Pese a todo, yo tenía la casi total seguridad de que Rachel no me odiaba. Estaba decepcionada, molesta, cabreada conmigo, pero no creo que su animosidad fuera suficiente para crear una fisura permanente entre los dos. Sin embargo, no podía correr riesgos, y cuando me puse a redactar el borrador final de la carta, me hallaba en un estado de absoluto y total arrepentimiento. «Perdona al idiota de tu padre por hablar más de la cuenta», empecé, «y decir cosas que ahora lamenta muchísimo. Tú eres la persona que más me importa en el mundo. Eres sangre de mi sangre, te llevo en lo más hondo de mi corazón, y me atormenta pensar que un comentario estúpido pueda haber creado ese resentimiento entre nosotros. Sin ti, no soy nada. Sin ti, no soy nadie. Mi querida, mi amada Rachel, te ruego que des al necio de tu padre una ocasión de redimirse.»
Seguí en esa vena unos cuantos párrafos más, concluyendo la carta con la buena noticia de que su primo Tom había aparecido como por arte de magia en Brooklyn y estaba impaciente por volver a verla y conocer a Terrence (su marido, oriundo de Inglaterra y profesor de biología en Rutgers). A lo mejor podíamos cenar todos juntos una noche en la ciudad. Pronto, esperaba yo. Dentro de unos días o la semana próxima: en cuanto ella estuviera libre.
Tardé más de tres horas en concluir la tarea, y me quedé agotado, tanto física como mentalmente. Pero no me gustaba tener la carta rondando por el apartamento, así que salí inmediatamente a la calle y la eché en uno de los buzones de la entrada de la oficina de correos de la Séptima Avenida. Ya era hora de cenar, pero no tenía ni pizca de hambre. Así que recorrí varias manzanas más, entré en Shea’s, la tienda de vinos y licores del barrio, y compré una botella de whisky escocés y dos de vino tinto. No suelo beber mucho, pero hay momentos en la vida en que el alcohol alimenta más que la comida. Aquél era uno de ellos. Recuperar el contacto con Tom me había levantado mucho la moral, pero ahora que me encontraba solo de nuevo, caí de pronto en la cuenta de que me había convertido en una persona desamparada y digna de lástima: un pedazo de carne desconectado y sin rumbo. No soy propenso a tener lástima de mí mismo, pero más o menos durante una hora me dejé llevar por la autocompasión con todo el abandono de un adolescente taciturno. Finalmente, al cabo de dos whiskies y media botella de vino, la melancolía empezó a esfumarse y me senté al escritorio para añadir otro capítulo al
Libro del desvarío humano
,
una anécdota exquisita relacionada con la taza del retrete y una maquinilla de afeitar eléctrica. Se remontaba a la época en que Rachel iba al instituto y aún vivía en casa, y ocurrió en la fría tarde de un jueves, día de Acción de Gracias, cuando faltaba media hora para la llegada de unos doce invitados, prevista para las cuatro. No con poco dispendio, Edith y yo habíamos reformado el baño de la planta de arriba, y todo estaba reluciente: baldosines, armarios, botiquín, lavabo, bañera y ducha, retrete, todo era nuevo. Yo me encontraba en el dormitorio, haciéndome el nudo de la corbata de pie frente al espejo; Edith estaba abajo, en la cocina, asando el pavo en el horno y cuidando de los detalles de última hora; y Rachel, con dieciséis o diecisiete años, que se había pasado la mañana y las primeras horas de la tarde redactando un trabajo para el laboratorio de física, estaba en el baño, arreglándose a toda prisa antes de que llegaran los invitados. Acababa de ducharse en la ducha nueva y ahora estaba frente al retrete, con el pie derecho apoyado en el borde de la taza, afeitándose la pierna con una maquinilla Schick que funcionaba con pilas. En un momento dado, la maquinilla se le escurrió y cayó al agua. Metió la mano e intentó sacada, pero el artilugio se había quedado atascado en el fondo, y no podía sacarlo. Entonces abrió la puerta y gritó:
—¡Papá! —Aún me llamaba
papá
por entonces—. Necesito que me ayudes.
Y papá fue a ver. Lo más gracioso de la situación era que la maquinilla seguía zumbando y vibrando dentro del agua. Era un ruido extrañamente insistente y molesto, un obstinado acompañamiento sonoro a lo que ya constituía una situación desconcertante y curiosa, quizá sin precedentes. Y, con aquel zumbido, además de inhabitual resultaba bastante cómica. Me reí al ver lo que pasaba, y cuando Rachel comprendió que no me estaba riendo de ella, se echó a reír también. Si tuviera que elegir un instante, un solo recuerdo para guardar en la memoria entre todos los momentos que he pasado con ella desde hace veintinueve años, creo que sería ése.
Las manos de Rachel eran mucho más pequeñas que las mías. Si ella no era capaz de sacar la maquinilla, no cabía esperar que yo lo consiguiera, pero lo intenté por guardar las formas. Me quité la chaqueta, me remangué, me lancé la corbata por encima del hombro izquierdo y metí la mano. El vibrante instrumento estaba tan firmemente atascado, que sacarlo parecía completamente imposible.
Nos habría sido muy útil uno de esos largos alambres flexibles que utilizan los fontaneros, pero no teníamos ninguno, así que deshice una percha metálica y la introduje en el retrete. Aunque el alambre era fino, resultaba demasiado grueso para nuestro propósito y no nos sirvió de nada.
Entonces sonó el timbre de la puerta, creo recordar, y llegó el primero de los muchos parientes de Edith. Rachel seguía en albornoz, de rodillas y sentada sobre los talones, observando mis vanos esfuerzos por sacar la máquina con el alambre, y como iba pasando el tiempo, le sugerí que sería mejor que se vistiera.
—Voy a desmontar la taza y a volverla del revés —le dije—. A lo mejor puedo sacar el aparatito tirando de él por el otro lado.
Rachel sonrió, me dio unas palmaditas en la espalda como si pensara que me había vuelto loco y se puso en pie. Cuando salía del baño, le dije:
—Di a tu madre que bajaré dentro de un poco. Si te pregunta lo que estoy haciendo, dile que no es asunto suyo. Y si vuelve a preguntarte, contéstale que estoy aquí arriba luchando por la paz mundial.
Había una caja de herramientas en el armario de la ropa blanca, al lado del dormitorio, y una vez que hube cortado la llave de paso del retrete, fui por unos alicates para desatornillar la taza del suelo. No sé lo que pesaría aquello. Logré levantado un poco, pero era demasiada carga para que pudiera volverlo del revés con la seguridad de que no se me iba a caer, sobre todo en un espacio tan lleno de obstáculos. No tuve más remedio que sacarlo del baño, y como temía arañar el parqué si lo dejaba en el pasillo, decidí llevarlo abajo y dejarlo en el jardín, en la parte de atrás de la casa.
A cada paso que daba, el retrete parecía pesar un kilo más. Cuando llegué al arranque de las escaleras, me dio la impresión de llevar una cría de elefante blanco en brazos. Afortunadamente, uno de los hermanos de Edith acababa de entrar en casa, y cuando vio lo que estaba haciendo, se acercó a echarme una mano.
—¿Qué estás haciendo, Nathan? —me preguntó.
—Llevo el retrete en brazos —contesté—. Vamos a sacarlo fuera y dejarlo en el jardín.
Ya habían llegado todos los invitados, y hasta el último de ellos se quedó boquiabierto ante el extraño espectáculo de dos hombres con camisa blanca y corbata que transitaban por las habitaciones de una casa de un barrio residencial llevando a cuestas un retrete musical en el día de Acción de Gracias. Olía a pavo por todas partes. Edith servía bebidas. Había una música de fondo, una canción de Frank Sinatra («My Way», si no recuerdo mal), y la querida Rachel, muy cohibida, nos miraba con aire avergonzado, sintiéndose culpable de estropear la fiesta de su madre, tan cuidadosamente planeada.
Sacamos fuera al elefante y lo pusimos del revés en el parduzco césped de otoño. No puedo recordar la cantidad de herramientas distintas que saqué del garaje, pero ninguna sirvió.
Ni el mango del rastrillo, ni el destornillador, ni el martillo ni el punzón: nada. Y en todo ese tiempo la maquinilla eléctrica seguía zumbando, entonando su interminable aria de una sola nota. Unos cuantos invitados se congregaron en torno a nosotros en el jardín, pero tenían hambre y frío, y empezaban a aburrirse, y uno por uno fueron entrando todos en casa. Pero yo no: Nathan Glass, el obstinado, el que no se rinde, siguió allí. Cuando acabé comprendiendo que no quedaba esperanza alguna, cogí un mazo y reduje a pedacitos la taza del retrete. La indomable maquinilla de afeitar cayó suavemente al suelo. La apagué, me la guardé en el bolsillo y al entrar en casa se la entregué a mi ruborizada hija. Que yo sepa, el condenado chisme sigue funcionando todavía.
Tras guardar la historia en la caja que llevaba la etiqueta «Percances», me despaché la otra mitad de la botella y me acosté. Para ser sincero (¿cómo puedo escribir este libro si no digo la verdad?), me dormí masturbándome. Haciendo lo posible por imaginarme a Marina González desnuda, traté de convencerme de que estaba a punto de entrar en la habitación y meterse conmigo en la cama, impaciente por entrelazar su cálido y suave cuerpo con el mío.
Dio la casualidad de que la masturbación fue uno de los temas de la conversación que Tom y yo mantuvimos mientras almorzábamos al día siguiente (en un restaurante japonés esta vez, ya que Marina libraba en el Diner). Todo empezó cuando le pregunté si había conseguido localizar a su hermana. Por lo que yo sabía, la última vez que alguien de la familia la había visto fue antes de la muerte de June, cuando volvió a Nueva Jersey a reclamar a la pequeña Lucy. Eso fue en 1992, hacía ya más de ocho años, y teniendo en cuenta que Tom no la había mencionado para nada el día anterior, supuse que en cierto modo mi sobrina había desaparecido de la faz de la tierra, y que nunca volveríamos a saber de ella.
Nada de eso. A finales de 1993, menos de un año después del entierro de mi hermana, Tom y un par de compañeros suyos de universidad, ya licenciados, adoptaron un plan para ganarse un dinerito contante y sonante. En los alrededores de Ann Arbor había una clínica de inseminación artificial, y los tres decidieron ofrecer sus servicios como donantes al banco de esperma. Se lo tomaron como una aventura divertida, y ninguno de ellos se paró a considerar las consecuencias de lo que iban a hacer: llenar tubos de semen eyaculado que sirviera para que ciertas mujeres a las que nunca habían visto ni tenido entre sus brazos se quedaran embarazadas, y luego dieran a luz a unas criaturas —
sus hijos
— cuyos nombres, vida y destino constituirían un eterno misterio para ellos.
Condujeron a cada uno a una salita particular, y con objeto de infundirles una buena disposición de ánimo, la clínica tuvo la amabilidad de proporcionar a los donantes un montón de revistas pornográficas: una serie de fotos de chicas desnudas en atrayentes posturas eróticas. Dada la naturaleza de la bestia masculina, tales imágenes rara vez dejan de provocar consistentes y palpitantes erecciones. Tomándose en serio lo que hacía, como siempre, Tom se sentó diligentemente en la cama y empezó a hojear las revistas. Al cabo de unos minutos, tenía los pantalones y los calzoncillos en torno a los tobillos, la mano derecha en la polla y la izquierda en la revista, y a medida que iba pasando páginas, estaba claro que culminar la tarea sólo era cuestión de tiempo. Entonces, en una publicación que después identificó como
Midnight Blue
, vio a su hermana. No cabía duda de que se trataba de Aurora: con una sola mirada, Tom supo quién era. Ni siquiera se había molestado en disimular su nombre. El reportaje de seis páginas y más de una docena de fotografías se titulaba «Rory la Magnífica», y en él aparecía en varios estadios de desnudez y provocación: engalanada con un camisón transparente en una fotografía, con liguero y medias negras en otra, botas de cuero hasta la rodilla en otra, pero en la cuarta página era pura Rory de los pies a la cabeza, acariciándose los pechos menudos, tocándose los genitales, sacando el culo, separando las piernas de tal modo que no dejaba nada a la imaginación, y en todas las fotos estaba sonriendo, incluso riendo abiertamente, los ojos iluminados por una exuberante oleada de candor y felicidad, sin rastro alguno de reticencia ni malestar, con aspecto de estar pasándoselo como nunca.
—Casi me muero —contó Tom—. En un abrir y cerrar de ojos, la picha se me puso completamente blanda. Me subí los pantalones, me abroché el cinturón y salí de allí todo lo rápido que pude. Me quedé para el arrastre, Nathan. Mi hermana pequeña posando desnuda en una revista porno. Y verlo en esas horribles circunstancias: de sopetón, en aquella puñetera clínica justo en el momento en que estoy tratando de hacerme una paja. Me puse enfermo, me dieron ganas de vomitar. No sólo porque era odioso ver a Rory así, sino porque hacía dos años que no tenía noticias de ella, y aquellas fotos parecían confirmar mis peores pesadillas sobre lo que le había pasado. Sólo tenía veintidós años, pero ya había caído en la forma más baja y degradante de ganarse la vida: vender su cuerpo por dinero. Era tan deprimente que me habría pasado un mes llorando.
Cuando se ha vivido tanto como yo, se tiende a creer que ya se ha visto todo, que no hay nada que te pueda escandalizar. Nos sentimos ufanos del supuesto conocimiento que tenemos del mundo, y entonces, de vez en cuando, surge algo que nos hace salir bruscamente de ese cómodo caparazón de superioridad, que nos vuelve a recordar que no entendemos ni lo más mínimo de la vida. Mi pobre sobrina. La lotería genética se había portado demasiado bien con ella, le habían tocado todos los premios. A diferencia de Tom, que había heredado la contextura de los Wood, Aurora era una Class de pies a cabeza, y en nuestra familia somos altos y delgados, de rasgos angulosos. Se había convertido en una copia exacta de su madre: una belleza morena, de piernas largas, tan fina y ágil como la propia June. Tan opuesta a su hermano como la Natacha de
Guerra y paz
a Pierre, voluminoso y sin gracia. Ni que decir tiene que todo el mundo quiere ser atractivo, pero en una mujer la belleza puede convertirse a veces en una maldición, sobre todo cuando se es una chica como Aurora, con los estudios colgados, sin marido pero con una hija de tres años que mantener y un carácter alocado y rebelde que la impulsa a despreciar el mundo y no temer ningún peligro. Si anda corta de dinero y su belleza es lo único que puede vender, ¿por qué no desnudarse y exhibirse ante la cámara? Siempre que la situación no se vaya de las manos, aceptar una oferta como ésa puede significar la diferencia entre comer y no comer, entre vivir como es debido y malvivir.