—A las seis en punto —concluí—. Entretanto, Lucy y yo iremos a la tienda de vídeo a buscar una película que podamos ver los tres después de cenar.
La película resultó ser
Tiempos modernos
, que me pareció una elección extrañamente inspirada. Lucy no sólo no había visto a Chaplin ni oído nunca ese nombre (otra prueba del declive de la educación norteamericana), sino que además era la película en que el vagabundo habla por primera vez. Aunque sus palabras resultaran ininteligibles, al menos abría la boca y emitía sonidos, y me pregunté si eso no removería algo en el interior de Lucy, haciéndole reflexionar sobre su obstinado silencio. Y en el mejor de los casos, incluso podríamos lograr que saliera de él de una vez por todas.
Hasta la cena en la Trattoria, se había portado estupendamente. Había hecho todo lo que le había pedido sin rechistar y de buen grado, sin fruncir una sola vez el ceño. Pero Tom, en un descuido poco corriente en él, dejó caer bruscamente la noticia de nuestro inminente viaje a Vermont sólo unos momentos después de habernos sentado a la mesa. No hubo preparación, ni propaganda que encomiara las maravillas de Burlington, ni argumentación en el sentido de que estaría mejor con Pamela que con sus dos tíos en Brooklyn. Ahí fue cuando la vi arrugar el entrecejo, llorar por primera vez, y enfurruñarse luego para el resto de la cena. Por muy hambrienta que estuviera, no tocó la pizza cuando se la pusieron delante, y sólo el hecho de que no paré de hablar nos libró de lo que podría haber acabado en una auténtica guerra de nervios. Empecé haciendo el trabajo preliminar que Tom había pasado por alto: los himnos y panegíricos, la zarabanda publicitaria, el prolongado encomio de la legendaria bondad de Pamela. Al ver que aquel discurso dejaba de producir el efecto deseado, cambié de táctica y le prometí que Tom y yo nos quedaríamos allí hasta que estuviera cómodamente instalada, y entonces, yendo aún más lejos, corrí el riesgo supremo de asegurarle que la decisión estaba enteramente en sus manos. Si no le gustaba estar allí, recogeríamos sus cosas y volveríamos a Nueva York. Pero tenía que intentarlo de verdad, le dije, no menos de tres o cuatro días. ¿De acuerdo? Lucy asintió con la cabeza. Y entonces, por primera vez en media hora, sonrió. Llamé al camarero y le pregunté si no sería mucha molestia que le calentaran la pizza en la cocina. Diez minutos después, se la trajeron de nuevo a la mesa y Lucy atacó su cena.
El experimento Chaplin arrojó un resultado desigual. Lucy rió a carcajadas, emitiendo los primeros sonidos que habíamos oído de ella en todo el día (hasta las lágrimas de la cena habían corrido por sus mejillas en silencio), pero unos minutos antes de llegar a la escena del restaurante, el sitio donde Charlie se pone a cantar su absurda y memorable canción, se le empezaron a cerrar los ojos y enseguida se quedó dormida. ¿Quién se lo podría reprochar? Había llegado a Nueva York aquella misma mañana, después de un viaje de Dios sabe cuántos centenares de kilómetros, lo que significaba que se había pasado gran parte de la noche anterior si no toda metida en un autobús. La cogí en brazos y la llevé al cuarto de huéspedes mientras Tom abría el sofá cama, ya preparado, y retiraba el embozo. Nadie duerme más profundamente que los niños, sobre todo los niños agotados. Ni siquiera cuando la puse sobre la cama y la tapé abrió los ojos una sola vez.
El día siguiente empezó con un hecho curioso e inquietante. A las siete de la mañana, entré en la habitación de Lucy, que aún dormía, con un vaso de zumo de naranja, un plato de huevos revueltos y dos rebanadas de pan tostado con mantequilla. Puse el desayuno en el suelo y luego la cogí del brazo y la zarandeé suavemente.
—Despierta, Lucy —dije—. Es hora de desayunar.
Al cabo de tres o cuatro segundos, abrió los ojos, y entonces, tras un breve instante de absoluta perplejidad (
¿Dónde estoy? ¿Quién es este desconocido que me está mirando?
), me reconoció y sonrió.
—¿Qué tal has dormido? —le pregunté.
—Muy bien, tío Nat —contestó ella, con un ligero acento sureño—. Como una piedrota vieja en el fondo de un pozo.
Bam. Ahí estaba. Lucy había hablado. Sin que la incitaran ni animaran, sin pararse a pensar en lo que iba a hacer, había abierto tranquilamente la boca y se había puesto a hablar. ¿Concluía oficialmente el reino del silencio, me pregunté, o sólo era que lo había olvidado en la modorra del despertar?
—Me alegro —repuse, guardándome de aludir a lo que acababa de pasar para no estropear las cosas.
—¿Nos vamos hoy al asqueroso Vermont? —preguntó.
Cada palabra que pronunciaba, cada nueva frase ampliaba mi cauta sensación de esperanza.
—Dentro de una hora, más o menos. Fíjate, Lucy, zumo, tostadas y huevos.
Cuando me agaché a recoger el desayuno del suelo, ella exhibió otra de sus grandes sonrisas.
—Desayuno en la cama —anunció—. Igual que la Reina Nefertiti.
Creí que ya estaba todo arreglado, pero ¿qué sabía yo entonces, qué sabía yo de nada? Cuando le acerqué el vaso de zumo con la mano derecha y ella alargó el brazo para cogerlo, el mundo se le cayó encima. Rara vez he visto una cara cambiar de expresión con mayor rapidez que la de Lucy en aquel momento. En un abrir y cerrar de ojos, la radiante sonrisa se tornó en una mueca de terror apabullante y devastador. Se llevó la mano a la boca, y al cabo de unos segundos los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No te preocupes, cariño —la consolé—. No has hecho nada malo.
Pero sí había hecho algo malo. A su entender, sí lo había hecho, y, por la expresión de su atribulada carita, era como si hubiera cometido un pecado imperdonable. En un súbito arranque de ira contra sí misma, empezó a golpearse la sien con la palma de la mano izquierda, una desenfrenada pantomima que parecía representar lo estúpida que se consideraba a sí misma. Lo hizo tres, cuatro, cinco veces, pero justo cuando iba a sujetarle el brazo para hacer que parase, extendió la mano izquierda y alzó un dedo, agitándolo enérgicamente frente a mi cara. Con una ardiente mirada de desprecio y odio hacia sí misma, empezó a darse cachetes en la mano izquierda con la derecha, como reprendiéndola por haber tenido el descaro de alzar precisamente aquel dedo. Luego dejó de castigarse y volvió a extender la mano izquierda. Esta vez alzó dos dedos. Como antes, los agitó en el aire con amargo énfasis. Primero un dedo, luego dos. ¿Qué intentaba decirme? No podía estar seguro, pero sospechaba que tenía algo que ver con el tiempo, con el número de días que faltaban para que pudiera hablar de nuevo. Cuando se despertó sólo le quedaba un día, pero ahora que accidentalmente se le habían escapado unas palabras, debía castigarse añadiendo otro día a su silencio. De uno, por tanto, había pasado a dos.
—¿Es eso? —le pregunté—. ¿Me estás diciendo que empezarás a hablar otra vez dentro de dos días?
No contestó. Repetí la pregunta, pero Lucy no iba a revelar su secreto. No afirmó, no negó con la cabeza, no hizo nada. Me senté a su lado y empecé a acariciarle el pelo.
—Vamos, Lucy —le dije, haciéndole coger el zumo—. Es hora de que te tomes el desayuno.
El coche era una reliquia de mi vida anterior. En Nueva York no necesitaba aquel cacharro, pero me había dado pereza tomarme la molestia de venderlo, de manera que lo tenía en un garaje de la calle Union, entre la Sexta y la Séptima Avenida, y no lo había conducido ni mirado siquiera desde que vivía en Brooklyn. Era un Oldsmobile Cudass verde de 1994, un montón de chatarra increíblemente feo. Pero el coche hizo lo que tenía que hacer, y al cabo de dos largos meses de inactividad, el motor se puso en marcha nada más girar la llave.
Tom conducía; yo iba en el asiento del acompañante; Lucy, en el de atrás. A pesar de las promesas que le había hecho la noche anterior, seguía sin querer ir a Vermont con Pamela, y le sentaba mal que la lleváramos contra su voluntad. Hablando desde un punto de vista lógico, no le faltaba razón. Si a ella le tocaba decidir en último término, ¿qué objeto tenía hacer cuatrocientos cincuenta kilómetros en coche para luego realizar el trayecto en sentido contrario para traerla de vuelta? Le había dicho que tenía que intentar en serio lo del experimento con Pamela. Ella había fingido acceder, pero yo era consciente de que ya había tomado una decisión y no iba a cambiarla por nada del mundo. De manera que allí iba, en el asiento trasero, con la cara larga y enfurruñada, una víctima inocente de nuestras crueles maquinaciones. Se quedó dormida mientras pasábamos por los alrededores de Bridgeport en la Nacional 95, sin duda pensando maldades sobre sus dos perversos tíos. Tal como demostrarían los acontecimientos posteriores, en eso me equivocaba. Lucy poseía más recursos de lo que yo imaginaba, y, en vez de quedarse de brazos cruzados consumiéndose de ira, se dedicó a pensar y trazar un plan, utilizando su considerable inteligencia para urdir una estratagema que cambiaría las tornas y la convertiría en dueña de nuestro destino. Era una idea brillante, si se me permite decirlo, algo que sólo se le habría ocurrido a una bribonzuela, y no cabe sino quitarse el sombrero ante tan sobresaliente ejercicio de ingenio. Pero enseguida volveremos sobre eso.
Mientras Lucy se entregaba a sus cavilaciones o dormitaba en el asiento trasero, Tom y yo charlábamos en la parte delantera. No se había puesto al volante de un coche desde que dejó el taxi en enero, y el mero hecho de volver a conducir parecía obrar como un estimulante en su organismo. Hacía dos semanas que lo veía prácticamente a diario, y en ese tiempo nunca me había parecido tan alegre y contento como aquella mañana de principios de junio. Tras sortear el tráfico de la ciudad, entramos en la primera de las diversas autopistas que nos conducirían al Norte, y fue en aquellas carreteras despejadas donde empezó a relajarse, a dejar a un lado sus penas y a olvidarse de odiar al mundo por un momento. Y un Tom tranquilo equivalía a un Tom hablador. Así solía ser el antiguo doctor Pulgarcito, y desde aproximadamente las ocho y media de la mañana hasta bien pasado el mediodía me inundó con un torrente de palabras: un verdadero diluvio de historias, ocurrencias y enseñanzas sobre cuestiones tan pertinentes como arcanas.
Empezó con un comentario sobre
El libro del desvarío humano
, la insignificante y absurda obra en la que yo estaba trabajando. Quería saber cómo iba, y cuando le dije que avanzaba a toda máquina sin ver un final, que cada historia que escribía parecía engendrar otra y luego otra, me dio una palmadita en el hombro con la mano derecha y pronunció este asombroso veredicto:
—Tú sabes escribir, Nathan. Te estás convirtiendo en un verdadero escritor.
—No, no es verdad —objeté—. Sólo soy un agente de seguros jubilado que no tiene nada mejor que hacer. Eso me ayuda a pasar el tiempo, nada más.
—Te equivocas, Nathan. Al cabo de años de vagar por el desierto, finalmente has encontrado tu verdadera vocación. Ahora que ya no tienes que trabajar para ganarte la vida, estás haciendo lo que siempre deberías haber hecho.
—Ridículo. Nadie se hace escritor a los sesenta años.
El antiguo doctorando y erudito se aclaró la garganta y me pidió licencia para expresar su desacuerdo. No había normas en lo que se refería a escribir, afirmó. Cuando se consideraba la vida de poetas y novelistas, se acababa frente a un absoluto caos, una infinita sucesión de anomalías. Eso se debía al hecho de que escribir era una enfermedad, prosiguió Tom, algo así como una infección o gripe del espíritu que podía atacar a cualquiera en el momento más insospechado. Al joven y al viejo, al fuerte y al débil, al borracho y al sobrio, al cuerdo y al loco. Echa un vistazo a la lista de los gigantes y semigigantes, y descubrirás a escritores que siguieron todo tipo de tendencias sexuales, que asumieron todas las posiciones políticas, que mostraron todas las facetas del espíritu humano: del idealismo más noble a la corrupción más insidiosa. Eran criminales y abogados, espías y médicos, soldados y solteronas, viajeros y enclaustrados. Si no cabía excluir a nadie, ¿qué impedimento había para que un antiguo agente de seguros de vida casi sesentón pasara a engrosar sus filas? ¿Qué ley declaraba que Nathan Glass no se había contagiado de la enfermedad?
Me encogí de hombros.
—Joyce fue autor de tres novelas —explicó Tom—. Balzac escribió noventa. ¿Supone eso una gran diferencia para nosotros?
—Para mí, no.
—Kafka escribió su primer relato en una noche. Stendhal escribió
La cartuja de Parma
en cuarenta y cinco días. Melville escribió
Moby Dick
en dieciséis meses. Flaubert dedicó cinco años a
Madame Bovary
. Musil trabajó dieciocho años en
El hombre sin atributos
y murió antes de acabarlo. ¿Nos importa algo de eso ahora?
La pregunta no parecía exigir respuesta.
—Milton era ciego. Cervantes sólo tenía un brazo. A Chrisropher Marlowe lo mataron de una puñalada en un reyerta de taberna antes de que cumpliera los treinta. Al parecer, el puñal le atravesó limpiamente un ojo. ¿Qué debemos pensar de eso?
—No sé, Tom. Dímelo tú.
—Nada. Absolutamente nada.
—Me inclino a compartir tu opinión.
—Thomas Wentworth Higginson «corrigió» los poemas de Emily Dickinson. Un engreído analfabeto que calificó
Hojas de hierba
de libro inmoral se atrevió a tocar la obra de la divina Emily. Y el pobre Poe, que murió loco y borracho en una alcantarilla de Baltimore, tuvo la desgracia de elegir a Rufus Griswold como albacea literario. Sin sospechar siquiera que Griswold lo despreciaba, que su presunto amigo y defensor pasaría años tratando de destrozar su reputación.
—Pobre Poe.
—Eddy no tuvo suerte. No la tuvo en vida, ni tampoco después de muerto. Lo enterraron en un cementerio de Baltimore en 1849, pero pasaron veintiséis años antes de que erigieran una lápida sobre su tumba. Un pariente suyo encargó una inmediatamente después de su muerte, pero el asunto terminó en uno de esos follones cargados de humor negro que le hacen a uno preguntarse quién rige los destinos del mundo. A propósito del desvarío humano, Nathan. Daba la casualidad de que el taller del marmolista se encontraba justo debajo de un terraplén por donde pasaba la vía férrea. En el preciso momento en que daban los últimos toques a la lápida, se produjo un descarrilamiento. El tren cayó al taller y aplastó la lápida, y como aquel pariente no tenía bastante dinero para encargar otra, Poe pasó un cuarto de siglo enterrado en una tumba sin nombre.