Brooklyn Follies (32 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

»Éste es el hueso sagrado, decía el reverendo, cogiéndose el manubrio con la mano y agitándomelo delante de la cara. Dios me concedió este glorioso don, y el esperma que brota de él puede engendrar ángeles. Tómalo en tu mano, hermana Aurora, y siente el fuego que corre por sus venas. Póntelo en la boca y saborea la carne con que nuestro Señor tuvo a bien dotarme…

»Hice lo que él quería, tío Nat. Cerré los ojos, me metí en la boca aquella enorme y venosa mazorca, y empecé a chupársela despacio. Fue muy desagradable. Mi pobre nariz restregándose contra su maloliente entrepierna, mi estómago cada vez más revuelto…, pero era consciente de lo que hacía, y no me quejaba. Justo cuando iba a correrse, me la saqué de la boca y terminé la faena con la mano, asegurándome de que su precioso esperma me salpicara toda la blusa. Ésa era la prueba, lo que necesitaba para hundir a aquel hijoputa. ¿Te acuerdas de Monica y Bill? ¿Recuerdas el vestido? Bueno, pues ahora yo tenía mi blusa, y era tan eficaz como un arma, tan mortífera como una pistola cargada…

»Cuando subí al coche, estaba llorando. No sé si las lágrimas eran de verdad o de mentira, pero estaba llorando. Le dije a David que arrancara y me llevara a casa. Parecía disgustado, pero como no podía hablar hasta el día siguiente, no estaba en condiciones de preguntarme nada. Entonces fue cuando comprendí que la cosa podía salir de dos maneras. Me disponía a decirle que el reverendo Bob me había violado. Si David rompía a hablar, eso significaría que yo le importaba más que el puto Templo del Verbo Divino. Podíamos entregar la blusa a la poli, solicitar la prueba de ADN y ver cómo el reverendo iba a parar a las calderas del infierno. Pero ¿y si David no hablaba? Eso significaría que yo no era nada para él, que seguiría siendo fiel al padre Bob hasta el final. No tenía mucho tiempo para hacer la jugada. Si David me fallaba, tendría que dejar de pensar en mí misma. Era Lucy a quien debía salvar, y la única manera de hacerlo era sacarla de Carolina del Norte. No mañana ni a la semana siguiente, sino ahora mismo, en ese preciso momento, en el primer autobús que saliera para Nueva York..

»Apenas recorridos cien metros, se lo dije. Ese cabrón me ha violado. Fíjate en mi blusa, David. Es semen del reverendo Bob. Me tiró al suelo y me sujetó. Se echó encima de mí, y no tuve bastante fuerza para apartado. David giró el volante y paró el coche a un lado de la carretera. Por un momento pensé que estaba de mi parte, y me arrepentí de haber dudado de él, avergonzada de no haber estado dispuesta a confiar en él. Alargó la mano y me acarició la cara, y tenía aquella expresión dulce y conmovedora en los ojos, la misma mirada tierna y luminosa de la que me había enamorado en California. Éste es el hombre con quien me he casado, dije para mis adentros, y me sigue queriendo. Pero me equivocaba. Puede que sintiera compasión de mí, pero no iba a quebrantar su silencio y desobedecer las santas órdenes del reverendo Bob. Háblame, le dije. Por favor, David, abre la boca y háblame. Él sacudió la cabeza, y yo rompí a llorar de nuevo, esta vez en serio…

»Volvimos a ponernos en marcha, y al cabo de unos momentos logré dominarme lo suficiente para decirle que íbamos a enviar a Lucy al Norte, a Brooklyn, con mi hermano Tom. Si no hacía exactamente lo que le estaba diciendo, llevaría la blusa a la policía, denunciaría al reverendo Bob, y sería el fin de nuestro matrimonio. Quieres que sigamos casados, ¿verdad?, le pregunté. David asintió con la cabeza. De acuerdo, dije, entonces éste es el trato. Primero, vamos a casa a recoger a Lucy. Luego nos acercamos al cajero automático del City Federal y retiramos doscientos dólares. Después vamos a la estación de autobuses y le sacas un billete de ida a Nueva York con tu MasterCard. Luego le entregamos el dinero, la ponemos en el autobús, le damos un beso y le decimos adiós. Eso es lo que vas a hacer por mí. Lo que yo voy a hacer por ti es lo siguiente: en cuanto el autobús salga de la estación, te daré la blusa con las manchas de lefa de tu héroe, y podrás destruir la prueba y salvarle el pellejo. También te prometo que me quedaré contigo, pero con una condición: que nunca tenga que acercarme a esa iglesia. Si intentas obligarme a que vaya, te dejo plantado y nunca más vuelves a verme el pelo…

»No tengo ganas de contarte la despedida de Lucy. Es demasiado doloroso para recordarlo. Ya la había dejado una vez cuando entré en la clínica de desintoxicación. Pero esto era diferente, como si se acabara el mundo. Y no hacía más que abrazarla y recordarle que dijera a todo el mundo que estaba perfectamente, mientras luchaba por no venirme abajo. Siento que perdiera la carta que escribí a Tom. En ella le explicaba muchas cosas, y debió de parecerle muy raro el que se presentara así, con las manos vacías. Intenté llamarlo en la estación, pero como todo era tan precipitado y no tenía monedas suficientes, tuve que llamar a cobro revertido. No estaba en casa, pero al menos comprobé que seguía en la misma dirección. Puede que aquel día actuara alocadamente, pero no lo bastante para mandar a Lucy a Nueva York sin estar completamente segura de dónde vivía mi hermano…

»No entiendo ese asunto de Carolina Carolina. Yo no le dije que guardara el secreto de dónde estábamos. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? La enviaba con Tom, y ni por un momento se me ocurrió que no le hablaría de Winston-Salem. Pobrecita. Lo que le encomendé fue lo siguiente: Sólo dile que estoy bien, que me encuentro estupendamente. Debí haberlo previsto. Lucy se toma las cosas tan al pie de la letra, que probablemente pensó que la palabra
sólo
significaba que eso era lo único que yo quería que dijera. Esta niña siempre ha sido así. Cuando tenía tres años, todos los días la llevaba un par de horas a la guardería por la mañana. Al cabo de unas semanas, me llamó la maestra y me dijo que estaba preocupada por Lucy. A la hora de repartir la leche a los niños, Lucy siempre se quedaba atrás hasta que todos los demás niños tuvieran su cartón, sólo entonces cogía ella el suyo. La maestra no lo entendía. Ve a coger tu leche, decía a Lucy, pero ella siempre esperaba hasta que sólo quedaba un envase. Tardé tiempo en averiguar por qué. Lucy no sabía cuál de los envases era el de
su leche
. Creía que los demás niños sabían cuál era el que les correspondía, y si ella esperaba hasta que sólo quedaba uno en la caja, aquél tenía que ser el suyo. ¿Entiendes lo que estoy diciendo, tío Nat? Es un poco rara, pero a la vez inteligente, ya me entiendes. No es como los demás niños. Si yo no hubiera utilizado la palabra
sólo
, habrías sabido dónde estaba desde el principio…

»¿Que por qué no volví a llamar? Porque no podía. No, no porque no tuviera teléfono en casa; porque estaba encerrada. Prometí a David que no lo abandonaría, pero ya no se fiaba de mí. En cuanto volvimos de la estación de autobuses, me llevó arriba y me encerró en el cuarto de Lucy. Sí, tío Nat, me metió en la habitación, echó la llave y me tuvo allí el resto del día y toda la noche. A la mañana siguiente, cuando empezó a hablar otra vez, me dijo que tenía que sufrir un castigo por mentir acerca del reverendo Bob. ¿Mentir?, le dije. ¿Qué coño quieres decir con eso? No me había violado, aseguró. La única razón por la que insistí en ir sola a su casa era porque tenía pensado seducirlo, y el pobre hombre había sido incapaz de resistirse a mis encantos. Gracias, David, concluí. Gracias por creer en mí y ver lo buena esposa que he sido para ti…

»Unas horas más tarde, cerró con tablas las ventanas de la habitación. Y es que, ¿para qué sirve una cárcel si el preso puede escaparse por la ventana, no te parece? Entonces, muy amablemente, mi querido marido me subió todas las cosas que habíamos bajado al sótano a raíz de los Edictos Dominicales del reverendo Bob. La televisión, la radio, el lector de discos compactos, los libros. ¿No va eso contra las normas?, le pregunté. Sí, contestó David, pero esta mañana he hablado con el reverendo después del oficio, y me ha dado una dispensa especial. Quiero que estés lo más cómoda posible, Aurora. Vaya, exclamé, ¿por qué te portas tan bien conmigo? Porque te quiero, contestó David. Ayer hiciste una maldad, pero eso no significa que no te quiera. Para demostrar la pureza de su amor, un momento después volvió con una cacerola grande para que no tuviera que mear y cagar en el suelo. A propósito, anunció, te alegrará saber que te han excomulgado. Ya no perteneces al Templo, pero yo sí. Estoy destrozada, repuse. Creo que éste es el día más triste de mi vida…

»No sé lo que me pasaba, pero tenía la impresión de que todo era como una broma, no me lo podía tomar en serio. Me figuraba que aquello sólo duraría unos cuantos días, y después cogería el portante y me largaría. Promesas o no, no iba a quedarme allí un momento más de lo necesario…

»Pero los días se hicieron semanas, y las semanas se convirtieron en meses. David adivinó mis pensamientos, y no estaba dispuesto a dejarme marchar. Me permitía salir de la habitación cuando él volvía de trabajar, pero ¿qué posibilidades tenía de escapar entonces? Me tenía continuamente vigilada. Si trataba de salir corriendo por la puerta, ¿acaso habría podido ir muy lejos? Unos pasos, quizá. Es más alto y más fuerte que yo, y lo único que hubiera tenido que hacer habría sido correr detrás de mí y volver a traerme. Siempre llevaba las llaves del coche en el bolsillo, junto con todo el dinero; yo sólo tenía un montón de monedas que había encontrado en un cajón de la cómoda de Lucy. Seguí esperando y confiando en escaparme, pero sólo conseguí salir una vez de la casa. Fue cuando llamé a Tom. Te acuerdas de eso, ¿verdad? Por milagro, David se quedó dormido en el salón después de comer. A unos dos kilómetros de la casa hay una cabina, y eché a correr por la carretera tan deprisa como pude. Con que sólo hubiera tenido los cojones de meter la mano en el bolsillo de David
y
robarle las llaves del coche… Pero no podía correr el riesgo de despertarlo, así que fui a pie. David debió abrir los ojos unos diez minutos después de que me marchara, y ni que decir tiene que subió al coche y fue detrás de mí. Vaya fracaso. Ni siquiera tuve tiempo de terminar el puñetero mensaje…

»Ahora sabes por qué estoy tan pálida, tan cansada. He pasado seis meses encerrada en esa habitación, tío Nat. Encerrada como un animal en mi propia casa durante medio año. Veía la tele, leía libros, escuchaba música, pero lo que hacía sobre todo era pensar en cómo suicidarme. Si no lo he hecho, ha sido porque prometí a Lucy que iría por ella algún día, que alguna vez volveríamos a estar juntas. Pero, joder, no ha sido fácil, no ha sido nada fácil. Si no hubieras venido por mí esta tarde, no sé cuánto tiempo más habría aguantado. Probablemente me habría muerto en esa casa, y luego mi marido y el bueno del reverendo Bob me habrían sacado de allí en plena noche para arrojar mi cadáver a una tumba sin nombre.

U
NA NUEVA VIDA

Gracias a mi amistad con Joyce Mazzucchelli, dueña de la casa de la calle Carroll donde vivía con su hija, la B. P. M., y sus nietos, pude encontrar un sitio para Aurora y Lucy. En el tercer piso del edificio de piedra rojiza había una habitación vacía. En otros tiempos, había servido de laboratorio y estudio a Jimmy Joyce, pero ahora que el ex marido de Nancy se había marchado, pregunté si habría inconveniente en que madre e hija vivieran allí. Rory no tenía ni dinero ni trabajo, pero yo estaba dispuesto a pagarle el alquiler hasta que empezara a ponerse en marcha, y ahora que Lucy era lo bastante mayor para echar una mano de vez en cuando a Nancy con los niños, aquella solución podía beneficiar a todo el mundo.

—Olvídate del alquiler, Nathan —me dijo Joyce—. Nancy necesita una ayudante en el taller de joyería, y si a Aurora no le importa echar una mano en la limpieza y la cocina, puede quedarse gratis con la habitación.

La buena de Joyce. Para entonces llevábamos casi seis meses tonteando, y aunque vivíamos separados, rara era la semana en que no pasábamos al menos dos o tres noches en la misma cama; en la suya o en la mía, dependiendo de lo que dictaran el estado de ánimo y las circunstancias. Ella era un par de años más joven que yo, lo que significaba que ya era mayorcita, pero a los cincuenta y ocho o cincuenta y nueve años aún tenía la suficiente desenvoltura como para que la cosa resultara interesante.

Las relaciones sexuales entre gente mayor pueden pasar por situaciones molestas o de cómica indolencia, pero también poseen una ternura que suele escapársele a los jóvenes. Pueden tenerse los pechos caídos, o la picha pendulona, pero la piel sigue siendo piel, y cuando alguien que te gusta te acaricia, te abraza o te besa en la boca, te sigues derritiendo de la misma manera que cuando creías que ibas a vivir eternamente. Joyce y yo no habíamos llegado al diciembre de nuestra vida, pero no cabía duda de que mayo quedaba bastante atrás. Lo que compartíamos era una tarde de últimos de octubre, uno de esos luminosos días de otoño con un vívido cielo azul, un aire fresco y tonificante, y un millón de hojas aún adheridas a los árboles: marrones en su mayor parte, pero todavía con suficientes tonos dorados, rojizos y amarillos para tener ganas de estar al aire libre lo más posible.

No, no era una belleza como su hija, y según las fotografías en que la había visto de joven, nunca lo había sido. Joyce atribuía la apariencia física de Nancy a su difunto marido, Tony, contratista de obras fallecido en 1993 de un ataque al corazón.

—Era el hombre más guapo que he visto en la vida —me dijo una vez—. El vivo retrato de Victor Mature.

Con su marcado acento de Brooklyn, el nombre del actor salió de sus labios con un sonido parecido a
Victa Machua
, como si la letra
r
se hubiera atrofiado hasta el punto de haber desaparecido del alfabeto inglés. Me encantaba aquella voz terrenal, proletaria. Me hacía sentir en terreno seguro, y tanto como cualquier otra cualidad de las muchas que poseía, proclamaba que era una mujer sin pretensiones, una persona que creía en lo que era y en quién era. Después de todo, se trataba de la madre de la Bella y Perfecta Madre, ¿y cómo podía haber criado a una chica como Nancy de no haber sabido lo que se traía entre manos?

A primera vista, apenas teníamos algo en común. Nuestros orígenes eran completamente distintos (católica urbana, judío de las afueras), y nuestros intereses divergían en casi todos los aspectos. Joyce no tenía paciencia para los libros y no leía nada en absoluto, mientras que yo rehuía toda clase de esfuerzo físico y aspiraba a la inmovilidad como el no va más de la buena vida. Para Joyce, más que una obligación, el ejercicio era un placer, y los fines de semana su actividad preferida consistía en levantarse a las seis de la mañana el domingo para ir a montar en bici por Prospect Park. Ella todavía trabajaba, mientras que yo estaba jubilado. Joyce era optimista, y yo un cínico. Ella había sido feliz en su matrimonio, mientras que yo…, pero dejemos eso. Prestaba escasa o ninguna atención a las noticias, y yo leía detenidamente el periódico todos los días. De niños, ella había animado a los Dodgers, mientras que yo jaleaba a los Giants. A ella le gustaban el pescado y la pasta, mientras que yo era partidario de la carne y las patatas. Y, sin embargo —¿qué puede haber más misterioso en la vida humana que ese
sin embargo
?—, nos entendíamos de maravilla. La mañana en que nos presentaron (iba por la Séptima Avenida, con Nancy) sentí una atracción inmediata hacia ella, pero no fue hasta nuestra primera conversación larga en el funeral de Harry cuando comprendí que podía saltar una chispa entre nosotros. En un acceso de timidez, fui aplazando el momento de llamarla, pero entonces, a la semana siguiente, ella me llamó un día para invitarme a cenar a su casa, y ahí fue cuando ligamos.

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