—No por nada le llamaban el Viejo Profesor —dije—. No sólo fue el primer entrenador de nuestros queridos Mets, sino además, lo que es más importante para el bien de la humanidad, el autor de numerosas frases que transformaron nuestra comprensión de la lengua inglesa. Antes de sentarme, permitidme dejaros con esta perla valiosísima e inolvidable que resume mi propia experiencia con mayor exactitud que cualquier declaración que haya escuchado en los sesenta años que llevo en este mundo: «Todo hombre tiene un momento único en la vida, y yo los he tenido a montones.»
El torneo entre los Mets y los Yankees empezó y terminó; vino el frío; Gore y Bush se enfrentaban en las elecciones. A mi juicio, el resultado no ofrecía duda. Incluso con Nader jorobándolo todo, parecía imposible una derrota de los demócratas, y casi todos los del barrio con quienes hablaba eran de la misma opinión. Sólo Tom, el más pesimista de los hombres cuando se trataba de política estadounidense, parecía preocupado. Pensaba que iba a haber un resultado muy ajustado, aseguró, y si Bush acababa ganando, ya podríamos olvidamos de todas aquellas paparruchas del «conservadurismo compasivo». Aquel individuo no era conservador. Era un ideólogo de la extrema derecha, y en el momento en que jurara el cargo, el gobierno estaría en manos de unos fanáticos.
Apenas una semana antes de las elecciones, apareció finalmente Aurora: sólo para volver a desvanecerse al cabo de treinta segundos. El contacto se estableció en forma de llamada telefónica a Tom, pero como aquella mañana no había nadie en su casa, nos quedamos igual que estábamos, sin nada más que un mensaje incompleto que dejó en el contestador automático. No sé cuántas veces oí aquel mensaje con Tom y Honey, pero desde luego rebobinamos la cinta lo suficiente para aprendemos de memoria hasta la última frase. Cada vez que escuchaba su voz, Rory me parecía un poco más inquieta, más tensa, más amedrentada. De principio a fin, hablaba en un murmullo, alzando apenas la voz, pero lo que decía era tan funesto, que sus palabras llevaban consigo toda la fuerza de un grito.
Tom. Soy yo, Rory. Te llamo desde un teléfono público y no tengo mucho tiempo. Sé que probablemente estarás enfadado conmigo, pero echo tanto de menos a Lucy que sólo quería saber cómo está. No creas que lo hice por gusto, Tommy. Por más vueltas que le di, tú eras la única persona con quien podía contar. Lucy ya no podía estar aquí. Todo se está viniendo abajo. Todo son problemas. He intentado escaparme yo también, pero es difícil, nunca estoy sola… Escríbeme una carta, ¿vale? No tengo teléfono, pero puedes ponerte en contacto conmigo en la calle Hawthorn número ochenta y siete de..¡Joder! Tengo que colgar. Lo siento. He de irme.
Colgó de golpe, y la tan esperada llamada llegó a su fin de manera brusca e incierta. Nuestros presentimientos más sombríos habían cobrado el peso de los hechos, y seguíamos sin tener ni idea de dónde se encontraba. Tom ya había pasado antes por momentos similares con su hermana, y aunque él estaba tan preocupado por ella como yo, su alarma se veía atenuada por el agotamiento, por la exasperación, por años de lamentos y decepciones.
—Es la persona más irresponsable que he conocido —afirmó—. Lucy se está adaptando por fin a vivir con nosotros, y ahora, después de no sé cuántos puñeteros meses, llama para decir que la echa de menos. ¿Qué clase de madre es ésa? Quiere que le escriba, y luego ni siquiera nos dice la ciudad en que vive. No es justo, Nathan. Honey y yo hacemos todo lo que podemos, y lo último que necesitamos es más confusión, más drama. Estoy más que harto.
—Puede que no sea justo —repuse—, pero Rory está en algún apuro, y tenemos que encontrarla. No hay más remedio. Así que deja tus juicios de valor para más adelante, ¿de acuerdo?
A partir de entonces el mundo entero cambió para mí. El desastre electoral de 2000 estaba sólo a la vuelta de la esquina, pero incluso mientras Tom y Honey se quedaban horrorizados frente al televisor durante las cinco semanas siguientes, viendo cómo el Partido Republicano convocaba a sus matones para poner en entredicho los resultados de Florida y luego manipulaba al Tribunal Supremo para montar un golpe de Estado legal, incluso en el momento en que se cometían tales delitos contra el pueblo de Estados Unidos y mi sobrino y su mujer salían a manifestarse a la calle, enviaban cartas a sus congresistas y firmaban incontables protestas y peticiones, a mí sólo me preocupaba una cosa: encontrar a Rory y traerla a Nueva York.
Calle Hawthorn
[13]
ochenta y siete. O quizá era la calle Hawthorne, nombre de persona y no de arbusto; quizá, incluso se llamaba así por Nathaniel Hawthorne, el ya desaparecido novelista que accidentalmente había causado la muerte de nuestro triste e infortunado amigo. Una coincidencia amarga, de poco o ningún significado, pero espeluznante a pesar de todo, como si la presencia de la misma palabra en dos contextos diferentes estableciera un vínculo oculto entre Harry y Aurora: el uno fallecido hacía mucho, la otra simplemente inalcanzable, moradores ambos de lo invisible. Aparte de aquella única pista, sólo cabían conjeturas sin fundamento, pero como Lucy tenía cierto acento sureño, y como había situado a su madre en la inexistente tierra de Carolina Carolina, decidí iniciar la búsqueda en las Carolinas reales, la del Norte y la del Sur. Lástima que Aurora y su marido no tuvieran teléfono. Si hubieran venido en la guía, habría sido posible llamar al servicio de información de todos los pueblos y ciudades de ambos estados y localizados preguntando por el número de David Minor, que vivía en la calle Hawthorn(e) número ochenta y siete. Tarea laboriosa, pero destinada a arrojar un resultado positivo. Como no podía recurrir a tal posibilidad, no tenía más remedio que actuar al revés. Un domingo, cogí el tren a Princeton Junction y pasé doce horas sentado frente a la pantalla de un ordenador con mi hija embarazada y su escarmentado y sumiso marido. A Terrence podría haberle faltado encanto, pero era un superhéroe de la tecnología, y cuando volví a casa a la mañana siguiente, llevaba un listado de todas las calles Hawthorn y Hawthorne de ambas Carolinas. Para mi estupefacción, había varios centenares. Demasiadas. Si quería visitar todos los números ochenta y siete de la lista, tendría que pasarme seis meses en la carretera.
Ahí fue cuando recurrí a Henry Peoples, mi antiguo colega de la aseguradora Mid-Adantic. Había sido uno de los principales investigadores de la empresa, y a lo largo de los años habíamos trabajado juntos en una serie de casos, el más espectacular de los cuales fue el denominado Asunto Dubinsky, que convirtió a Henry en una especie de leyenda en el ramo. Arthur Dubinsky había fingido su muerte a los cincuenta y un años asesinando a un vagabundo de las calles de Nueva York, metiendo el cadáver en su coche y precipitándolo al vacío por una colina de las Rocosas para que acabara envuelto en llamas. Su tercera mujer, Maureen, de veintiocho años, cobró una póliza de seis millones de dólares, y luego, justo un mes después, vendió su piso de Manhattan y desapareció del mapa. Henry, que sospechaba de Dubinsky desde el principio, había seguido vigilando a Maureen, y cuando ella lió de repente el petate y se largó de Nueva York, presentó un informe al jefe de su departamento, que le dio autorización para ir tras ella. Anduvo nueve meses de acá para allá antes de encontrar a la señora Dubinsky, que vivía con su resucitado marido en la isla de Santa Lucía. Logramos recuperar el ochenta y cinco por ciento de la póliza; Arthur Dubinsky acabó en la cárcel por asesinato, y a Henry y a mí nos recompensaron con una generosa bonificación.
Trabajé con Peoples durante más de veinte años, pero no voy a pretender que alguna vez me cayera bien. Era un individuo extraño y desagradable, que seguía una estricta dieta vegetariana y mostraba todo el calor y la personalidad de un farol apagado. Arrugados trajes de poliéster (en su; mayoría marrones), gruesas gafas de concha, caspa perpetua, y una desconcertante repulsión hacia cualquier conversación sobre temas triviales. Ya podía uno presentarse en la oficina con un brazo en cabestrillo o un parche en el ojo, que Henry no decía ni palabra. Se te quedaba mirando durante un rato, asimilaba los detalles del percance, y luego, sin preguntar cómo había ocurrido o si te dolía, se acercaba y te dejaba un informe sobre la mesa.
Pero siempre se las ingeniaba para introducirse en cualquier agujero y sacar personas a la superficie, y ahora que se había jubilado, me pregunté si estaría dispuesto a encargarse de mi asunto. Afortunadamente, seguía viviendo en su antiguo apartamento de Queens, con su hermana viuda y cuatro gatos. Cuando marqué su número, lo cogió al segundo tono.
—Fija tú el precio —le dije—. Te pagaré lo que me pidas.
—No quiero que me pagues nada, Nathan —respondió—. Con que cubras los gastos, será suficiente.
—Podría llevarte meses. No me gustaría que perdieras tanto tiempo y luego no sacaras nada en limpio.
—Lo haré encantado. Últimamente no tengo mucho que hacer. Saldré otra vez a la carretera, y será como en los años gloriosos.
—¿Los años gloriosos?
—Claro. Todos los buenos ratos que pasamos juntos, Nathan. Dubinsky. Williamson. O’Hara. Lupino. Te acuerdas de esos asuntos, ¿verdad?
—Pues claro que los recuerdo. No sabía que fueras tan sentimental, Henry.
—Y no lo soy. O por lo menos no creía serio. Pero puedes contar conmigo. Por los viejos tiempos.
—Doy por sentado que está en Carolina del Norte o Carolina del Sur. Pero podría equivocarme.
—No te apures. Si Minor ha tenido teléfono alguna vez, podré localizarlo. Es pan comido.
Seis semanas después, Henry me llamó en plena noche y musitó cuatro sílabas en el teléfono:
—Winston-Salem.
A la mañana siguiente iba en un avión rumbo al Sur, al centro de la región tabaquera.
El número ochenta y siete de la calle Hawthorne era una destartalada casa de dos plantas en una carretera entre el campo y la periferia, a unos cinco kilómetros del centro urbano. Me perdí varias veces antes de encontrado, y cuando aparqué mi Ford Escort de alquiler en el camino de entrada a la casa, observé que todas las ventanas delanteras tenían las persianas echadas. Era un domingo triste y nublado de mediados de diciembre. La suposición lógica era que no había nadie en casa; o en caso contrario, que Rory y su marido vivían en aquella casa como en una cueva, protegiéndose contra el resplandor de la luz natural y rechazando las intrusiones del mundo exterior, erigidos en únicos miembros de una sociedad de dos personas. No había timbre, así que llamé a la puerta. Como no contestaron, volví a llamar. Desde que Rory dejó el mensaje en el contestador de Tom, habíamos estado esperando que llamara otra vez.
Pero no habíamos vuelto a saber de ella, y ahora que me encontraba frente a lo que tenía todo el aspecto de ser una casa vacía, empecé a preguntarme si seguía viviendo allí. Al llamar por tercera vez, me vino a la cabeza toda clase de ideas horripilantes. ¿Y si había intentado fugarse, me pregunté, y Minor la había atrapado? ¿Y si se la había llevado a otra ciudad, a otro estado, y le habíamos perdido la pista para siempre? ¿Y si le había dado un golpe y la había matado sin querer? ¿Y si ya no había nada que hacer, Y yo venía demasiado tarde para ayudada, demasiado tarde para devolverla al mundo al que pertenecía?
Se abrió la puerta, y ahí estaba Minor en carne y hueso, un hombre alto, bien parecido, de unos cuarenta años, pelo negro, bien peinado y dulces ojos azules. A lo largo de los últimos meses me lo había imaginado con tal aspecto de monstruo, que me llevé una impresión al descubrir lo poco peligroso, lo
normal
que parecía. Si había algo raro en su aspecto, era el hecho de que llevaba una camisa blanca de manga larga y una corbata azul bien anudada al cuello. ¿Qué clase de hombre andaba por casa con camisa blanca y corbata?, me pregunté. Tardé un momento en dar con la respuesta. Un hombre que acababa de venir de la iglesia, dije para mis adentros. Un hombre que respetaba el día del Señor y se tomaba la religión en serio.
—¿Sí? —inquirió—. ¿En qué puedo servirle?
—Soy el tío de Rory —contesté—. Nathan Glass. Por casualidad pasaba por aquí y pensé en acercarme a veda.
—Ah. ¿Lo está esperando ella?
—No, que yo sepa. Según creo, no tienen ustedes teléfono.
—Exacto. No creemos en esas cosas. Incitan mucho a la cháchara y la frivolidad. Preferimos reservar las palabras para asuntos más esenciales.
—Muy interesante, señor…, señor…
—Minor. David Minor. Soy el marido de Aurora.
—Eso es lo que pensaba. Pero no me atrevía…
—Pase, señor Glass. Lamentablemente, Aurora no se encuentra bien hoy. Está arriba, descansando un poco; pero pase usted, sea bienvenido. Somos muy tolerantes por estos pagos. Aunque los demás no compartan nuestra fe, hacemos todo lo posible por tratados con dignidad y respeto. Es uno de los sagrados mandamientos del Señor.
Sonreí, pero no dije nada. Era muy amable, pero hablaba como un fanático, y lo último que quería era enzarzarme con él en una discusión teológica. Que se quedara con su Dios y Su Iglesia, dije para mí. Había ido hasta allí con el único propósito de saber si Rory se encontraba o no en peligro; y si lo estaba sacarla cuanto antes de aquella casa.
Basándome en el abandono del exterior (pintura desconchada, postigos rotos, hierbajos entre los escalones de cemento), esperaba encontrarme con un batiburrillo de muebles desvencijados abarrotando las habitaciones, pero resultó que el interior estaba más que presentable. Rory había heredado el talento de June para sacar partido a las cosas, y había creado en el cuarto de estar un ambiente austero pero acogedor, decorado con plantas, cortinas de cuadros hechas a mano, y un cartel de un museo en la pared del fondo que anunciaba una exposición de Giacometti. Minor me indicó con un gesto que tomara asiento en el sofá, y allí me senté. Él se instaló en una butaca al otro lado de la mesita de cristal, y ambos estuvimos unos momentos sin decir nada. Tentado estuve de entrar de lleno en el asunto —exigiendo subir a la planta alta y hablar con Aurora, acribillándolo a preguntas sobre Lucy, obligándolo a explicar por qué estaba su mujer tan asustada para llamar a su hermano—, pero comprendí que esa manera de enfocar las cosas podría tener un efecto contrario al deseado, así que fui exponiendo el asunto de la manera más delicada posible.