Brooklyn Follies (11 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

—¿Siempre juzga usted a la gente por la ropa que lleva? —inquirió.

—No es un juicio —repuse—, sólo una conjetura. Puede que sea una suposición estúpida, pero si usted no es pintora, escultora o artista de alguna clase, entonces será la primera vez que me equivoco con respecto a una persona. Es mi especialidad. Miro a la gente y adivino lo que hace.

Esbozó otra sonrisa que acabó en carcajada. ¿Quién es este absurdo individuo, debía de preguntarse, y por qué me habla de ese modo? Decidí que había llegado el momento de presentarme.

—Por cierto, me llamo Nathan. Nathan Glass.

—Hola, Nathan. Yo me llamo Nancy Mazzucchelli. Y no soy artista.

—¿No?

—Diseño joyas.

—Eso es hacer trampa. Claro que eres artista.

—La mayoría de la gente me llamaría artesana.

—Supongo que eso depende de lo bien que se te dé. ¿Vendes las piezas que haces?

—Por supuesto. Tengo un negocio.

—¿Tienes una tienda en el barrio?

—Tienda, no. Pero hay una serie de sitios en la Séptima Avenida donde venden mis cosas. Y yo también las vendo, en casa.

—Ah, entiendo. ¿Llevas viviendo mucho tiempo aquí?

—Toda la vida. He nacido y me he criado aquí mismo.

—Una nativa de Park Slope de los pies a la cabeza.

—Eso es. Hasta la médula.

Ahí lo tenía: una confesión completa. Sherlock Holmes lo había vuelto a conseguir, y tanto me maravillaba mi demoledora capacidad de deducción, que deseé haber sido dos para darme una palmadita en la espalda. Ya sé que puedo parecer arrogante, pero ¿cuántas veces se logra un triunfo intelectual de esa magnitud? Con sólo oírle decir dos palabras, había adivinado toda la puñetera historia. Si Watson hubiera estado allí, habría sacudido la cabeza mascullando algo entre dientes.

Entretanto, Tom seguía plantado en la acera de enfrente, y decidí que ya era hora de que interviniera en la conversación. Al volverme y hacerle un gesto para que viniera, dije a la B. P. M. que era mi sobrino y que trabajaba de encargado en la sección de libros raros del Brightman’s Attic.

—Conozco a Harry —repuso Nancy—. Trabajé con él un verano antes de casarme. Un tío extraordinario.

—Sí, es un tío estupendo. No hay muchos como él.

Sabía que a Tom no le gustaría verse arrastrado a una situación de la que no quería ser partícipe, pero se acercó a nosotros de todos modos: ruborizándose, la cabeza gacha, con aire de perro apaleado. De pronto lamenté la faena que le estaba haciendo, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás y pedir disculpas, dé modo que seguí adelante y le presenté a la Reina de Brooklyn, no sin dejar de jurar sobre la tumba de mi hermana que nunca jamás volvería a meterme en los asuntos de nadie.

—Tom —anuncié—, ésta es Nancy Mazzucchelli. Empezamos a hablar sobre tiendas de material de dibujo del barrio, pero luego cambiamos de tema y nos pusimos a charlar de joyas. Aunque no te lo creas, ha vivido toda la vida en esta casa.

Sin atreverse a levantar los ojos del suelo, Tom alargó el brazo derecho y estrechó la mano de Nancy.

—Encantado de conocerte —afirmó.

—Me ha dicho Nathan que trabajas en la librería de Harry Brightman —repuso ella, enteramente ignorante de la trascendencia de aquel momento.

Tom la acababa de tocar, por fin había oído su voz, y con independencia de si aquello sería suficiente para romper el hechizo, se había establecido contacto, lo que significaba que en lo sucesivo Tom tenía que considerarla bajo una nueva perspectiva. Ya no era la B. P. M., sino Nancy Mazzucchelli. Y aunque fuese preciosa, no dejaba de ser una chica normal y corriente que hacía joyas para ganarse la vida.

—Sí —contestó Tom—. Hace seis meses que trabajo allí. Me gusta.

—Nancy también ha trabajado en la librería —apunté—. Antes de casarse.

En lugar de responder a mi observación, Tom miró su reloj y anunció que tenía que marcharse. Aún sin entender nada, el objeto de su adoración se despidió tranquilamente de él.

—Encantada de conocerte, Tom —le dijo—. Espero que volvamos a vernos.

—Sí, yo también lo espero —contestó él, y entonces, para mi sorpresa, se volvió hacia mí y me estrechó la mano—. Sigue en pie lo de la comida, ¿no?

—Pues claro —repuse, aliviado al ver que no estaba tan molesto como había pensado—. En el mismo sitio, a la misma hora.

Y se marchó, arrastrando los pies por la acera con su aire parsimonioso, empequeñeciéndose cada vez más en la distancia.

Cuando se alejó lo bastante para que no nos oyera, Nancy dijo:

—Es muy tímido, ¿verdad?

—Ya lo creo. Pero es noble y buena persona. De lo mejorcito que hay.

La B. P. M. sonrió.

—¿Sigues queriendo que te recomiende una tienda de material de dibujo?

—Sí, por favor. Pero también me interesaría ver tus joyas. El cumpleaños de mi hija es dentro de poco, y todavía no le he comprado el regalo. A lo mejor me puedes ayudar a elegir algo para ella.

—Puede que sí. ¿Por qué no entramos y echas una mirada?

S
OBRE LA ESTUPIDEZ DE LOS HOMBRES

Acabé comprando un collar que costaba cerca de ciento sesenta dólares (treinta dólares menos del precio marcado por pagar al contado). Era un trabajo fino y delicado, con pequeñas piezas de topacio, granate y cristal tallado ensartadas en una delgada cadena de oro, y estaba seguro de que realzaría el esbelto cuello de Rachel. Había mentido con respecto a su cumpleaños —para el que aún faltaban tres meses—, pero me figuré que no estaría de más enviar una nueva ofrenda de paz como complemento de la carta que había escrito el martes. Cuando falla todo lo demás, acósalas con muestras de amor.

Nancy tenía el taller en la planta baja de la casa, en una habitación trasera con ventanas al jardín, que no era tanto un jardín como un pequeño patio de recreo, con unos columpios en un rincón, un tobogán de plástico en otro, y un montón de juguetes y pelotas de goma en el medio. Mientras examinaba minuciosamente los diversos anillos, collares y pendientes que tenía para vender, mantuvimos una charla bastante agradable sobre una variedad de temas. Resultaba fácil hablar con ella —era una persona abierta, generosa, verdaderamente afable y simpática—, pero lamentablemente, según comprobé, de inteligencia no muy aguda, ya que pronto me informó de que creía fervientemente en la astrología, el poder de los cristales y toda clase de paparruchas tipo New Age. Bueno, y qué. Nadie es perfecto como dicen en esa famosa película; ni siquiera la Bella y Perfecta Madre. Lo siento por Tom, pensé. Se llevaría una tremenda decepción si alguna vez lograba entablar una conversación seria con ella. Aunque, mirándolo bien, quizá fuese mejor así.

Había adivinado ciertos hechos fundamentales de su vida, pero seguía teniendo curiosidad por saber si el resto de mis teorías holmesianas continuaban siendo válidas o no. En consecuencia, seguí haciéndole preguntas; como el que no quiere la cosa, aprovechando la ocasión siempre que podía, yendo con todo el tiento posible. El resultado fue un tanto desigual. Había acertado en la cuestión de los estudios (Colegio 321, Instituto Midwood, dos años en la Universidad de Brooklyn antes de dejar los estudios para probar suerte como actriz, lo que al final quedó en nada), pero me había equivocado en lo de heredar la casa a la muerte de sus padres. Su padre había muerto, pero su madre no sólo seguía en este mundo sino que derrochaba vitalidad. Ocupaba la habitación más grande de la casa, todos los domingos montaba en bicicleta por el Prospect Park, y a sus cincuenta y ocho años seguía trabajando de secretaria en un bufete de abogados cerca del centro de Manhattan. Adiós a mis dotes adivinatorias. Adiós al ojo infalible de Glass.

Nancy llevaba siete años casada y se refería a su marido como Jim y Jimmy, indiferentemente. Cuando le pregunté si el Mazzucchelli era él o si había conservado su apellido de soltera, se echó a reír y anunció que su marido era irlandés de pura cepa. Bueno, repuse, al menos Italia e Irlanda empezaban con la letra I. Eso le arrancó otra carcajada, y entonces, sin dejar de reír, me dijo que el nombre de su madre y el apellido de su marido eran el mismo.

—¿Ah, sí? —dije yo—. ¿Y cuál es?

—Joyce.

—¿Joyce? —Hice una pausa en una especie de mudo asombro, y añadí-: ¿Quieres decir que estás casada con un hombre que se llama James Joyce?

—Ajá. Exactamente igual que el escritor.

—Increíble.

—Lo curioso es que los padres de Jim no saben nada de literatura. Ni siquiera han oído hablar de James Joyce. Le pusieron Jim porque así se llamaba el padre de su madre, James Murphy.

—Bueno, espero que Jim no sea escritor. No sería muy divertido tratar de publicar algo con ese nombre grabado en la frente.

—No, no, mi Jim no escribe. Es mezclador de sonido.

—¿Que es que?

—Mezclador de sonido.

—No sé qué es eso.

—Crea efectos sonoros en las películas. Forma parte de la posproducción. Los micros no siempre recogen todo lo que se oye en el plató. Pero pongamos que el director quiere tener el sonido de alguien que va pisando la grava por el camino de entrada de una casa, ¿sabes a lo que me refiero? O el ruido de cuando se pasa la página de un libro, o el de cuando se abre una caja de galletas: eso es lo que hace Jimmy. Es un trabajo genial. Muy preciso, muy interesante. La verdad es que trabajan mucho para que las cosas salgan como es debido.

Cuando Tom y yo nos vimos para comer a la una en punto, le di un informe exhaustivo de todo lo que había logrado averiguar en mi charla con Nancy. Lo encontré especialmente animado, y más de una vez me dio las gracias por haber tomado aquella iniciativa por la mañana y obligarlo a encontrarse cara a cara con la B. P. M.

—No sabía cómo ibas a reaccionar —le expliqué—. Cuando crucé la calle y me planté en la acera de enfrente, estaba convencido de que te ibas a enfadar conmigo.

—Me pillaste desprevenido, eso es todo. Lo que hiciste estuvo bien, Nathan, le echaste valor y fue algo estupendo.

—Eso espero.

—Nunca la había visto tan de cerca. Es absolutamente deslumbrante, ¿verdad?

—Sí, muy bonita. La chica más guapa del barrio.

—Y buena persona. Eso sobre todo. Se nota cómo irradia bondad por todos los poros de su piel. No es una de esas bellezas estiradas que se lo tienen tan creído. Le gusta la gente.

-Con los pies en la tierra, como suele decirse.

—Sí, eso es. Con los pies en la tierra. Ya no une siento intimidado. La próxima vez que la vea, podré decirle hola, hablar con ella. Incluso podríamos hacer amistad, con el tiempo.

—Lamento desilusionarte, pero después de hablar con ella esta mañana une parece que no tenéis mucho en común. Sí, es una chica encantadora, pero no posee muchas luces, Tom. Inteligencia media, en el mejor de los casos. Fue a la universidad pero colgó los estudios. No le interesan los libros ni la política. Si le preguntas quién es el ministro de Asuntos Exteriores, no sabrá responderte.

—¿Y qué? Es posible que yo haya leído más libros que cualquiera que esté ahora mismo en el restaurante, ¿y de qué une sirve? Los intelectuales son una mierda, Nathan. Es la gente más aburrida del mundo.

—Puede ser. Pero lo primero que te pregunta es tu signo del zodiaco. Y luego tienes que pasarte veinte minutos hablando de horóscopos.

—No une importa.

—Pobre Tom. Estás completamente chalado por ella, ¿verdad?

—No lo puedo remediar.

—Entonces, ¿cuál va a ser el próximo paso? ¿Matrimonio o simplemente la clásica aventura amorosa?

—Si no une equivoco, creo que ya está casada.

—Un detalle sin importancia. Si quieres que el marido desaparezca del mapa, lo único que tienes que hacer es decirlo. Tengo buenos contactos, chaval. Pero, tratándose de ti, puede que me encargue personalmente del trabajo. Ya estoy viendo los titulares. EX AGENTE DE SEGUROS ASESINA A JAMES JOYCE.

—Ja, ja.

—Pero tengo que decirte algo bueno de tu Nancy. Hace unas joyas muy bonitas.

—¿Tienes ahí el collar?

Metí la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué el estrecho y alargado estuche que contenía mi adquisición de la mañana. Justo cuando estaba abriendo la tapa, Marina llegó a la mesa con nuestros sándwiches. No queriendo excluirla de la ceremonia de presentación, moví el estuche hacia ella para que también pudiera vedo. El collar estaba colocado a lo largo de una tira de algodón blanco, y Marina, inclinándose para observarlo mejor, enseguida dio su veredicto.


Ah, qué linda
[4]
—dijo—, qué cosa más bonita.

Tom secundó su opinión con un silencioso movimiento de cabeza, sin duda demasiado emocionado para articular palabra mientras pensaba en su querida Nancy, cuyas celestiales manos habían labrado el pequeño y destellante objeto que tenía ante los ojos.

Saqué el collar de la caja y se lo tendí a Marina.

—¿Por qué no te lo pruebas? —sugerí—. Para que lo veamos puesto.

Ésa era mi primera intención —simplemente que nos sirviera de modelo—, pero en cuanto cogió el collar y lo sostuvo con las manos sobre su piel canela (aquel pequeño espacio de pecho al descubierto justo por debajo del primer botón desabrochado de la blusa color turquesa), cambié súbitamente de opinión. Quería regalárselo. Siempre podría comprarle otro collar a Rachel, pero aquél le sentaba tan perfectamente a Marina que parecía suyo. Al mismo tiempo, si le daba la impresión de que une estaba insinuando (lo que era cierto, desde luego, aunque sin esperanzas), quizá sintiera que la ponía en una situación delicada y entonces se negaría a aceptado.

—No, no —le dije—. No lo sostengas así. Póntelo para ver cómo sienta.

Mientras ella intentaba cerrarse el broche en la nuca, traté de pensar apresuradamente en algo que pudiera vencer su resistencia.

—Me han dicho que hoy es tu cumpleaños —aventuré—. ¿Es verdad, Marina, o me estaban tomando el pelo?

—Hoy no —contestó—. La semana que viene.

—Esta semana, la que viene, ¿qué más da? Es pronto, lo que significa que ya estás viviendo dentro del aura del aniversario. Lo llevas escrito en la cara.

Marina acabó de ponerse el collar y sonrió.

—¿Aura del aniversario? ¿Qué es eso?

—He comprado hoy ese collar por nada en especial. Quería regalárselo a alguien, pero no sabía a quién. Y ahora que he visto lo bien que te sienta, quiero que lo lleves tú. Eso es el aura del aniversario. Una fuerza poderosa que obliga a la gente a hacer toda clase de cosas raras. No lo sabía en aquel momento, pero estaba comprando el collar para ti.

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