—Carolina del Norte —empecé—. La última noticia que tuvimos es que estaban viviendo con la madre de usted en Filadelfia. ¿Qué los trajo hasta aquí?
—Varias cosas —repuso Minor—. Mi hermana y su marido viven en la región, y me encontraron un buen trabajo. De ese trabajo pasé a otro aún mejor, y ahora soy su director de la Ferretería Valor Seguro, en la Galería Camelback. Quizá no le parezca gran cosa, pero es un trabajo honrado, y me gano la vida decentemente. Cuando pienso en lo que era hace seis o siete años, es un milagro que ahora esté donde estoy. Yo era un pecador, señor Glass. Drogadicto y fornicador, embustero y delincuente de poca monta, defraudaba a todos los que me querían. Entonces encontré la paz del Señor, y me salvé. Sé que es difícil que un judío como usted llegue a entendernos, pero no somos una secta más de fanáticos cristianos que creen en los tormentos del infierno y esgrimen la Biblia a cada instante. Nosotros no creemos en el Apocalipsis ni en el Día del Juicio Final; no creemos en el Éxtasis ni en el Fin de los Tiempos. Nos preparamos para la vida en el cielo viviendo bien en la tierra.
—Cuando habla de nosotros, ¿a quién se refiere?
—A nuestra Iglesia. Al Templo del Verbo Divino. Somos un grupo pequeño. Nuestra congregación sólo cuenta con sesenta miembros, pero el reverendo Bob es una inspirada autoridad religiosa, y nos ha enseñado muchas cosas. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.»
—El Evangelio según San Juan. Capítulo primero, versículo uno.
—Así que conoce usted la Biblia.
—Hasta cierto punto. Para ser un judío que no cree en Dios, la conozco mejor que muchos.
—¿Quiere decir que es ateo?
—Todos los judíos son ateos. Menos los que no lo son, claro está. Pero yo no tengo mucho que ver con ellos.
—No me estará tomando el pelo, ¿verdad, señor Glass?
—No, señor Minor, no le estoy tomando el pelo. Ni siquiera se me pasaría por la cabeza.
—Porque si quiere burlarse de mí, tendré que pedirle que se vaya.
—Me interesa el reverendo Bob. Quisiera saber en qué se diferencia su Iglesia de las demás.
—Él entiende el significado del sacrificio. Si el Verbo es Dios, entonces las palabras de los hombres no significan nada. No tienen más importancia que los gruñidos de los animales o los gritos de las aves. Para interiorizar a Dios y asimilar Su Palabra, el reverendo nos ordena abstenemos de caer en la vanidad del discurso humano. Eso es el sacrificio. Un día de cada siete todo miembro de la congregación debe guardar un completo e ininterrumpido silencio durante veinticuatro horas seguidas.
—Eso debe ser muy difícil.
—Al principio lo es. Pero luego empieza uno a adaptarse, y el día de silencio se convierte en el momento más pleno y hermoso de la semana. Acabas sintiendo la presencia de Dios en las entrañas.
—¿Y qué ocurre si alguien rompe el silencio?
—Tiene que empezar otra vez al día siguiente.
—Y si algún hijo cae enfermo y hay que llamar al médico el día de silencio, ¿qué pasa entonces?
-Los cónyuges nunca guardan silencio el mismo día. En ese caso llamaría la esposa.
—Pero ¿cómo hacen para llamar si no tienen teléfono?
—Vamos a la cabina más próxima.
—¿Y qué hay de los niños? ¿Ellos también han de guardar silencio durante días enteros?
-No, los niños están exentos. No entran en el redil hasta los catorce años.
—Su reverendo Bob ha pensado en todo, ¿verdad?
—Es un hombre inteligente, y gracias a sus enseñanzas la vida nos resulta más sencilla y más hermosa. Somos un rebaño feliz, señor Glass. Todos los días me arrodillo y doy gracias a Dios por habernos enviado a Carolina del Norte. Si no hubiéramos venido aquí, no habríamos conocido el gozo de pertenecer al Templo del Verbo Divino.
Mientras Minor hablaba, me daba la impresión de que le habría gustado seguir ensalzando las Virtudes del reverendo Bob durante seis o diez horas más, pero me parecía extraño el cuidado con que evitaba pronunciar el nombre de su mujer y de su hija adoptiva. No había hecho el viaje desde Nueva York para ponerme a charlar tranquilamente sobre la Ferretería Valor Seguro y absurdos templos divinos. Ahora que habíamos pasado un rato juntos y él empezaba a estar menos nervioso en mi compañía, calculé que había llegado el momento de cambiar de tema.
—Me sorprende que no me haya preguntado por Lucy —solté.
—¿Lucy? —replicó, adoptando una expresión de sincero desconcierto—. ¿Es que la conoce?
—Pues claro que la conozco. Vive con el hermano de Aurora y su mujer, que se han casado hace poco. La veo casi todos los días.
—Pensaba que no tenía usted trato con la familia. Aurora me dijo que vivía en los alrededores de alguna ciudad, y que hacía años que no veía a nadie.
—Eso cambió hace unos seis meses. Desde entonces he recuperado el contacto. Y de manera permanente.
Minor me dirigió una sonrisita nostálgica.
—¿Qué tal va la pequeña?
—Pero ¿le importa?
—Claro que me importa.
—Entonces, ¿por qué le dijo que se fuera?
—No fue decisión mía. Aurora ya no la quería, y no pude hacer nada por impedirlo.
—No le creo.
—Usted no conoce a Aurora, señor Glass. No anda muy bien de la cabeza. Hago lo que puedo por ayudarla y animarla, pero se comporta como una ingrata. La saqué de las profundidades del infierno y la salvé, pero sigue sin entregarse. No quiere creer.
—¿Hay alguna ley que le exija creer lo mismo que usted?
—Es mi esposa. La mujer debe seguir al marido. Es su deber seguido en todo.
Era difícil saber adónde iríamos a parar. La conversación tomaba varias direcciones a la vez, y la intuición empezaba a fallarme. La pregunta de Minor sobre Lucy, formulada con voz suave y tranquila, parecía demostrar una sincera preocupación por su bienestar, y a no ser que se tratara de un embustero tremendamente dotado, una persona que no dudara en distorsionar la verdad siempre que sirviera a sus propósitos, me veía en la difícil posición de sentir cierta lástima por él. Al menos así fue durante unos momentos, y esa repentina e inesperada oleada de simpatía me hizo bajar la guardia, convirtiendo lo que debía ser un puro conflicto de voluntades en algo más complejo, mucho más humano. Pero había empezado hablando mal de Rory, culpándola de abandonar a su propia hija, acusándola de desequilibrio mental, y luego, aún peor, saliendo con aquella estúpida y reaccionaria proclama sobre el matrimonio. Sin embargo, era cierto que algunos hechos resultaban innegables. La había salvado de las drogas y se había enamorado de ella, y teniendo en cuenta el pasado de Rory, ¿quién podía asegurar que no tenía accesos de conducta irracional, que no era una persona con la que resultaba imposible vivir, que no estaba un poco desequilibrada? Por otro lado, todo aquel conflicto quizá pudiera reducirse a una sola cuestión irresoluble: Minor creía en las enseñanzas del reverendo Bob, y Rory no. Y como su mujer se negaba a creer, poco a poco había llegado a odiarla.
Desde mi sitio en el sofá, veía con claridad la escalera que llevaba a la planta alta. Mientras sopesaba mis siguientes palabras, miré por encima del hombro izquierdo de Minor en aquella dirección, momentáneamente distraído por algo que había vislumbrado con el rabillo del ojo: un objeto pequeño y oscuro que había aparecido durante una fracción de segundo, para luego desaparecer antes de que pudiera determinar de qué se trataba. Minor empezó a hablar de nuevo, reiterando sus ideas sobre lo que constituía un buen matrimonio como Dios manda, pero ya no le prestaba atención. Con la vista fija en la escalera, comprendí un poco tarde que lo que había entrevisto era probablemente la punta de un zapato —sin duda de Aurora—, y deseé que mi sobrina llevara allí un buen rato, escuchando a escondidas nuestra conversación desde el principio. Minor seguía tan concentrado en su discurso, que no se daba cuenta de que había dejado de escucharlo. A tomar por culo, dije para mis adentros. Se acabó lo de jugar al ratón y el gato. Basta ya de rodeos. Es hora de levantar el telón para que empiece el segundo acto.
—Baja, Rory —dije—. Soy tu querido tío Nat, y no voy a marcharme de esta casa hasta que haya hablado contigo.
Me puse en pie de un salto y, alejándome del sofá, pasé frente a Minor con rapidez, por si se le ocurría impedir que me acercara a ella.
—Está dormida —oí que decía a mi espalda, justo cuando alcancé a ver las piernas de Aurora en lo alto de la escalera—. Tiene gripe desde el jueves, y le ha dado mucha fiebre. Vuelva a mediados de semana. Entonces podrá hablar con ella.
—No, David —dijo mi sobrina mientras bajaba la escalera—. Me encuentro perfectamente.
Llevaba unos vaqueros negros y una vieja sudadera gris, y era cierto que tenía mal aspecto, no parecía en buen estado físico. Pálida y delgada, con cercos oscuros bajo los ojos, tenía que agarrarse a la barandilla mientras bajaba despacio la escalera, pero a pesar de los efectos de la gripe y la fiebre, sonreía, tenía en el semblante aquella sonrisa grande y luminosa de la Niña Risueña de tantos años atrás.
—Tío Nat —exclamó, abriéndome los brazos—. Mi caballero de reluciente armadura.
Se precipitó hacia mí y me abrazó con todas sus fuerzas.
—¿Cómo está mi niña? —musitó—. ¿Está bien mi niña bonita?
—Estupendamente —contesté—. Se muere de ganas de verte, pero está muy bien.
Minor ya se había acercado a nosotros, y no parecía muy contento de aquella muestra de afecto familiar.
—Cariño —dijo—. Deberías volver arriba y acostarte, de verdad. Sólo hace media hora tenías treinta y ocho y medio, y no es bueno que andes levantada con esa fiebre.
—Éste es mi tío Nat —proclamó Rory, que no aflojaba el abrazo por nada del mundo—. El único hermano que tuvo mi madre. No lo he visto desde hace mucho, mucho tiempo.
-Lo sé —dijo Minor—. Pero volverá dentro de un par de días, en cuanto te repongas un poco.
-Tú sabes lo que me conviene, ¿verdad, David? Siempre sabes lo que es mejor para mí. Qué tonta soy de haber bajado sin tu consentimiento.
-No subas si no quieres —le dije—. No te vas a morir si te quedas aquí unos minutos.
—Ah, sí, me moriré —replicó ella, sin hacer esfuerzos por ocultar su sarcasmo—. David está convencido de que me voy a morir si no hago todo lo que él me diga. ¿No es así, David?
-Tranquilízate, Aurora —le recomendó su marido—. Delante de tu tío, no.
—¿Por qué no? —exclamó ella—. ¡Y por qué cojones no!
—No hables mal —la regañó Minor—. Así no se habla en esta casa.
—Ah, aquí no se habla así, ¿verdad? Entonces quizá sea hora de que me vaya de esta puta casa. Tal vez sea el momento de que este bicho malo se largue de aquí y te quedes solo con tus pensamientos puros y tu lengua inmaculada y ese puñetero Dios tuyo, tan silencioso. Hasta aquí hemos llegado, don Virtudes. Éste es el jodido momento de la verdad. Por fin ha llegado mi día de suerte, y el tío Nat me va a sacar ahora mismo de aquí. ¿Verdad que sí, tío Nat? Nos iremos en tu coche, y mañana por la mañana, antes de que salga el sol, volveré a estar con mi Lucy.
—No tienes más que decirlo —repuse—, y te llevaré a donde quieras.
—Lo he dicho, tío Nat. Lo acabo de decir.
Minor estaba tan estupefacto que no sabía lo que hacer. Yo esperaba que arremetiera contra ella, que hiciera todo lo posible por impedir que saliéramos de la casa, pero la confrontación había surgido tan de improviso, tan bruscamente, que ni siquiera abrió la boca. Rodeé a Aurora con el brazo, y antes de que su marido pudiera reaccionar, ya estábamos en el coche, saliendo en marcha atrás por el camino de entrada y dando la espalda para siempre a la calle Hawthorne.
Aurora no se encontraba en condiciones de viajar, pero cuando le sugerí que podíamos alojarnos en algún hotel y esperar a que le bajara la fiebre, sacudió la cabeza e insistió en que tomáramos el primer avión para Nueva York.
—David no es tonto —advirtió—. Si nos quedamos por aquí unas horas más, terminará por encontramos. Si me inflo de Advil o algo parecido, aguantaré.
De modo que le compré Advil, la envolví en mi abrigo, puse al máximo la calefacción del coche, y nos pusimos en marcha hacia el aeropuerto. Aquella mañana había aterrizado en Greensboro, pero como Minor seguramente nos andaría buscando por allí, Rory pensó que lo mejor era coger el avión en Raleigh-Durham. Estábamos a unos ciento sesenta kilómetros, y Aurora se pasó durmiendo las dos horas que duró el viaje. Después de cuatro Advil y la larga siesta, tenía aspecto de encontrarse mejor. Todavía pálida, aún sin muchas fuerzas, pero al parecer con menos fiebre, al cabo de otra dosis de pastillas y dos vasos de zumo de naranja en el aeropuerto se sintió lo bastante fuerte para hablar; yeso fue lo que hicimos a lo largo de varias horas: desde el momento en que nos sentamos en la puerta de embarque hasta la noche, cuando nos bajamos de un taxi frente a mi casa de Brooklyn.
—Todo ha sido culpa mía —empezó—. Hace tiempo que lo veía venir, pero estaba demasiado débil para hacer frente a la situación, demasiado nerviosa para defenderme. Eso es lo que pasa cuando crees que el otro es mejor que tú. Dejas de pensar por ti misma, y cuando te quieres enterar ya no eres dueña e tu vida. Ni siquiera te das cuenta, tío Nat, pero entonces ya estás jodida. Verdaderamente jodida…
»El primer error fue volver la espalda a Tom. Cuando salí de rehabilitación, David y yo nos marchamos de California y fuimos al Este con Lucy. Vivimos con su madre en Filadelfia durante seis meses, y las cosas me iban bien, mejor de lo que habían ido nunca. Estaba locamente enamorada de él. Ningún hombre se había portado tan bien conmigo, y yo iba por ahí con la increíble sensación de estar protegida, de que aquel hombre inteligente y honrado me conocía de verdad. Éramos un par de supervivientes. Ambos habíamos pasado muchas calamidades, pero allí estábamos los dos después de tantos altibajos, juntos y rehabilitados, a punto de casarnos…
»Un día fui a Nueva York a ver a Tom, y tengo que admitir que fue un poco deprimente. Estaba gordo, había dejado los estudios y trabajaba de taxista; y al principio parecía enfadado conmigo. No es que se lo reprochara. Hacía tanto tiempo que no lo llamaba, que tenía derecho a estar resentido conmigo. No cabían excusas. Yo había estado dando tumbos por California, viniéndome abajo poco a poco, y sencillamente no tenía fuerzas para coger el teléfono y llamar. Intenté explicárselo, pero no sirvió de nada. A pesar de todo, Tom seguía siendo mi hermano mayor, y ahora que me iba a casar, quería que fuese mi padrino y me acompañase al altar, igual que hiciste tú con mamá cuando se casó. Me dijo que estaría encantado, y de pronto todo volvía a ser como en los buenos tiempos y empecé a sentirme feliz de verdad. Había recuperado a mi hermano. Me iba a casar con David, y Lucy, mi increíble Lucy, vivía otra vez con su madre, con su estúpida e infantil madre que finalmente estaba empezando a madurar. ¿Qué más se podía pedir? Tenía todo lo que podía desear, tío Nat. Todo…