Brooklyn Follies (14 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Al día siguiente, jueves, almorcé solo. Tom iba a Manhattan con Harry por la tarde, para negociar con la viuda de un novelista recientemente fallecido la adquisición de los libros de la biblioteca de su marido. Según Tom, aquel novelista parecía conocer hasta el último escritor importante de los últimos cincuenta años, y tenía los estantes repletos de libros firmados y dedicados por sus ilustres amigos. «Ejemplares con dedicatoria», se denominaban esos libros en la profesión, y como eran muy buscados por los coleccionistas, según me explicó Tom, normalmente se vendían a buen precio. También me dijo que las visitas de ese tipo eran lo que más le gustaba de trabajar con Harry. No sólo le permitían salir de Brooklyn, de los confines de su despacho de la primera planta, sino que además le daban la oportunidad de ver a su jefe en acción.

—Monta un buen número —dijo Tom—. No para de hablar. Halaga, denigra, engatusa: un interminable amagar y no dar. Yo no creo en la reencarnación, pero si creyera, apostaría cualquier cosa a que en otra vida fue un vendedor de alfombras marroquí.

El miércoles había sido el día libre de Marina. El jueves, privado de la compañía de Tom, tenía más ganas de verla que nunca, pero cuando entré en el Cosmic Diner a la una en punto, Marina no estaba. Pregunté a Dimitrios, el dueño del restaurante, y me explicó que había llamado por la mañana para decir que no se encontraba bien y que probablemente faltaría algunos días. Me sentí profunda y absurdamente abatido. Después de la bronca que me había echado mi ex mujer la noche anterior, necesitaba recobrar la fe en el sexo femenino, ¿y quién mejor para ayudarme en esa empresa que la dulce Marina González? Antes de entrar en el restaurante, me la había imaginado con el collar puesto (cosa que ya había sucedido el lunes y el martes), y sabía que con sólo mirarla iba a encontrarme mucho mejor. Acongojado, pues, me senté solo en un reservado y pedí el almuerzo a Dimitrios, que sustituía a mi amor ausente. Como de costumbre, llevaba un libro en el bolsillo de la chaqueta (
La conciencia de Zeno
, que había comprado por recomendación de Tom), y como aquel día no tenía con quién hablar, abrí la novela de Svevo y me puse a leer.

Al cabo de dos párrafos, el individuo llamado señor Problemas hizo acto de presencia. Ése es el encuentro al que aludía hace quince o veinte páginas, y ahora que ha llegado el momento de hablar de él, me muero de vergüenza con sólo pensar en lo que pasó. Ese individuo, esa cosa que prefiero llamar Problemas, el ser de pesadilla que surgió de las profundidades de la nada, se hacía pasar por un mensajero de la U.P.S. de unos treinta años, cuerpo musculoso, buena forma y expresión iracunda en los ojos. No, la
ira
no hace justicia a lo que vi en aquel rostro.
Furia
sería más preciso, creo, o quizá
rabia
, e incluso
locura homicida
. Fuera lo que fuese, cuando entró como una tromba en el restaurante y preguntó a Dimitrios con voz fuerte y agresiva si Nathan andaba por allí, Nathan Glass, comprendí que el nombre en clave del señor Problemas era Roberto González. También supe que el collar ya no estaba en la caja. La pobre Marina había olvidado quitárselo cuando se fue a casa el martes por la noche. Un pequeño error, quizá, pero no pude evitar el recuerdo de cómo había empleado la expresión
bum
cuando intentó devolverme el regalo, y asociando esa palabra con el anuncio de Dimitrios de que no vendría en «algunos días», pensé en la paliza que le habría dado aquel hijo de puta.

El marido de Marina se sentó en el banco frente a mí y se inclinó sobre la mesa.

—¿Eres Nathan? —inquirió—. ¿El cabrón de Nathan Glass?

—El mismo —repuse—. Sólo que mi primer nombre no es Cabrón, sino Joseph.

—Muy bien, listillo. Dime, ¿por qué lo has hecho?

—¿El qué?

Se metió la mano en el bolsillo y tiró el collar sobre la mesa.

—Esto.

—Es un regalo de cumpleaños.

—A mi mujer.

—Sí. A tu mujer. ¿Qué tiene de malo? Marina me sirve el almuerzo todos los días. Es una chica estupenda y quise ofrecerle una muestra de mi gratitud. ¿Acaso no le doy propina cuando pago la nota? Pues, bueno, considera el collar como una buena propina.

—Eso no está bien, tío. Andar follando por ahí con mujeres casadas.

—Yo no ando fallando por ahí. Sólo le he hecho un regalo, nada más. Soy lo bastante viejo para ser su padre.

—Tienes polla, ¿no? Y todavía tienes cojones, ¿eh?

—La última vez que miré, seguían ahí.

—Te lo advierto, tío. Aléjate de Marina. Esa zorra es mía, y la próxima vez que te acerques a ella te mataré.

—No la llames zorra. Es una mujer. Y tienes mucha suerte de estar casado con ella.

—La llamaré lo que me dé la gana, gilipollas. Y esta —dijo, cogiendo el collar y balanceándolo frente a mis ojos—, esta mierda te la puedes comer para desayunar mañana por la mañana.

Lo cogió con ambas manos, y con un brusco tirón rompió en dos la cadena de oro. Las cuentas se desprendieron y saltaron por la mesa de formica; pero algunas se le quedaron en la mano, y cuando se levantó para marcharse me las arrojó a la cara.

—¡La próxima vez te mato! —gritó, señalándome con el dedo como una marioneta trastornada—. ¡Déjala en paz, cabrón, o te mato!

Para entonces, todo el restaurante nos estaba mirando. No todos los días se sentaba uno a comer y se le regalaba un espectáculo tan absorbente, pero ahora que el señor Problemas ya me había amenazado, parecía que la función estaba a punto de acabar. O eso pensaba yo. González ya me había dado la espalda y avanzaba en dirección a la puerta, pero el paso entre mesas y reservados era estrecho, y antes de que pudiera salir, el gigantesco y panzudo Dimitrios se interpuso en su camino. Así empezó el segundo acto. Acorralado, con la sesera todavía enardecida, el exaltado González se puso a gritar a pleno pulmón.

—¡Procure que ese cerdo no vuelva a entrar aquí! —ordenó, refiriéndose a mí—. ¡No lo deje entrar si quiere que Marina siga trabajando aquí! ¡O se irá!

—Que se vaya, entonces —repuso el dueño del Cosmic Diner—. Éste es mi restaurante, y nadie me dice lo que tengo que hacer en mi
casa
. Sin clientes, me quedo sin nada. Así que salga por esa puerta y diga a Marina que está despedida. No quiero verla más. En cuanto a usted…, si vuelve a aparecer otra vez por aquí, llamaré a la policía.

Acto seguido hubo algunos zarandeas y empujones, pero por fuerte y musculoso que fuera González, Dimitrios le venía grande, y finalmente, después de otra andanada de amenazas por una y otra parte, el marido de Marina desapareció del local. El imbécil había dejado a su mujer sin trabajo. Y lo que era peor —mucho peor aún—, comprendí que probablemente no la volvería a ver más.

Una vez restablecida la calma en el restaurante, Dimitrios se acercó a mi mesa y se sentó. Se disculpó por las molestias y me dijo que mi almuerzo corría por cuenta de la casa, pero cuando traté de convencerlo para que no despidiera a Marina, se mantuvo firme en su decisión. Había colaborado en la conspiración del collar y la caja registradora, pero el negocio era el negocio, concluyó, y aun cuando Marina le gustaba «un montonazo», no quería correr riesgos con aquel energúmeno que tenía por marido. Entonces añadió algo que me abrasó como la quemadura de un hierro de marcar.

—No se preocupe —me aconsejó—. No es culpa suya.

Pero sí era culpa mía. Yo era el causante de todo aquel lío, y me despreciaba por el daño que había hecho a la inocente Marina. Su primer impulso había sido rechazar el collar. Sabía la clase de hombre que era su marido, pero en vez de escuchar lo que me decía, la había obligado a aceptarlo, y aquel estúpido paso, aquel hecho absurdo e insensato, no había traído más que problemas. Que Dios me castigue, dije para mis adentros. Que me arroje de cabeza al infierno, y me tenga mil años ardiendo.

Aquélla fue la última vez que almorcé en el Cosmic Diner. Todos los días voy por la Séptima Avenida y paso frente a la puerta, pero aún no he tenido valor para volver a entrar.

C
HANCHULLOS

Aquella noche (jueves) había quedado con Harry para cenar en la Mike & Tony Steak House, en la esquina de la Quinta Avenida con la calle Carroll. Se trataba del mismo restaurante en que había hecho sus inquietantes revelaciones a Tom un par de meses atrás, y creo que lo eligió porque se sentía cómodo allí. La parte delantera del establecimiento era un bar de barrio donde se alentaba activamente a los parroquianos a fumar cigarrillos y puros, y donde los acontecimientos deportivos podían verse en un voluminoso televisor montado en la pared junto a la puerta. Pero, al cruzar el local y abrir la doble puerta de cristal al fondo, se encontraba uno en un ambiente completamente distinto. El restaurante de Mike y Tony era una pequeña estancia con alfombras y estanterías repletas de libros a lo largo de un muro, unas cuantas fotografías en blanco y negro colgadas en otra pared, y no más de ocho o diez mesas. En otras palabras, una tasca tranquila, íntima, con la ventaja añadida de una acústica tolerante que hacía posible escuchar lo que se decía aunque se hablara en voz baja. En opinión de Harry, el local era tan privado y acogedor como un confesionario. En cualquier caso, allí era donde prefería hacer sus confesiones: primero a Tom, y ahora a mí.

Por lo que a Harry concernía, mi conocimiento de su vida anterior se limitaba exclusivamente a unos cuantos datos generales: nacido en Buffalo, ex marido de Bette, padre de Flora, temporada en la cárcel. Ignoraba que Tom me había facilitado toda una serie de detalles, pero yo no iba a informarle de eso. De manera que me hice el tonto mientras Harry pasaba revista a la famosa historia del timo de Alec Smith y posteriores consecuencias con Gordon Dryer. Al principio no entendí por qué se molestaba en contarme esas cosas. ¿Qué relación guardaban con su operación actual? Eso era lo que me preguntaba yo, y entonces, cada vez más confuso, le planteé la cuestión sin tapujos.

—Sólo ten un poco de paciencia —recomendó—. A su debido tiempo, lo entenderás todo.

No hablé mucho durante la primera parte de la cena. El alboroto de aquella tarde en el restaurante me había afectado bastante, y mientras Harry parloteaba sin parar contando su historia, yo me puse a pensar en Marina, el idiota de su marido y toda la cadena de circunstancias que me había llevado a comprar a la B. P. M. aquel maldito montón de bisutería. Pero el jefe de Tom se encontraba en forma aquella noche, y con ayuda del whisky escocés del aperitivo y el vino con el que acompañé mi fuente de ostras de Blue Point, poco a poco fui saliendo de mi estado depresivo y centrándome en el asunto que nos ocupaba. La narración de Harry de los delitos que había cometido en Chicago correspondía punto por punto con lo expuesto por Tom, si bien con una notable y divertida diferencia. En la versión de Tom, Harry se derrumbó y rompió a llorar. Bajo el peso de los remordimientos, se culpaba de haber destruido su matrimonio, su reputación, su vida entera. Conmigo, en cambio, no se arrepentía de nada, llegando incluso a ufanarse del golpe maestro que montó a lo largo de dos años, y recordaba su aventura de la falsificación de obras de arte como una de las etapas más gloriosas de su vida. ¿Cómo explicar aquel radical cambio de tono? ¿Acaso le había echado cuento para ganarse la simpatía y la comprensión de Tom? ¿O es que, al producirse inmediatamente después de la desastrosa visita de Flora a Brooklyn aquella confesión le había salido directamente del alma? Tal vez. Cada hombre contiene varios hombres en su interior, y la mayoría de nosotros saltamos de uno a otro sin saber jamás quiénes somos. Optimista un día y pesimista al siguiente; pesaroso y mudo por la mañana, riendo y contando chistes por la noche. Harry estaba por los suelos cuando habló con Tom, pero ahora que había puesto en marcha una operación comercial, conmigo andaba picando alto.

Nos llevaron nuestros chuletones, cambiamos a vino tinto, y entonces, por fin, lo soltó de una vez. Harry me había sugerido que me tenía reservada una sorpresa, pero aun cuando me hubiera dado cien posibilidades de adivinar lo que era, nunca podría haber previsto la asombrosa revelación que salió tranquilamente de sus labios.

—Gordon ha vuelto —anunció.

—¿Gordon? —repetí, demasiado perplejo para decir otra cosa—. ¿Te refieres a Gordon Dryer?

—A Gordon Dryer. Mi antiguo compañero de orgía y desenfreno.

—¿Y cómo coño ha dado contigo?

—Dicho así, parece una desgracia, Nathan. Y no lo es. Estoy muy contento. Mucho.

—Después de lo que le hiciste, no me extrañaría que quisiera matarte.

—Eso es lo que yo pensaba al principio, pero todo eso ya ha pasado. El rencor, la amargura. El pobre muchacho se me echó a los brazos y me pidió que lo perdonara. ¿Te imaginas? Quería que yo lo perdonara
a él
.

—Pero si fuiste tú quien lo mandó a la cárcel.

—Sí, pero el chanchullo fue idea de Gordon desde el principio. Si él no lo hubiera preparado todo, ninguno de los dos habríamos acabado en la cárcel. Por eso se echa toda la culpa. Ha hecho mucho examen de conciencia en estos años, y me ha contado que llegó a un punto en que ya no podía vivir consigo mismo porque creía que yo aun le guarda a rencor. Gordon ya no es ningún niño. Tiene cuarenta y siete años y ha madurado mucho desde los viejos tiempos de Chicago.

—¿Cuántos años ha pasado en la cárcel?

—Tres y medio. Luego se mudó a San Francisco y empezó a pintar otra vez. Sin mucho éxito, lamento decir. Salió adelante dando clases particulares de dibujo, haciendo trabajos temporales aquí y allá, y luego se enamoró de un hombre que vive en Nueva York. Por eso está ahora aquí. A principios del mes pasado se marchó de San Francisco y se vino a vivir con él.

—Ese hombre tendrá dinero, supongo.

—No conozco todos los detalles. Pero creo que gana lo suficiente para mantenerlos a los dos.

—Pues qué suerte tiene Gordon.

—No tanta. No mucha, cuando se piensa en todo lo que ha pasado. Y, además, a quien quiere es a mí. Tiene mucho afecto a su amigo, pero es a mí a quien quiere. Y yo también lo quiero.

—No quisiera entrometerme en tu vida privada, pero ¿qué hay de Rufus?

—Rufus es un amor, pero nuestras relaciones son estrictamente platónicas. En todos los años que lo conozco, no hemos pasado una sola noche juntos.

—Pero Gordon es diferente.

—Muy diferente. Ya no es joven, pero sigue siendo un hombre guapo. No te imaginas lo bien que se porta conmigo. No podemos vernos muy a menudo, ya sabes cómo son estas aventuras clandestinas. Tantas mentiras que decir, tantos apaños que hacer. Pero siempre que lo conseguimos, salta la vieja chispa. Pensaba que se me habían acabado esas cosas, que ya estaba para el arrastre, pero Gordon me ha rejuvenecido. La piel desnuda, Nathan. Ésa es la única cosa por la que vale la pena vivir.

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