Brooklyn Follies (4 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Empezó a mostrarse cada vez más retraído. Pasó otro año, y tan completo era su aislamiento para entonces que el muchacho acabó pasando solo su trigésimo cumpleaños. Lo cierto era que se había olvidado de toda, esa cuestión de los aniversarios, y como nadie lo llamó para felicitarlo ni expresarle sus buenos deseos, no se acordó hasta las dos de la madrugada siguiente. En aquel momento se encontraba en pleno Queens, y acababa de dejar a dos empresarios borrachos en un club de
strip-tease
llamado Garden of Earthly Delights, y para celebrar el comienzo de la cuarta década de su existencia se dirigió al Metropolitan Diner de Northern Boulevard, se sentó en la barra y pidió un batido de chocolate con leche, dos hamburguesas y una ración de patatas fritas.

Si no llega a ser por Harry Brightman, quién sabe cuánto tiempo habría seguido en aquel purgatorio. La librería de Harry estaba situada en la Séptima Avenida, sólo a unas manzanas de donde vivía Tom, que había adquirido la costumbre de ir todos los días al Brightman’s Attic. Rara vez compraba algo, pero antes de iniciar su turno de trabajo le gustaba pasar media hora o incluso una entera hojeando los libros usados en la planta baja. En las estanterías se amontonaban miles de libros —de todo tipo, desde diccionarios agotados a olvidados éxitos de librería, pasando por ediciones de las obras completas de Shakespeare encuadernadas en piel—, y Tom siempre se había sentido a gusto en aquella especie de mausoleo de papel, curioseando entre los montones de libros desechados y aspirando el polvoriento olor a viejo. En una de sus primeras visitas hizo una pregunta a Harry sobre cierta biografía de Kafka, y a partir de ahí entablaron conversación. Ésa fue la primera de una serie de innumerables y pequeñas charlas, y aun cuando Harry no andaba siempre por allí cuando llegaba Tom (solía estar la mayor parte del tiempo en la planta de arriba), en los meses siguientes hablaron lo suficiente para que Harry supiese el nombre de su ciudad natal, conociese el tema de su frustrada tesis (
Clarel
, el poema épico de Melville, monumental e ilegible), y hubiese asimilado el hecho de que a Tom no le interesaba mantener relaciones amorosas con un hombre. Pese a esta última decepción, Harry no tardó mucho en comprender que Tom sería el encargado ideal para su sección de libros raros y manuscritos en la planta de arriba. No le ofreció el empleo una vez, sino una docena de veces, y a pesar de las reiteradas negativas de Tom, Harry nunca abandonó la esperanza de que un día contestara afirmativamente. Sabía que Tom estaba en hibernación, luchando ciegamente contra el tenebroso ángel de la desesperación, y que las cosas terminarían cambiando. Todo eso era cierto, aunque Tom no fuera consciente de ello todavía. Pero en cuanto llegara a comprenderlo, todos aquellos disparates sobre el taxi acabarían siendo como la ropa sucia del día anterior.

A Tom le gustaba hablar con Harry porque era una persona franca y con chispa, un hombre con una labia tan estimulante y contradicciones tan absurdas que no se sabía con qué iba a salir a continuación. Por su aspecto, cualquiera lo habría tomado simplemente por otro de esos sarasas maduros de Nueva York. Toda su recargada apariencia estaba calculada para dar precisamente esa impresión —cejas y pelo teñidos, pañuelos de seda al cuello, chaquetas azules con escudos de club de yates, expresiones amaneradas—, pero una vez que se le conocía un poco, resultaba que Harry era un individuo exigente y perspicaz. Había algo provocativo en aquella manera suya de hablar, ingeniosa y punzante, que infundía el deseo de replicar adecuadamente a sus taimadas preguntas sobre asuntos personales. Con Harry, limitarse a responder nunca era suficiente. Debía haber cierta gracia en lo que uno decía, la efervescencia suficiente para demostrar que no se era simplemente otro zopenco que iba a trancas y barrancas por la vida. Y en vista de que en buena parte así era como se sentía por aquel entonces, Tom tenía que hacer un esfuerzo especial por mantener el tipo a la hora de hablar con Harry. Ese esfuerzo era lo que más le atraía de sus conversaciones. A Tom le gustaba pensar deprisa, y llevar su capacidad discursiva por senderos inhabituales, verse obligado a mantenerse alerta, le resultaba tonificante. Tres o cuatro meses después de su primera charla —cuando apenas se conocían, y por tanto no eran ni amigos ni asociados—; Tom se dio cuenta de que, entre todos sus conocidos de Nueva York, con nadie hablaba más francamente que con Harry Brightman.

Y sin embargo Tom siguió resistiéndose a su ofrecimiento. Durante más de seis meses rechazó las propuestas del librero para que trabajara con él, y en ese tiempo alegó tantas razones diferentes, expuso tal cantidad de argumentos para que Harry buscara a otro, que los dos acabaron tomando a broma su reticencia. Al principio, Tom se empeñaba en defender las virtudes de su trabajo, improvisando complejas teorías sobre el valor ontológico de la vida de taxista.

—Abre un camino directo a la inconsistencia del ser —sentenciaba, esforzándose por no sonreír mientras imitaba la jerga de su pasado universitario—, un espacio único por donde acceder a las caóticas infraestructuras del universo. Te pasas la noche dando vueltas por la ciudad, sin saber nunca adónde vas a ir a parar. Un cliente sube a la parte de atrás del taxi, te dice que lo lleves a tal y tal sitio, y ahí es adonde te diriges. Riverdale, Fort Greene, Murray Hill, Far Rockaway, la otra cara de la luna. Todo destino es arbitrario, toda decisión está regida por el azar. Ya puedes ir derecho, zigzaguear, llegar lo más rápido posible, pero en el fondo no tienes ni voz ni voto en el asunto. Eres un juguete de los dioses, y no tienes voluntad propia. Sólo estás para satisfacer los caprichos de la gente.

—Y esos caprichos —decía Harry, inyectando un malicioso destello a su mirada-…, qué atrevidos deben ser esos caprichos. Apuesto a que ves cantidad de ellos en el espejo retrovisor.

—He visto de todo lo habido y por haber, Harry. Masturbación, fornicación, embriaguez en todas sus formas. Vómito y semen, mierda y meados, sangre y lágrimas. En uno u otro momento, todos los fluidos humanos se han derramado en el asiento trasero de mi taxi.

—¿Y quién limpia todo eso?

—Pues yo. Es mi trabajo.

—Bueno, jovencito, recuerda entonces —decía Harry, llevándose el dorso de la mano a la frente en un fingido desvanecimiento de diva— que, cuando vengas a trabajar a mi establecimiento, descubrirás que los libros no sangran. Y desde luego no
defecan
.

—También hay buenos momentos —añadía Tom, resistiéndose a que Harry dijera la última palabra—. Indelebles momentos de gracia, éxtasis minúsculos, milagros inesperados. Pasar tranquilamente por Times Square a las tres y media de la madrugada, sin nada de tráfico, y encontrarte de pronto solo en el centro del mundo, con esa lluvia de luces de neón cayéndote encima. Hacer que el velocímetro pase de ciento veinte por el Belt Parkway justo antes de amanecer y sentir cómo te inunda el olor del océano por la ventanilla abierta. O cruzar el Puente de Brooklyn en el preciso instante en que la luna llena aparece en medio del arco, y eso es lo único que se ve, la brillante esfera amarilla de la luna, tan grande que da miedo, y entonces te olvidas de que vives aquí en la tierra y te imaginas que en realidad estás flotando por el espacio. Ningún libro puede reproducir esas cosas. Estoy hablando de la verdadera trascendencia, Harry. De salir del cuerpo y entrar en la plenitud y el espesor del mundo.

—Para hacer eso no necesitas conducir un taxi, muchacho. Cualquier cacharro te serviría.

—No, es distinto. Con un coche normal, evitarías el aspecto desagradable del trabajo, y ésa es la base de toda la experiencia. El cansancio, el aburrimiento, la embrutecedora monotonía. Entonces, de pronto, sientes un súbito ramalazo de libertad, unos instantes de auténtica y absoluta dicha. Pero eso hay que pagarlo. Sin tedio, no hay gozo.

Tom no tenía idea de por qué se resistía de aquel modo a la oferta de Harry. No creía en la décima parte de las cosas que le decía, pero cada vez que volvía a salir a la luz la cuestión de cambiar de trabajo, se cerraba en banda y empezaba a soltar sus absurdos argumentos y justificaciones. Tom era consciente de que estaría mejor trabajando con Harry, pero la perspectiva de convertirse en empleado de una librería de lance no le resultaba muy halagüeña, no se parecía en nada a la idea que tenía cuando soñaba con rehacer su vida. No era un gran paso adelante, desde luego, una verdadera nimiedad comparado con todo lo que había perdido. De modo que los ofrecimientos continuaron, y cuanto más desprecio sentía Tom por su trabajo, con mayor ahínco defendía su propia inercia; y cuanto más apático se mostraba, más se despreciaba a sí mismo. La conmoción de cumplir los treinta en aquellas circunstancias funestas le hizo mella, pero no hasta el punto de impulsado a tomar medidas, y aunque su cena en la barra del Metropolitan Diner había concluido con la determinación de encontrar otro trabajo como mucho un mes después de aquella noche, cuando ese mes llegó a su fin seguía trabajando en la Compañía de Taxis Tres D. Tom siempre había tenido curiosidad por saber lo que significaban las tres D, y ahora creyó adivinado. Desolación, Destrucción, Desintegración. Informó a Harry de que consideraría su oferta, pero luego no hizo nada, igual que siempre. Si no hubiera sido por un drogata tartamudeante que en pleno colocón le puso una pistola en el cuello en la esquina de la calle Cuatro y la Avenida B una fría noche de enero, ¿quién sabe cuánto tiempo más habría durado aquel tira y afloja? Pero Tom comprendió al fin, y cuando a la mañana siguiente fue a la tienda de Harry y le comunicó que había decidido aceptar el trabajo, su época de taxista había concluido para siempre.

—Tengo treinta años —declaró a su nuevo jefe— y peso veinte kilos de más. Hace más de un año que no me acuesto con una mujer, y en las últimas doce mañanas he soñado con atascos en doce sitios distintos de la ciudad. Podría equivocarme, pero creo que estoy preparado para cambiar de vida.

C
AE UN VELO

De manera que Tom empezó a trabajar con Harry Brightman sin sospechar siquiera que esa persona no existía. No era más que un nombre, y la vida asociada a ese nombre nunca se había vivido. Eso no impedía que Harry contara historias de su pasado, pero como ese pasado era una invención, casi todo lo que Tom creía saber sobre Harry era falso. Nada de infancia en San Francisco con el padre médico y la madre de alta sociedad. Nada de Exeter y Brown. Nada de desheredación ni de fuga a Greenwich Village en el verano de 1954. Nada de años de vagabundeo por Europa. Harry era de Buffalo, en el estado de Nueva York, y jamás había sido pintor en Roma ni director de teatro en Londres ni asesor de una casa de subastas en París. El único dinero con que contaba la familia procedía de la paga semanal que su padre llevaba a casa por clasificar cartas en la administración central de correos, y cuando Harry se marchó de Buffalo a los dieciocho años, no fue para ir a la universidad, sino para alistarse en la Marina. Al licenciarse cuatro años después, logró aprobar algunas asignaturas en la Universidad De Paul de Chicago, pero le pareció que era demasiado mayor para seguir estudiando y lo dejó al cabo de tres semestres. Se quedó en Chicago, sin embargo, y la historia de cómo había llegado a Nueva York nueve años antes (después de perder su dinero en Londres en un fraude bursátil) no era sino otro producto de su imaginación. No obstante, era cierto que llevaba nueve años viviendo en Nueva York, como también lo era el hecho de que al llegar no sabía absolutamente nada de libros. Pero entonces no se llamaba Harry Brightman; su nombre era Harry Dunkel. Y no había llegado a Nueva York procedente de Londres. Había cogido el avión en el aeropuerto O’Hare, y durante dos años y medio su dirección postal había sido la penitenciaría federal de Joliet, en Illinois.

Eso explicaba la renuencia de Harry a decir la verdad. No era moco de pavo empezar una nueva vida a los cincuenta y siete años, y cuando las únicas bazas con que cuenta una persona son el cerebro con que piensa y la lengua con que habla, ha de reflexionar cuidadosamente antes de abrir la boca y ponerse a decir algo. Harry no estaba avergonzado de lo que había hecho (lo habían pillado, eso era todo, ¿y desde cuándo era delito la mala suerte?), pero desde luego no tenía intención alguna de hablar de ello. Había dedicado demasiado tiempo y esfuerzo a crear el pequeño mundo que ahora habitaba, y no estaba dispuesto a consentir que nadie supiera lo mucho que había sufrido. Por tanto, Tom permaneció a oscuras sobre la vida de Harry en Chicago, que incluía una ex mujer, una hija de treinta y un años y una galería de arte en la Avenida Michigan que había dirigido durante diecinueve años. De haber estado al corriente de la estafa de Harry y su detención, ¿también habría aceptado Tom el trabajo que le ofrecían? Puede que sí. Pero también puede que no. Harry no podía estar seguro, y por esa razón se mordió la lengua y no le dijo una palabra.

Entonces, una mañana de principios de abril que llovía a cántaros, cuando aún no hacía un mes que me había instalado en el barrio, y aproximadamente tres meses y medio después de que Tom empezara a trabajar en el Brightman’s Attic, cayó el espeso velo de misterio.

Todo empezó con la inesperada visita de la hija de Harry. Dio la casualidad de que Tom estaba abajo cuando ella entró en la librería: toda empapada, con el pelo y la ropa chorreando agua, una extraña y desmelenada criatura de mirada penetrante que despedía un olor acre y nauseabundo. Tom lo catalogó como el olor de los que no se lavan nunca, el olor de los chiflados.

—Quiero ver a mi padre —declaró, cruzándose de brazos y apretándose los codos con unos dedos temblorosos, manchados de nicotina.

Como Tom no sabía nada de la vida anterior de Harry, no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo.

—Debe estar usted equivocada —repuso.

—No —replicó ella, súbitamente agitada, en un tono erizado de cólera—. ¡Soy Flora!

—Bueno, Flora —dijo Tom—, pues me parece que se ha equivocado de sitio.

—Puedo hacer que lo detengan, ¿sabe usted? ¿Cómo se llama?

—Tom.

—Claro. Tom Wood. Lo sé todo de usted. En medio del camino de la vida, me perdí en un bosque oscuro
[1]
. Pero usted es un ignorante y no conoce esas cosas. Un pobre hombre de esos a quienes los árboles no dejan ver el bosque.

—Oiga —repuso Tom, hablándole con una voz suave y conciliatoria—. Quizá sepa quién soy, pero yo no puedo hacer nada por complacerla.

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