—Créetelo, tío. Harry ha muerto, y vosotros lo habéis matado. El muy estúpido, el pobre Harry. Lo único que hizo fue quererte, y tú se lo pagaste tendiéndole una horrorosa trampa para hacerle chantaje. Buen trabajo, muchacho. Ya puedes estar orgulloso.
—No es verdad. Harry está vivo.
—Llama al depósito de cadáveres del Hospital Metodista de Brooklyn. No tienes por qué aceptar mi palabra tal cual. Pregúntaselo a los tíos de la bata blanca.
—Lo haré. Eso es precisamente lo que voy a hacer.
—Bien. Entretanto, no te olvides de llamar a los de la mudanza. Los libros de Harry se quedan donde están. Si te presentas mañana en el Brightman’s Attic, te rompo la crisma. Y luego te entrego a la policía. ¿Te enteras, Gordon? Si haces lo que te digo saldrás bien librado. Porque sé lo de la página falsificada del manuscrito, el cheque de diez mil dólares, todo. Sólo que no quiero ver mezclado el nombre de Harry en todo esto. El pobre hombre ha muerto, y no quiero hacer nada que perjudique su memoria. Pero a condición de que tú te portes como un buen chico. Haz lo que te digo, o de lo contrario cambio de idea y no paro hasta acabar contigo. ¿Me oyes? Haré que te echen el guante y te metan en la cárcel. Te voy a joder de tal manera que ya no te quedarán ni ganas de vivir.
Rufus no quería su parte, ni del edificio ni de la tienda. No quería nada de Brooklyn, nada de la ciudad de Nueva York, nada de Estados Unidos. La única Norteamérica que quería era la que habitaba Harry Brightman, y ahora que Harry ya no estaba allí, Rufus decidió que era el momento de volver a casa.
—Me vaya Kingston, a vivir con mi abuela —anunció—. Es mi amiga, la única que tengo en el mundo.
Ésa fue su sorprendente reacción al conocer el testamento de Harry. En cuanto a Tom, permaneció en silencio, sin saber lo que pensar.
Volví al apartamento de arriba a las diez un poco pasadas. Nancy ya se había ido a casa, a atender a sus hijos; Lucy se había quedado dormida delante de la televisión y la habían trasladado a la cama de Harry, donde ahora seguía tumbada sobre la colcha con la ropa puesta y la boca abierta, dejando escapar tenues sonidos guturales en la cálida noche de Nueva York; Tom y Rufus estaban en el cuarto de estar, sentados en sendas butacas y fumando. Tom, dando lentas caladas a un Camel con filtro, ofrecía un aspecto meditabundo. Rufus, dando continuas chupadas a lo que parecía ser un canuto, tenía ojos de loco.
Colocado o no, habló con meridiana claridad cuando les leí el testamento de Harry. Ya había tomado su decisión, y por mucho que Tom tratara de convencerlo, no se apartaba un ápice de su postura. Lo único que quería era hablar de Harry, cosa que hizo durante largo rato, ofreciendo una prolija y emotiva descripción del momento en que se conocieron —Rufus deshecho en llanto, recién desalojado del apartamento en que vivía con su amigo Tyrone, y Harry que surge entre las sombras de la noche, rodeándole el hombro con el brazo y preguntándole si podía ayudado en algo—, para luego pasar a las mil cosas que Harry había hecho desinteresadamente por él a lo largo de los tres últimos años, dándole trabajo en primer lugar, pero también pagándole el vestuario y las joyas que utilizaba en su papel de Tina Hott, por no mencionar la inagotable generosidad de Harry con respecto a los carísimos medicamentos que mantenían a Rufus con vida. ¿Había existido jamás una persona tan buena como Harry Brightman?, preguntó. No que él supiera, prosiguió, contestando a su propia pregunta, y entonces, por enésima vez aquella noche, rompió a llorar.
—No tienes más remedio —le dijo Tom, emergiendo finalmente de su aturdido silencio—. Te quedes o no, el dinero nos pertenece a los dos. Somos socios, y desde luego yo no voy a quedarme con tu parte. Mitad y mitad, Rufus. Nos repartimos todo a medias.
—Sólo mándame dinero para las medicinas —musitó Rufus—. No quiero nada más.
—Venderemos el edificio y la librería —propuso Tom—. Nos lo quitaremos todo de encima y nos repartiremos las ganancias.
—No, Tommy —repuso Rufus—. Quédatelas. Tú eres muy listo, tío, te harás rico si aguantas un poco. Este sitio no es para mí. Yo no sé nada de libros. No soy más que un bicho raro, tío, un bicho raro de color que no es de aquí. Una chica con cuerpo de chico. Un chico moribundo que quiere volver a casa.
—No te vas a morir —aseguró Tom—. Estás bien de salud.
—Todos nos vamos a morir, cariño —sentenció Rufus, encendiendo otro canuto—. No te lo tomes tan a pecho. A mí eso no me quita el sueño, tío. Mi abuela cuidará bien de mí. Sólo acuérdate de llamarme de vez en cuando, ¿vale? Prométemelo, Tommy. Si se te pasa mi cumpleaños, creo que nunca te lo perdonaré.
Mientras escuchaba la conversación entre los dos jóvenes, se me empezó a hacer un nudo en la garganta a mí también. No soy muy dado a manifestar abiertamente mis sentimientos, pero aún no me había recuperado de mi conversación con Dryer, que me había costado más trabajo de lo previsto. Para enfrentarme con él había asumido el papel de tipo duro, dando muestras de una ferocidad digna de un matón de película clásica de serie B. No es que Dryer se mereciera que lo trataran bien, pero hasta que las palabras no salieron de mis labios, ignoraba que fuera capaz de tal crudeza, de semejante brutalidad. Ahora, minutos después de concluida la conversación, volvía a estar en el apartamento de la segunda planta, escuchando cómo Rufus Sprague rechazaba las mismas cosas que Dryer había querido robar a Harry. El contraste era tan acusado, tan abrumador, que resultaba inevitable conmoverse por la diferencia entre los dos hombres. Y sin embargo Harry los había querido a los dos, había permanecido fiel a cada uno de ellos con el mismo entusiasmo desesperado, con la misma devoción incondicional. ¿Cómo era posible algo así?, me pregunté. ¿Cómo podía una persona equivocarse tan completamente al juzgar a un hombre y al mismo tiempo ser tan certero Con respecto al auténtico carácter de otro? Rufus sólo tenía veintiséis o veintisiete años. Físicamente parecía una exótica criatura de otro planeta, y con su cabeza pequeña y perfecta, el rostro ovalado color de miel y sus extremidades largas y esbeltas, era la encarnación misma del debilucho, del tontorrón, del mariquita. Pero había también en él cierta vehemencia, una especie de idealismo poco corriente que rechazaba las vanidades y deseos que nos hacía a todos los demás tan vulnerables a las tentaciones del mundo. Por su propio bien, yo esperaba que reconsiderase su decisión sobre la herencia. Confiaba en que empezara a pensar como nosotros y aceptara los bienes que le habían legado, pero al escuchar cómo Tom discutía con él durante más de dos horas, comprendí que eso no iba a suceder.
El día siguiente se dedicó a quehaceres prácticos. Llamadas a los amigos de Harry (hechas por Rufus), llamadas a Bette a Chicago y a algunos colegas libreros de Nueva York (hechas por Tom), llamadas a diversas funerarias de Brooklyn (hechas por mí). En el testamento, Harry dejaba instrucciones para que lo incineraran, pero no había estipulado cómo ni dónde debían dispersarse las cenizas. Tras una larga discusión, decidimos hacerlo en una zona arbolada de Prospect Park. Según la ley, en Nueva York no se pueden esparcir las cenizas de los muertos en lugares públicos, pero pensamos que si nos poníamos en un sitio apartado y poco transitado, nadie se fijaría en nosotros. La factura por la cremación del cadáver de Harry y el depósito de sus restos en una urna metálica ascendió a más de mil quinientos dólares. Como no había nadie más en posición de contribuir, fui yo quien se hizo cargo de los gastos.
La tarde de la ceremonia —domingo, once de junio—, dejé a Lucy con una canguro y fui caminando al parque con Tom, que llevaba la urna en una bolsa verde con el logotipo del Brightman’s Attic. Había hecho un bochorno horrible durante todo el fin de semana, una oleada de calor de treinta y cinco grados, con una humedad y una luz opresivas, pero el domingo había sido el peor día, una de esas jornadas en que apenas se puede respirar y Nueva York se convierte en una avanzadilla de la selva ecuatorial, el lugar más tórrido y repugnante de la tierra. Con sólo moverse, sentía uno el cuerpo empapado en sudor.
La escasa asistencia se debió seguramente al calor. Los amigos que Harry tenía en Manhattan optaron por quedarse en casa, en sus apartamentos con aire acondicionado, y por tanto nuestras filas se vieron reducidas a unos cuantos incondicionales del barrio. Entre ellos se contaban tres o cuatro comerciantes de la Séptima Avenida, el dueño del restaurante donde Harry solía ir a almorzar, y la peluquera que le cortaba y teñía el pelo.
Nancy Mazzucchelli estuvo presente, desde luego, así como Su marido, el espurio James Joyce, más conocido como Jim o Jimmy. Era la primera vez que lo veía, y lamento decir que no me llevé una impresión favorable. Era tan alto y atractivo como Tom había anunciado, pero no dejó de lamentarse del calor y de los mosquitos que zumbaban entre los árboles, quejas que yo interpreté como una señal de infantilismo y egocentrismo exagerados, sobre todo cuando había acudido a presentar sus últimos respetos a un hombre que ya no tendría el placer de quejarse de nada.
Pero no importa. Sólo una cosa contó aquel día, y no guardaba relación con el marido de Nancy ni con el tiempo. Sino única y exclusivamente con Rufus, que apareció veinte minutos después de que el resto del grupo se hubiera reunido, presentándose con aire resuelto en el bosquecillo plagado de mosquitos justo cuando íbamos a empezar la ceremonia sin él. Para entonces, la opinión general era que se había acobardado, que la perspectiva de ver a Harry reducido a cenizas dentro de una urna había sido demasiado para él y no se había sentido con fuerzas para resistir la dura prueba. Sin embargo, le concedimos el beneficio de la duda, y nos quedamos respirando el aire cargado y sofocante durante todos aquellos minutos mientras nos enjugábamos la cara y mirábamos la hora, esperando que nos hubiéramos equivocado. Cuando al fin apareció, pasaron unos segundos antes de que alguien lo reconociera. Quien había venido a reunirse con nosotros no era Rufus Sprague, sino Tina Hott; y la trasformación era tan radical, tan fascinante, que hasta oí que alguien dejaba escapar un gemido.
Era una de las mujeres más bellas que había visto en la vida. Enteramente ataviado de viuda, con un vestido negro muy ceñido, tacones de casi ocho centímetros, y un sombrerito redondo con un fino velo negro, se había convertido en la encarnación de la feminidad absoluta, una idea de lo femenino que superaba todo lo existente en el ámbito real de las mujeres. La peluca castaño rojiza parecía pelo de verdad; sus pechos daban la impresión de ser auténticos; se había aplicado el maquillaje con habilidad y precisión; y al contemplar las largas y preciosas piernas de Tina, era imposible creer que eran de un hombre.
Pero el efecto que creaba iba más allá de los adornos superficiales, más allá de la ropa, la peluca o el maquillaje. También estaba allí la luz interior de lo femenino, y el porte digno y afligido de Tina era la imagen perfecta del dolor de una viuda, la representación de una actriz de enorme talento. No dijo nada en toda la ceremonia, permaneciendo entre nosotros en completo silencio mientras la gente pronunciaba breves discursos sobre Harry antes de que Tom abriera la urna y dispersara las cenizas por el suelo. Parecía que habíamos concluido nuestra tarea, pero antes de que diéramos media vuelta para marcharnos, un niño negro y regordete de unos doce años surgió de la linde del bosquecillo y se acercó al grupo. Llevaba un reproductor portátil de discos compactos en los brazos extendidos, y venía ofreciéndolo como si fuera una corona sobre un cojín de terciopelo. El niño, al que más tarde identificaron como primo de Rufus, colocó el aparato a los pies de Tina y pulsó una tecla. De pronto, Tina abrió la boca, y cuando los primeros compases de la música orquestal acabaron de sonar por los altavoces, empezó a formar con los labios la letra de una canción. Al cabo de unos momentos, reconocí la voz de Lena Horne, que cantaba «No puedo dejar de amar a ese hombre», la vieja melodía de
Música en el río
[11]
. En eso consistía el número de Tina Hott los sábados por la noche en el cabaré: no cantaba, sino que fingía cantar, moviendo los labios al son de clásicos del jazz o de la revista musical interpretados por vocalistas legendarias. Era magnífico y absurdo. Divertido y desgarrador. Cómico y conmovedor. Era todo lo que era y todo lo que no era. Y allí estaba Tina, gesticulando con los brazos mientras fingía cantar a grito pelado la letra de la canción. Su rostro desbordaba ternura y amor. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y todos permanecimos inmóviles, petrificados, sin saber si llorar o reír. En lo que a mí me toca, fue uno de los momentos más extraños y trascendentes de mi vida.
Así como nada el pez, y el ave vuela,
he de amar a ese hombre hasta que muera…
Aquella noche, Rufus cogió un avión y se fue a Jamaica. Que yo sepa, no ha vuelto desde entonces.
Tom estaba confuso. Habían pasado tantas cosas en tan breve espacio de tiempo, que no se sentía preparado para enfrentarse a la multitud de posibilidades que se abría ante él. ¿Le apetecía encargarse del negocio de Harry y pasar el resto de su vida comerciando con libros raros y de segunda mano en una librería de Park Slope? ¿O bien, tal como había propuesto el día en que murió Harry, era mejor venderlo todo y repartir con Rufus el producto de la venta? El hecho de que el jamaicano no quisiera el dinero carecía de importancia. El edificio era una propiedad valiosa, y si persistía en rechazar su parte, Tom se encargaría de que su abuela lo aceptara por él. La venta reportaría una enorme suma de dinero, no inferior a varios cientos de miles de dólares para cada uno, y con su parte Tom estaría en condiciones de partir de cero, de tomar la dirección que más le apeteciera. Pero ¿qué era lo que quería? Ésa era la cuestión fundamental, y de momento, la única sin respuesta. ¿Seguía interesado en llevar adelante la idea del Hotel Existencia? ¿O prefería volver a los planes que tenía al salir de Michigan y buscar un puesto de profesor de inglés en algún instituto? Y en ese caso, ¿dónde? ¿Le apetecía quedarse en Nueva York, o estaba dispuesto a hacer el equipaje y trasladarse al campo? Discutimos esas cuestiones un centenar de veces en los días siguientes, pero aparte de dejar su diminuta habitación e instalarse momentáneamente en el apartamento de Harry en el segundo piso de la librería, Tom siguió farfullando, rumiando amargamente las cosas, dando vueltas al asunto.