de que acabara el año, y eso de buscar ocupaciones me importaba un carajo. Por un momento, Rachel pareció a punto de echarse a llorar, pero contuvo las lágrimas y, parpadeando, me dijo que era una persona cruel y egoísta. No era de extrañar que «mamá» hubiera acabado divorciándose de mí, añadió, no le sorprendía que hubiera sido incapaz de aguantarlo más. Estar casada con un hombre como yo debía de ser una continua tortura, un verdadero infierno.
Un verdadero infierno
. Qué lástima, pobre Rachel: sencillamente no puede evitarlo. Mi única hija lleva veintinueve años habitando este mundo y ni una sola vez se le ha ocurrido una observación original, algo que sea genuina y enteramente suyo.

Sí, supongo que a veces me pongo desagradable. Pero no siempre; y no por principio. En mis días buenos, soy tan amable y simpático como el que más. No se puede ser tan buen agente de seguros como yo, al menos durante treinta largos años, sin ganarse la confianza de los clientes. Hay que ser agradable. Hay que saber escuchar. Hay que persuadir a la gente. Yo poseo todas esas cualidades y algunas más. No niego que también tenga mis malos momentos, pero todo el mundo sabe los peligros que acechan tras la puerta cerrada de la vida familiar. Eso puede ser un veneno para todos los interesados, especialmente cuando se descubre que, para empezar, probablemente no se está hecho para el matrimonio. Me encantaba acostarme con Edith, pero al cabo de cuatro o cinco años la pasión pareció haber agotado su curso, y a partir de ese momento estuve lejos de ser un marido perfecto. Por lo que dice Rachel, como padre tampoco he sido gran cosa. No quisiera contrariar sus recuerdos, pero lo cierto es que a mi manera las quería a las dos, y si a veces me encontraba en los brazos de otras mujeres, nunca me tomé en serio ninguna de aquellas aventuras. El divorcio no fue idea mía. A pesar de todo, tenía intención de quedarme con Edith hasta el final. Ella fue quien quiso separarse, y, dado el alcance de mis fechorías y transgresiones a lo largo de los años, verdaderamente no podía reprochárselo. Treinta y tres años viviendo bajo el mismo techo y, cuando nos fuimos cada uno por su lado, no habíamos llegado absolutamente a nada.

Dije a Rachel que tenía los días contados, pero eso no era más que una réplica acalorada a su inoportuno consejo, pura descarga hiperbólica. El cáncer de pulmón estaba remitiendo, y según lo que el oncólogo me había dicho a raíz del último examen, había motivos para un cauteloso optimismo. Eso no quería decir que le creyera, desde luego. El susto del cáncer había sido tan grande que seguía sin confiar en la posibilidad de superarlo. Estaba seguro de que iba a morirme, y una vez que me extirparon el tumor y pasé el extenuante suplicio de la radio y la quimioterapia, después de sufrir los largos periodos de náusea y mareos, la pérdida del pelo, la pérdida de la voluntad, la pérdida del trabajo, la pérdida de mi mujer, me resultaba difícil imaginar cómo iba a salir adelante. De ahí Brooklyn. De ahí el inconsciente regreso al lugar donde había empezado mi historia. Tenía casi sesenta años, y no sabía cuánto tiempo me quedaba. A lo mejor veinte años más; quizá sólo unos meses. Cualquiera que fuese el pronóstico médico de mi estado, lo fundamental era no dar nada por seguro. Mientras siguiera en este mundo, tenía que encontrar la manera de empezar a vivir otra vez, pero incluso si me moría pronto, debía hacer algo más que quedarme de brazos cruzados esperando el fin. Como de costumbre, mi científica hija tenía razón, aunque yo fuera demasiado terco para admitirlo. Debía buscar una ocupación. Debía ponerme las pilas y hacer algo.

Me mudé a principios de primavera, y durante las primeras mañanas me entretuve explorando el barrio, dando largos paseos por el parque y plantando flores en el jardín: una pequeña porción de terreno, llena de trastos y descuidada durante años. Iba a cortarme el renaciente pelo a la barbería Park Slope, en la Séptima Avenida, alquilaba vídeos en un sitio llamado Movie Heaven, y de paso paraba muchas veces en el Brightman’s Attic, una librería de lance repleta y desordenada cuyo dueño era un extravagante homosexual llamado Harry Brightman (más sobre él dentro de poco). Casi todas las mañanas me preparaba el desayuno en el apartamento, pero como no me gustaba ni se me daba nada bien la cocina, solía ir a comer y a cenar al restaurante: siempre solo, siempre con un libro abierto delante, siempre masticando muy despacio para alargar la comida lo más posible. Tras probar las diversas posibilidades que me ofrecía el vecindario, me decidí por el Cosmic Diner para ir a almorzar. Allí la comida era mediocre por no decir otra cosa, pero una de las camareras era una adorable puertorriqueña llamada Marina, enseguida me quedé prendado de ella. Le doblaba la edad y además estaba casada, lo que hacía imposible cualquier idilio, pero era tan espléndidamente atractiva, tan amable conmigo, estaba siempre tan dispuesta a reírse de mis insípidas bromas, que cuando tenía el día libre suspiraba literalmente por ella. Desde un punto de vista estrictamente antropológico, descubrí que los habitantes de Brooklyn son menos reacios a hablar con desconocidos que cualquier tribu con que me haya tropezado antes. Se inmiscuyen en los asuntos ajenos cuando les viene en gana (señoras mayores regañando a jóvenes madres por no poner a sus hijos suficiente ropa de abrigo, transeúntes llamando la atención a quienes pasean al perro tirando demasiado fuerte de la correa); se disputan un aparcamiento con la rabia de niños de cuatro años; sueltan réplicas deslumbrantes como quien no quiere la cosa. Un domingo por la mañana, entré en una atestada
delicatessen
con el absurdo nombre de La Bagel Delight. Iba a pedir una rosquilla con canela y pasas, pero se me trabó la lengua y me salió una
rosquilla con qué pasa
. Sin inmutarse, el joven que estaba detrás del mostrador contestó: «Lo siento, de ésas no nos quedan. ¿Qué le parece una
rosquilla con guasa?»
Rápido. Con tan vertiginosa rapidez que casi me meo encima.

Tras aquel involuntario lapsus, se me acabó ocurriendo un plan que habría merecido la aprobación de Rachel. No era una idea genial, desde luego, pero al menos era algo, y si me dedicaba a ello con todo el rigor y la constancia con que pretendía hacerlo, tendría mi ocupación, el pequeño caballo de batalla que andaba buscando para salir de mi rutinaria y soporífera indolencia. Pese a lo modesto de la empresa, y con objeto de hacerme la ilusión de que me dedicaba a algo importante, decidí darle un título llamativo, un tanto ampuloso:
El libro del desvarío humano
. En él pensaba escribir, en un lenguaje lo más claro y sencillo posible, un relato de cada equivocación, torpeza y batacazo, de cada insensatez, flaqueza y disparate que hubiera cometido durante mi larga y accidentada existencia. Cuando no se me ocurrieran anécdotas que contar sobre mí mismo, escribiría cosas que hubieran sucedido a conocidos míos, y cuando esa fuente se agotara a su vez, me inspiraría en hechos históricos, recordando las locuras de mis congéneres a lo largo de los siglos, empezando por las civilizaciones perdidas de la antigüedad y llegando hasta los primeros meses del siglo XXI. Aunque no consiguiera otra cosa, pensé que podría suscitar unas cuantas carcajadas. No tenía el menor deseo de desnudar mi alma ni dedicarme a sombrías introspecciones. Adoptaría un tono ligero y burlesco de principio a fin, con el único propósito de distraerme y tener el día ocupado durante el mayor número de horas posible.

Pensaba en el proyecto como si fuese un libro, pero en realidad no lo era. Utilizando cuadernos de papel amarillo, hojas sueltas, el reverso de sobres e impresos publicitarios de préstamos y tarjetas de crédito, me dediqué a compilar lo que venía a ser una desordenada serie de notas, una mezcolanza de anécdotas sin relación entre sí que iba guardando en una caja de cartón a medida que las terminaba. El plan era más absurdo de lo que parecía. Algunas historias no pasaban de unas cuantas líneas, y buen número de ellas, en especial las relativas a la transposición de sonidos o la confusión de vocablos que tanto me gustaban, se componían de una sola frase.
Hamburguesa con queso graseada
en lugar de
hamburguesa con queso braseada
, por ejemplo, que una vez se me escapó cuando estaba en primero de instituto, o la declaración involuntariamente profunda, casi mística, que solté a Edith durante una de nuestras amargas peleas conyugales:
Si no lo creo no lo veo
. Cada vez que me sentaba a escribir, cerraba los ojos y dejaba que mis pensamientos vagaran en la dirección que les apeteciese. Imponiéndome esa especie de relajación, logré desenterrar toda una serie de elementos del pasado remoto, cosas que hasta entonces había creído perdidas para siempre. Un fugaz momento en sexto de primaria (por citar alguno de esos recuerdos), cuando un chico de la clase llamado Dudley Franklin soltó un pedo largo y estridente, semejante a un toque de corneta, durante un breve silencio en plena clase de geografía. Todos nos reímos, claro (nada resulta más gracioso en un aula llena de chicos de once años que una súbita ventosidad), pero lo que hacía a ese incidente distinto de la categoría de bochornos menores y lo elevaba a la calificación de clásico, de perdurable obra maestra en los anales de la vergüenza y la humillación, residía en el hecho de que Dudley fue lo bastante ingenuo como para cometer el error fatal de ofrecer una disculpa. «Perdón», dijo, bajando la mirada al pupitre y enrojeciendo hasta que sus mejillas parecieron un coche de bomberos recién pintado. Jamás debe reconocerse un pedo en público. Ésa es la ley no escrita, la única norma protocolaria que debe seguirse estrictamente en la etiqueta norteamericana. Los pedos no salen de nadie ni de ningún sitio en concreto; son emanaciones anónimas que tienen su origen en el conjunto del grupo, y aunque hasta el último de los presentes pueda señalar al culpable, la única actitud sensata consiste en negarlo. Sin embargo, el bobalicón de Dudley Franklin era demasiado honrado para hacer eso, y no le permitieron olvidar el incidente. Aquel mismo día se le puso el mote de Perdón Franklin, y todo el mundo lo llamó así hasta que acabamos el instituto.

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