Brooklyn Follies (33 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

¿La quería? Sí, es probable que la quisiera. En la medida en que era capaz de querer a alguien, Joyce era ahora la mujer de mi vida, la única candidata de mi lista. Y aun cuando no se tratara de esa pura y auténtica pasión que supuestamente define la palabra
amor
, no le andaba muy lejos: si no llegaba era por tan poco, que apenas se apreciaba la diferencia. Me hacía reír mucho, cosa que según los médicos es buena para la salud física y mental. Era tolerante con mis flaquezas y contradicciones, soportaba mis malos humores, guardaba la calma mientras yo echaba pestes del Partido Republicano, la CIA y Rudolph Giuliani. Me hacía gracia con su furibunda devoción por los Mets. Me asombraba con sus enciclopédicos conocimientos del cine clásico de Hollywood y su capacidad para identificar a cualquier olvidado actor secundario que pasara fugazmente por la pantalla. (
Mira, Nathan, ése es Franklin Pangborn…, ahí está Una Merkel…, ése es C. Aubrey Smith
.) La admiraba por su valor al consentir que le leyera pasajes de
El libro del desvarío humano
, y luego, en su benévola ignorancia, por el modo de considerar mis insignificantes historias como si fueran literatura de primera fila. Sí, la quería con todas las de la ley (la ley de mi naturaleza), pero ¿estaba preparado para sentar la cabeza y pasar el resto de mi vida con ella? ¿Tenía ganas de verla los siete días de la semana? ¿Estaba lo bastante loco por ella para hacerle la gran pregunta? No lo sabía. Después de la prolongada catástrofe con Nombre Borrado, era comprensible que me mostrara un tanto indeciso sobre si probar a casarme otra vez o no. Pero Joyce era una mujer, y como la inmensa mayoría de las mujeres parece preferir la vida en pareja a la soltería, pensé que debía demostrarle que iba en serio. En uno de los momentos más sombríos de aquel otoño —dos días después de que Rachel tuviera un aborto, cuatro días después de la victoria ilegal de Bush en las elecciones, y doce días antes de que Henry Peoples consiguiera localizar a Aurora—, vencí mi resistencia y se lo propuse. Para mi enorme sorpresa, la petición de mano fue recibida con una serie de estentóreas carcajadas.

—Vamos, Nathan —exclamó Joyce—, no seas bobo. Nos va estupendamente tal como estamos. ¿Para qué estropear las cosas y crearnos problemas? El matrimonio es para gente joven, para parejas que quieren tener hijos. Nosotros ya hemos hecho eso. Somos libres. Por mucho que nos pongamos a follar como adolescentes, no voy a quedarme embarazada. No tienes más que silbar, amiguete, y mi culazo italiano será tuyo, ¿vale? Para ti mi culo, y para mí esa cosa yídish tan bonita que tienes tú. Eres el primer judío que conozco, Nathan, y ahora que has llamado a mi puerta, no voy a despedirte. Soy tuya, cielo. Pero déjate de matrimonios. No quiero ser la mujer de nadie otra vez, y el caso es, mi tierno y divertido Nathan, que serías un marido espantoso…

A pesar de aquellas duras palabras, un momento después rompió a llorar, súbitamente descompuesta, perdiendo el dominio de sí misma por primera vez desde que la conocía. Supuse que se acordaría de su difunto Tony, que estaría pensando en el hombre a quien dijo sí cuando todavía era una muchacha, el marido que había perdido, muerto cuando sólo tenía cincuenta y nueve años, el amor de su vida. Quizá estuviera en lo cierto, pero lo que me dijo fue algo completamente distinto.

—No creas que no te lo agradezco, Nathan. Eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo, y ahora esto, ahora me das esto. Nunca lo olvidaré, ángel mío. Proponer matrimonio a una vieja bruja como yo. No quiero ponerme a lloriquear, pero bueno, vaya, saber que me quieres tanto me llega a lo más hondo.

Sentí alivio al saber que la había emocionado hasta el punto de hacerle derramar aquellas lágrimas. Eso significaba que había algo sólido entre nosotros, un vínculo que no iba a romperse de un día para otro. Pero debo admitir que también se me quitó un peso de encima cuando vi que Joyce me rechazaba. Había hecho mi gran gesto, pero con toda franqueza, no estaba completamente seguro, y ella me conocía lo suficiente para entender, desde luego, que habría sido un marido espantoso y que a ninguno de los dos nos interesaba casarnos. De manera que, parafraseando al inmortal doctor Pangloss, al final todo fue para bien, y por primera vez en la vida, podía tenerlo todo sin tener que renunciar a nada.

Joyce se enjugó las lágrimas, y dos semanas después tenía a Aurora y Lucy viviendo en su casa. Era un arreglo conveniente para todas las partes, pero aun cuando la lógica exigía que madre e hija estuvieran de nuevo juntas, no hay que olvidar lo difícil que fue para Tom y Honey desprenderse de su joven pupila. Para entonces llevaban unos meses ocupándose de Lucy, y con el tiempo los tres habían ido cuajando hasta formar una pequeña familia bastante unida. Yo había sentido la misma punzada en el verano, cuando la entregué a su cuidado, y eso que sólo había vivido unas semanas conmigo. Al pensar en los cinco meses y medio que habían pasado con ella, no tuve más remedio que compadecerlos…, por muy contentos que estuviéramos todos de tener a Aurora sana y salva en Brooklyn.

—Ha de vivir con su madre —dije a Tom, intentando abordar el asunto con filosofía—. Pero en cierto modo Lucy nos sigue perteneciendo a todos y cada uno de nosotros. Ella también es nuestra, y nadie nos la podrá quitar.

Aunque sintieran mucho perderla, su breve incursión en la paternidad convenció a Tom y Honey de que querían tener hijos propios. De momento, estaban ocupados en diversos asuntos prácticos —negociar la venta del edificio de Harry, buscar otro apartamento, solicitar trabajo en institutos y colegios de la ciudad—, pero una vez despachadas esas tareas, Honey tiró el diafragma a la basura y los dos se entregaron con ahínco a la actividad nocturna necesaria para la creación de una familia. En marzo de 2001, se trasladaron a un apartamento de la calle Tres, entre la Avenida Sexta y la Séptima: un piso bien ventilado y luminoso en una cuarta planta con un salón de buenas dimensiones en la parte delantera, una cocina y un comedor no muy grandes en el centro, y al final de un pasillo estrecho tres habitaciones pequeñas en la parte de atrás (una de las cuales transformó Tom en estudio). Para cuando se instalaron en aquel apartamento, el Brightman’s Attic había dejado de existir. Como condición para concluir la venta del edificio, el comprador había insistido en que no quedara un solo libro en el local, lo que a principios de año obligó a Tom a liquidar frenéticamente todas las existencias del negocio de Harry. Los libros de bolsillo Se vendieron a cinco y diez centavos, los de tapa dura se pusieron a tres por un dólar, y los volúmenes que no se habían vendido el uno de febrero se regalaron a hospitales, organizaciones de beneficencia y bibliotecas de barcos mercantes. Yo eché una mano en esas lúgubres tareas, y aunque los libros raros y las ediciones príncipe de la primera planta produjeron una considerable cantidad de dinero (incluso a los precios tirados que Tom estuvo dispuesto a aceptar con tal de traspasar toda la colección a un solo librero de Great Barringron, en Massachusetts) , no fue nada divertido participar en la demolición del imperio de Harry; sobre todo cuando me enteré de lo que el nuevo dueño pensaba hacer con aquel espacio cuando estuviese vacío. Los libros dejarían sitio a zapatos y bolsos de señora, y las tres plantas superiores iban a convertirse en apartamentos de gran lujo. El mercado inmobiliario es la religión oficial de Nueva York, y su dios lleva un traje gris a rayas y lo llaman Pasta, señor Pasta Gansa. Si aquel triste giro de los acontecimientos me procuró algún consuelo, éste fue saber que Tom y Rufus nunca volverían a pasar estrecheces. Por duo centésima vez desde su muerte, volví a pensar en Harry, y en su prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna.

Al atardecer de un jueves de principios de junio, Honey anunció que estaba embarazada. Tom le pasó un brazo por el hombro, se inclinó luego sobre la mesa del comedor y me preguntó si quería ser el padrino.

—Tú eres nuestro único candidato —aseveró—. Por servicios prestados, Nathan, mucho más allá de las exigencias del deber. Por tu valor inigualable en lo más reñido de la batalla. Por arriesgar la vida y la integridad física para rescatar al camarada herido bajo un intenso fuego enemigo. Por animar a ese mismo camarada a ponerse de nuevo en pie y establecer esta unión conyugal. En reconocimiento por esos actos heroicos, y por el bien de nuestra futura descendencia, mereces ser portador de un título más ajustado a tu papel que el de tío abuelo. Por tanto, te nombro padrino: si es que te dignas aceptar nuestra humilde súplica de que asumas la responsabilidad de esa carga. ¿Qué decides, buen señor? Esperamos tu respuesta con el corazón en un puño.

La respuesta fue sí. Un sí seguido de una sarta de palabras ininteligibles, ninguna de las cuales alcanzo a recordar ahora. Luego alcé mi copa hacia ellos, e inexplicablemente los ojos se me llenaron de lágrimas.

Tres días después, un domingo, Rachel y Terrence salieron de Nueva Jersey y vinieron a casa a media mañana para tomar un desayuno tardío. Joyce me ayudó a preparar el festín, y cuando nos sentamos los cuatro a la mesa del jardín y atacamos las rosquillas y el salmón ahumado, observé que hacía bastantes meses que no veía a mi hija tan guapa y tan contenta. En otoño había sufrido una brutal decepción con el aborto, y desde entonces se había sentido muy insegura: trataba de disimular la tristeza volcándose en el trabajo, preparando complejas y exquisitas comidas para Terrence, demostrando lo buena esposa que era pese al fracaso en darle un hijo, trajinando hasta el agotamiento. Pero aquel día en el jardín, la antigua luz brillaba de nuevo en sus ojos, y aunque normalmente se mostraba reservada en sociedad, más de una vez llevó la voz cantante en nuestra conversación a cuatro bandas, hablando tanto o más que el resto de nosotros. En un momento dado, Terrence se levantó para ir al baño y entró en la casa, y un instante después Joyce se fue corriendo a la cocina a traer otra cafetera. Rachel y yo nos quedamos solos. La besé en la mejilla y le dije lo guapa que estaba, y ella respondió al cumplido devolviéndome el beso y apoyando la cabeza en mi hombro.

—Estoy embarazada otra vez —anunció—. Me he hecho la prueba esta mañana y el resultado ha
sido positivo
. Hay Una criatura creciendo dentro de

, papá, y esta vez va a vivir. Lo prometo. Voy a hacerte abuelo, aunque tenga que guardar cama durante los próximos siete meses.

Por segunda vez en menos de setenta y dos horas, los ojos se me llenaron inesperadamente de lágrimas.

Las mujeres embarazadas brotaban como hongos a mi alrededor, y yo mismo me estaba convirtiendo en algo parecido a una mujer: alguien que se ponía a lloriquear en cuanto le hablaban de niños, un infeliz de lágrima fácil que tenía que ir por ahí con un paquete de pañuelos de emergencia para no sentirse avergonzado en público. Quizá tuviera la casa de la calle Carroll su parte de culpa en aquella falta de varonil decoro. Pasaba mucho tiempo allí, y ahora que Aurora y Lucy sustituían al marido de Nancy, la familia se había convenido en un universo enteramente femenino. El único varón era Sam, el hijo de Nancy, pero como tenía tres años y apenas sabía hablar, su influencia sobre las actividades de la familia estaba gravemente limitada. Por lo demás, eran todo chicas, tres generaciones de chicas, con Joyce en lo alto de la pirámide, Nancy y Aurora en el medio, y Lucy y Devon, de diez y cinco años respectivamente, en la base. El interior del edificio de piedra rojiza era un museo viviente de artefactos femeninos, con galerías dedicadas a la exposición de sostenes y bragas, tampones y secadores de pelo, tarros de maquillaje y barras de labios, muñecas y cuerdas de saltar a la comba, camisones y horquillas, tenacillas de rizar el pelo, cremas para la cara e innumerables pares de zapatos.

Andar por allí era como viajar a un país extranjero, pero teniendo en cuenta que yo adoraba a todas las personas que vivían en aquella casa, era el sitio donde más a gusto me encontraba en el mundo.

En los meses siguientes a la fuga de Aurora de Carolina del Norte, empezó a suceder una serie de cosas raras
chez
Joyce. Como a mí nunca me cerraban la puerta, me encontraba en condiciones de observar esos dramas de cerca, cosa que hacía en estado de perpetuo asombro y sorpresa. Lo de Lucy, por ejemplo, rompió todas las previsiones. En la época que pasó con Tom y Honey, yo había vivido con cierta aprensión, esperando que surgieran problemas en cualquier momento. No sólo había amenazado con ser «la niña más malvada, mezquina y antipática de toda la creación», sino que me parecía inevitable que la continuada ausencia de su madre acabara estropeándola, convirtiéndola en una niña descontenta, enfurruñada, irritable. Pero no. Se había portado de maravilla en aquel apartamento de encima de la librería de Harry, y su adaptación al nuevo entorno continuó a buen ritmo. Cuando traje a Rory a Brooklyn, Lucy se había librado de su acento sureño, había crecido entre diez y doce centímetros, y era una de las mejores alumnas de su clase. Sí, a veces se pasaba la noche llorando, pensando en su madre, pero ahora que estaba otra vez con ella, se suponía que nuestra niña creería que todas sus plegarias habían sido escuchadas. Otro error. A raíz de su reencuentro, se produjo una avalancha de inmediata felicidad, pero al cabo de un tiempo empezaron a salir a la superficie resentimientos y hostilidades, y al final del primer mes de estar juntas, nuestra inteligente, vivaracha e ingeniosa niña se había convertido en un verdadero incordio. Resonaban portazos; se respondía con amargo desdén a educadas peticiones; se oían voces agresivas en el tercer piso; el mal humor se convertía en enfado, el enfado en ira, la ira en lágrimas; las palabras
no, estúpida, cierra el pico
y
ocúpate de tus asuntos
pasaron a formar parte integrante de la conversación cotidiana. A los demás, Lucy seguía tratándonos igual que siempre. Sólo su madre era víctima de tales ataques, que con el paso de los días fueron haciéndose cada vez más enconados.

Por desmoralizador que tal comportamiento fuese para la frágil Aurora, yo lo consideraba como una purga necesaria, una señal de que Lucy peleaba enérgicamente por su vida. No era cuestión de cariño. Lucy sentía verdadero amor por su madre, pero una tarde tumultuosa y frenética su querida madre la había metido en un autobús con destino a Nueva York, y la niña pasó los seis meses siguientes sintiéndose abandonada. ¿Cómo puede asimilar una criatura tan confuso giro de los acontecimientos sin considerarse culpable al menos en parte? ¿Por qué se libraría una madre de su hija a menos que la niña fuese mala, indigna del afecto de su progenitora? Aunque no era culpa suya, la madre la había herido en el alma, ¿y cómo podía curarse esa herida si no gritaba a pleno pulmón y anunciaba al mundo: me duele, no lo soporto más, ayudadme? En la casa habría reinado más tranquilidad si Lucy hubiera permanecido en silencio, pero reprimir aquel grito le habría causado más problemas a la larga. Tenía que soltarlo. No había otro modo de detener la hemorragia.

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