Procuraba ver a Aurora lo más posible, sobre todo en aquellos primeros y difíciles meses en que seguía luchando por encontrar su camino. El horror de Carolina del Norte la había marcado para siempre, y ambos sabíamos que nunca se recuperaría plenamente, que por bien que le fuera en el futuro, el pasado siempre estaría con ella. Ofrecí pagarle unas sesiones con un psicólogo si pensaba que eso podía ayudarla, pero dijo que no, que prefería hablar conmigo. Conmigo. Con aquel hombre amargo y solitario que un año antes había llegado arrastrándose a Brooklyn, al sitio donde nació, el individuo acabado que se había convencido a sí mismo de que ya no había nada por lo que vivir…; Nathan el Estúpido, el cabeza de chorlito que no tenía nada mejor que hacer que esperar tranquilamente el momento de caerse muerto, convertido ahora en confidente y consejero, amante de viudas cachondas, caballero andante que rescataba damiselas en peligro. Aurora me prefería como interlocutor porque yo era quien había ido a Carolina del Norte a salvarla, y aun cuando antes de esa tarde habíamos estado muchos años sin tratamos, seguía siendo su tío a pesar de todo, el único hermano de su madre, y ella sabía que podía confiar en mí. Así que íbamos a comer juntos varias veces a la semana y charlábamos, los dos solos, sentados a una mesa del fondo en el restaurante Nueva Pureza de la Séptima Avenida, y poco a poco nos fuimos haciendo amigos, de la misma manera que su hermano y yo habíamos llegado a serlo, y ahora que los dos hijos de June estaban otra vez cerca de mí, era como si mi hermana pequeña hubiera revivido en mi interior, y como ella se había convertido en un fantasma que habitaba en mi interior, sus hijos habían pasado ya a ser mis hijos.
Lo único que Aurora no había dicho a su madre, ni a su hermano ni a nadie de la familia era el nombre del padre de Lucy. Llevaba guardando aquel secreto durante tantos años, que mencionar otra vez la cuestión no habría servido de nada, pero en uno de nuestros almuerzos de principios de abril, sin incitación alguna por mi parte, desveló casualmente el misterio.
Todo empezó cuando le pregunté si seguía teniendo el tatuaje. Rory dejó el tenedor sobre la mesa, esbozó una amplia sonrisa y dijo:
—¿Y cómo sabes tú eso?
—Me lo dijo Tom. Un águila enorme en el hombro, ¿no? Nos preguntamos si te lo habrías quitado, pero Lucy no nos lo quiso decir.
—Ahí sigue. Tan grande y precioso como siempre.
—¿Ya David le parecía bien?
—Pues no. Lo consideraba un símbolo de mi turbio pasado y quería que me lo quitara. Yo estaba dispuesta a seguirle la corriente, pero salía muy caro. Y cuando vio que no nos lo podíamos permitir, cambió radicalmente de opinión. Eso te da una idea de su manera de pensar, de por qué yo nunca podía sacar nada discutiendo con él. Quizá sea mejor así, me dijo. Dejaremos el tatuaje donde está, y cada vez que lo veamos nos acordaremos de hasta dónde llegaste en la oscura época de tu juventud. Ahí tienes un clásico de David:
la oscura época de mi Juventud
. Dijo que sería un amuleto que llevaría en mi propia piel, y que me protegería de nuevos perjuicios y sufrimientos. Un amuleto. Yo no tenía ni idea de qué era eso, así que lo miré en el diccionario. Un poder mágico para alejar la desgracia. Vale, eso me lo creo. No me sirvió de mucho cuando estuve con David, pero ahora a lo mejor sí.
—Me alegro de que lo sigas teniendo. No sé por qué, pero me alegro.
—Yo también. He cogido bastante cariño a esa tontería. Me lo hice en el East Village, hace once años. Para celebrar que estaba embarazada de Lucy. La misma mañana que la enfermera me dijo en la clínica que la prueba había dado positivo, salí corriendo y me hice el tatuaje.
—Extraña manera de celebrarlo, ¿no te parece?
—Soy una chica rara, tío Nat. Y aquélla quizá fue la época más extraña de mi vida. Vivía con dos tíos, Billy y Greg, en un cuchitril cerca de la Avenida C. Billy tocaba la guitarra; Greg, el violín; y yo cantaba. Considerando lo jóvenes que éramos, en realidad no se nos daba tan mal. La mayoría de las veces tocábamos en el parque de Washington Square. Y si no, en la estación de metro de Times Square. Me gustaba el eco de aquellas galerías subterráneas, cuando cantaba a grito pelado mis canciones y la gente echaba monedas y dólares en la funda del violín de Greg. Unas veces cantaba colocada, y Billy decía que era su fulanita grogui y borrachita. Otras, cantaba serena, y Grez me llamaba la Reina del Planeta Equis. Joder, tío Nat, qué buenos tiempos. Cuando no ganábamos lo suficiente tocando, robaba en las tiendas. Entonces me llamaban Fosdick la Intrépida, como en el tebeo del detective Fearless Fosdick. Recorría a toda prisa los pasillos del supermercado, metiéndome filetes y pollos bajo el abrigo, sin disimular. En aquella época no me tomaba nada en serio. Una semana estaba enamorada de Greg. Y a la siguiente, de Billy. Me acostaba con los dos, y de pronto me quedé embarazada. Nunca supe quién era el padre, y como ninguno
quiso serlo
, les di la patada a los dos.
—Así que por eso no se lo dijiste a June. Porque no lo sabías.
—Me cago en la leche. Es increíble lo estúpida que soy. Joder, joder, joder. Juré que nunca se lo diría a nadie, y ahora voy y lo digo.
—No importa, Rory. Greg y Billy sólo son nombres para mí. No digas una palabra más si no quieres.
—Greg murió de una sobredosis dos años después de que Lucy viniera al mundo. Y Billy, simplemente, desapareció. No sé qué fue de él. Una vez me dijeron que volvió a casa de sus padres, acabó la universidad y ahora es profesor de música en un instituto del Medio Oeste. Pero ¿quién sabe si es el mismo Billy Finch? A lo mejor es otro.
Ni siquiera en Brooklyn podía Aurora estar segura de haberse librado completamente de David Minor. Mi nombre y dirección venían en la guía de teléfonos, y a su marido no le habría sido difícil encontrarla a través de mí. Me estremecía ante la idea de otra confrontación con aquel cerdo farisaico, pero me reservé mis temores y no dije nada a Rory. Minor era un asunto tan penoso para ella que apenas se atrevía a hablar de él, y yo no quería remover inquietudes pasadas que se sumaran a los problemas que ahora tenía que afrontar. A medida que pasaban los meses, empecé a sentirme más esperanzado, pero no fue hasta finales de junio cuando finalmente pude dejar de preocuparme y olvidar el asunto. Una mañana apareció en mi buzón un abultado sobre blanco, y como no me di cuenta de que no iba dirigido a mí sino a Aurora Wood c/o Nathan Glass, lo abrí antes de que pudiera percatarme del error. Contenía una breve nota escrita a mano que decía lo siguiente:
Querida mía:
Es mejor así.
Buena suerte, y que Dios tenga siempre piedad de ti.
David
Adjunto a la nota venía un documento de siete páginas que resultó ser una sentencia de divorcio del condado de Saint Clair, en el estado de Alabama, por la cual se disolvía el matrimonio entre David Wilcox Minor y Aurora Wood Minor por motivos de abandono de hogar.
Aquel día, mientras almorzábamos, pedí disculpas a Rory por haber abierto su correo, y luego le entregué la carta.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Una nota de tu ex —contesté—. Junto con un montón de papeleo oficial.
—¿Mi ex? ¿Qué es todo esto?
—Ábrelo y te enterarás.
Mientras observaba cómo leía la nota y recorría el documento con la vista, me sorprendió lo poco que cambiaba su expresión. Había pensado que sonreiría, que quizá llegaría a soltar unas carcajadas, pero su rostro no acusó emoción alguna. Sólo un indicio de algún sentimiento oculto, enigmático, pero resultaba imposible adivinar de qué clase.
—Bueno —dijo al fin—. Supongo que ya está.
—Eres libre, Rory. Si quisieras, mañana mismo podrías casarte con otro.
—No voy a dejar que me vuelva a tocar un hombre en lo que me queda de vida.
—Eso es lo que dices ahora. Algún día aparecerá alguien, y pensarás en casarte otra vez.
—No, lo digo en serio, Nathan. Esa parte de mi vida se ha acabado. Cuando David me encerró en aquella habitación, me dije: Ya está bien, jamás volveré a enamorarme de un hombre. Eso nunca me ha traído nada bueno. Y nunca me lo traerá.
—Te olvidas de Lucy.
—Vale, una cosa buena. Pero ya tengo una niña, no necesito otra.
—¿Estás bien? Te encuentro muy decaída.
—Estoy perfectamente. Nunca me he sentido mejor.
—Ya llevas seis meses aquí. Vives en casa de Joyce, trabajas con Nancy, te ocupas de tu hija, pero quizá sea hora de que des el siguiente paso. Ya sabes, que hagas planes.
—¿Qué clase de planes?
—No soy yo quien tiene que decirlo. Lo que tú quieras.
—Pero a mí me gustan las cosas tal como están.
—¿Qué te parecería cantar? ¿No te tienta volver a empezar?
—A veces. Pero ya no quiero hacerlo como una profesión. No me importaría hacer algo los fines de semana por el barrio, pero nada de viajar, se acabaron las grandes ambiciones. No vale la pena.
—¿Te gusta hacer joyas? ¿Estás satisfecha con eso?
—Más que satisfecha. Me paso con Nancy el día entero, ¿qué más se puede pedir? No hay otra como ella en el mundo. La quiero a rabiar.
—Todos la queremos.
—No, no lo entiendes. Quiero decir que la quiero
de verdad
. Y ella también me quiere.
—Pues claro que sí. Nancy es una de las personas más cariñosas que he conocido.
—Sigues sin entenderlo. Lo que intento decirte es que estamos
enamoradas
. Nancy y yo somos amantes.
—…
—Tendrías que verte la cara, tío Nat. Ni que te hubieras tragado la máquina de escribir.
—Lo siento. Es que no lo sabía. Vi que habíais congeniado enseguida. Que os caías muy bien, pero… pero no me había dado cuenta de que las cosas habían llegado tan lejos. ¿Y desde cuándo dura eso?
—Desde marzo. Todo empezó unos tres meses después de que me fuera a vivir a su casa.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Tenía miedo de que se lo dijeras a Joyce. Y Nancy no quiere que lo sepa. Cree que su madre se volvería majareta.
—Entonces, ¿por qué me lo dices ahora?
—Porque pienso que sabes guardar un secreto. No me vas a fallar, ¿verdad?
—No, no te voy a fallar. Si no quieres que Joyce se entere, no se lo diré.
—¿Y yo no te he defraudado?
—Por supuesto que no. Si Nancy y tú sois felices, mejor para vosotras.
—Es que tenemos tantas cosas en común, ¿sabes? Es como si fuéramos hermanas y estuviéramos siempre en la misma onda. En todo momento sabemos lo que está pensando o sintiendo la otra. Con todos los hombres con los que he estado, siempre era cuestión de hablar…, palabras, explicaciones, charla y nada más. Y con ella, no tengo más que mirada y es como si estuviera dentro de mi piel. Nunca he sentido eso con nadie. Nancy lo llama el vínculo mágico, pero yo sólo lo llamo amor, pura y simplemente. La unión verdadera.
Cumplí mi promesa y no dije nada a Joyce, pero si guardaba el secreto era tanto para ayudar a las chicas como para protegerme a mí mismo. En caso de que Joyce descubriera la verdad, no estaba muy seguro de cómo iba a reaccionar. Sospechaba que no con calma, y entonces una posible consecuencia de su cólera sería buscar a alguien a quien echar la culpa. ¿Y quién mejor para representar el papel de chivo expiatorio que el tío de Aurora, el gorrón chapucero que la había convencido para introducir en el núcleo mismo de la familia Mazzucchelli a su corrompida sobrina, la cual se las había arreglado para convertir a la inocente Nancy en una ferviente y apasionada lesbiana? Me imaginé que Joyce acabaría echándolas a las dos de la casa, y en el consiguiente tumulto familiar yo me vería obligado a defender a la hija de mi hermana, lo que me enfrentaría a Joyce hasta el punto de que yo también terminaría de patitas en la calle. Para entonces llevábamos un año juntos, y sabe Dios que aquello era lo último que deseaba.
Un domingo tranquilo y caluroso, justo después de las vacaciones de verano, quedamos por la noche en mi casa para cenar y ver películas. Después de llamar a un restaurante tailandés para pedir la cena, se volvió hacia mí y me dijo:
—No te vas a creer lo que se traen entre manos.
—¿A quiénes te refieres? —pregunté.
—A Nancy y Aurora.
—No sé. Hacen joyas y luego las venden. Cuidan de sus hijos. Lo normal.
—Se acuestan juntas, Nathan. Están enrolladas.
—¿Cómo lo sabes?
—Las he pillado. El jueves por la noche me quedé aquí, ¿te acuerdas? A la mañana siguiente me levanté pronto, y en vez de irme derecha a trabajar, volví a casa a cambiarme de ropa. Por la tarde iba a venir el fontanero, y subí a la habitación de Nancy para recordárselo. Abrí la puerta, y allí estaban las dos, desnudas encima de las sábanas, dormidas y abrazadas la una a la otra.
—¿Se despertaron?
—No. Cerré la puerta sin hacer ruido, y luego bajé la escalera de puntillas. ¿Qué iba a hacer? Estoy deshecha, me dan ganas de cortarme las venas. Pobre Tony. Por primera vez desde que dejó este mundo, me alegro de que esté muerto. Me alegro de que no viva para ver esta… esta
monstruosidad
. Se le habría partido el alma. Su propia hija acostándose con otra mujer. Cada vez que lo pienso me dan ganas de vomitar.
—No hay mucho que puedas hacer, Joyce. Nancy es una mujer hecha y derecha, y puede acostarse con quien le dé la gana. Y lo mismo puede decirse de Aurora. Las dos lo han pasado muy mal. Ambas llevan a la espalda la carga de una ruptura matrimonial, y es probable que estén un poco hartas de los hombres. Eso no significa que sean lesbianas, ni tampoco que su relación sea para toda la vida. Si encuentran consuelo la una en la otra durante una temporada, ¿qué tiene eso de malo?
—Lo malo es que es repugnante y antinatural. No entiendo cómo puedes tomártelo con tanta tranquilidad, Nathan, de verdad que no. Es como si no te importara.
—La gente siente lo que siente. ¿Quién soy yo para decir si aciertan o se equivocan?
—Pareces un activista de los derechos de los homosexuales. Dentro de nada me dirás que has estado liado con hombres.
—Me cortaría el brazo derecho antes de irme a la cama con un hombre.
—Entonces, ¿por qué defiendes a Nancy y Aurora?
—Primero porque ellas no son yo. Y porque son mujeres.
—¿Y qué significa eso?