Brooklyn Follies (19 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Incluso ahora, sigo sin comprender exactamente cómo lo hizo. Algunas circunstancias obraron en su favor, pero incluso teniendo en cuenta esos aislados golpes de suerte, hubo algo casi demoníaco en la osadía y eficacia de su sabotaje. Hay que tener en cuenta que el restaurante estaba a unos treinta metros de la carretera, con lo que se encontraba fuera de la vista de los coches que pasaban. Además, todas las plazas de aparcamiento frente a la entrada del restaurante estaban ocupadas, de manera que tuvimos que dejar el coche a un lado, donde no podíamos verlo por ninguno de los dos ventanales que se abrían en la fachada del mustio edificio de una planta. Y, por último, aprovechó la ventaja de que Tom y yo nos sentamos de espaldas a esos ventanales. Pero ¿cómo demonios pudo pensar lo bastante rápido para convertir la presencia de una máquina de Coca-Cola en el exterior (casualmente situada a metro y medio del coche aparcado) en un arma de su lucha contra la Solución Burlington?

Entramos los tres juntos en el restaurante, y lo primero que hicimos fue ir a los servicios. Luego nos sentamos a una mesa y pedimos hamburguesas, ensalada de atún y sándwiches de queso a la plancha. En el momento en que la camarera terminó con nosotros, Lucy, señalándose el vientre con el dedo, nos hizo saber que aún tenía asuntos pendientes en el baño. Adelante, le dije, y allá que fue, una niña norteamericana normal en apariencia, vestida con pantalones cortos estampados y zapatillas de deporte azul neón de ciento cincuenta dólares. En su ausencia, Tom y yo hablamos de lo agradable que era salir de la ciudad, aun cuando fuese para comer en un restaurante tan siniestro y mugriento como Dot’s, rodeados de camioneros y campesinos que llevaban gorras de béisbol amarillas y rojas con el logotipo de marcas de herramientas y maquinaria pesada. Tom seguía completamente lanzado, y estaba tan absorto en lo que me estaba diciendo que perdí la pista de Lucy. Poco sospechábamos entonces (los hechos no se revelaron hasta más tarde) que nuestra niña había salido del restaurante por la puerta de atrás y estaba metiendo como una loca monedas y billetes de dólar en la máquina de Coca-Cola de fuera. Sacó por lo menos veinte latas de ese empalagoso brebaje cargado de azúcar, y una por una las fue echando en el depósito de gasolina de mi otrora sano Oldsmobile Cuclass. ¿Cómo sabía que el azúcar era un veneno mortal para los motores de combustión interna? ¿Cómo podía ser tan lista la puñetera mocosa? No sólo interrumpió nuestro viaje de manera brusca y concluyente, sino que lo consiguió en un tiempo récord. Cinco minutos, diría yo, siete todo lo más. Fueran los que fuesen, el caso es que seguíamos esperando la comida cuando ella volvió a la mesa. De pronto era todo sonrisas otra vez, pero ¿cómo podría haber adivinado yo la causa de su felicidad? Si me hubiera parado a pensarlo un poco, habría supuesto que estaba contenta porque había cagado bien.

Cuando acabamos de comer y volvimos a subir al coche, el motor emitió uno de los ruidos más extraños de la historia de la industria automotriz. Me he pasado veinte minutos rememorando ese ruido, pero no he encontrado las palabras adecuadas para describirlo, la expresión única e inolvidable que pudiera hacerle justicia.
¿Risitas roncas? ¿Hipo en pizzicato? ¿Pandemónium de carcajadas?
Probablemente no estoy a la altura de la tarea; o, entonces, es que el lenguaje es un instrumento muy endeble para reproducir aquel sonido, algo que bien podría haber procedido de un ganso al borde de la asfixia o de un chimpancé borracho. Finalmente, las risotadas se modularon en una sola nota prolongada, un regüeldo sonoro, como de tuba, que podía haber pasado por un eructo humano. No como los gases que habría soltado un satisfecho bebedor de cerveza, sino más bien algo que recordaba el lento y angustioso rumor de la dispepsia, la grave espiración de un hombre aquejado de acidez incurable. Tom apagó el motor y volvió a intentarlo, pero al girar la llave por segunda vez sólo le arrancó un tenue gruñido. A la tercera, no hubo más que silencio. La sinfonía había terminado, y mi envenenado Olds había sufrido una parada cardíaca.

—Me parece que nos hemos quedado sin gasolina —anunció Tom.

Era la única conclusión sensata que podía sacarse, pero cuando me incliné a ver el indicador del combustible, comprobé que en el depósito quedaba una octava parte del contenido total. Señalé la aguja roja.

—Según esto, no —objeté.

—Se habrá roto —sugirió Tom, encogiéndose de hombros—. Por suerte tenemos una estación de servicio al otro lado de la carretera.

Mientras Tom exponía su erróneo diagnóstico del estado del coche, me volví a mirar la presunta estación de servicio por la ventanilla de atrás: dos surtidores frente a un garaje ruinosa con aspecto de no haber recibido una mano de pintura desde 1954. Al volverme, Lucy me miró a los ojos. Estaba sentada justo detrás de Tom, y como no sospechaba que ella fuese la causante del lío en que nos encontrábamos, me sorprendió un poco la expresión beatífica, de satisfacción casi sobrenatural que se veía en su rostro. El motor acababa de emitir su popurrí de música
jungle
, y en circunstancias normales, aquellos ridículos sonidos habrían suscitado en ella alguna reacción: alarma, risa, inquietud, algo. Pero Lucy parecía enteramente ajena al mundo exterior, como un espíritu puro que, liberado del cuerpo, flotara ingrávido en una nube de indiferencia. Ahora comprendo que estaba regocijándose del éxito de su hazaña, dando silenciosamente las gracias al todopoderoso por ayudarla a realizar un milagro. Pero aquella tarde, en el coche, me sentía cada vez más perplejo.

—¿Sigues con nosotros, Lucy? —le pregunté.

Me respondió con una larga e impasible mirada, y luego asintió con la cabeza.

—No te preocupes —proseguí—. Dentro de nada tendremos otra vez el coche en marcha.

Huelga decir que estaba equivocado. Sería tentador describir con pelos y señales la comedia que se desarrolló a continuación, pero no quiero abusar de la paciencia del lector tratando cuestiones que, estrictamente hablando, no guardan relación alguna con la historia. En lo que se refiere al coche, el resultado final es lo único que cuenta. Voy a pasar por alto, pues, lo del bidón de gasolina súper con el que Tom vino cargado desde el garaje del otro lado de la carretera (ya que no sirvió de nada) y omitiré toda referencia a la grúa que acabó remolcando el Cutlass hasta aquel mismo garaje (¿qué otra cosa podíamos hacer?). El único hecho que cabe mencionar es que ninguno de los mecánicos que atendían el garaje (un equipo formado por padre e hijo, conocidos como Al Padre y Al Hijo) logró averiguar lo que le pasaba al coche. Hijo y padre tenían respectivamente más o menos la misma edad que Tom y yo, pero mientras que yo era delgado y Tom robusto, el joven y el viejo Al se parecían a nosotros al revés: el hijo era delgado, y el padre, gordo.

Tras examinar el motor durante varios minutos sin encontrar nada, Al Hijo cerró de golpe el capó.

—Voy a tener que desmontarlo pieza por pieza —anunció.

—¿Tan grave es? —repuse.

—No digo que sea grave. Pero tampoco es una tontería. No señor, no es ninguna tontería.

—¿Cuánto tiempo tardará en arreglarlo?

-Eso depende. Puede que un día, o una semana. Lo primero es localizar la avería. Si se trata de algo sencillo, ningún problema. Si no lo es, a lo mejor tenemos que pedir alguna pieza de repuesto a la fábrica, con lo que la cosa podría prolongarse un poco.

Parecía un análisis claro y objetivo de la situación, y dado que yo era un absoluto ignorante en materia automovilística, no veía qué otra cosa podíamos hacer aparte de confiarle la reparación: con independencia del tiempo que tardara en realizarla. Tom, que tampoco era ningún mecánico, secundó la medida. Muy bien, todo perfecto, pero ahora que estábamos perdidos en una carretera comarcal en plena campiña de Vermont, ¿qué íbamos a hacer nosotros mientras los dos Al trataban de resucitar a nuestro difunto vehículo? Una posibilidad era alquilar un coche, seguir hacia Burlington y pasar el resto de la semana con Pamela para recoger el Cutlass de camino de vuelta a Nueva York. O bien, sencillamente, alojarnos en algún albergue de por allí y hacer como si estuviéramos de vacaciones hasta que nos arreglaran el coche.

—Ya he conducido bastante por hoy —sentenció Tom—. Voto que nos quedemos. Por lo menos hasta mañana.

Yo opté por lo mismo. En cuanto a Lucy —la silenciosa y siempre vigilante Lucy—, es fácil imaginar lo poco que protestó de nuestra decisión.

Al Padre nos recomendó un par de hostales en Newfane, un pueblo que habíamos dejado quince kilómetros atrás. Entré en la oficina y llamé a los dos números, pero resultó que en ningún sitio había habitaciones libres. Cuando le informé de lo que había pasado, el corpulento mecánico pareció contrariado.

—Qué asco de turistas —exclamó—. Sólo estamos en la primera semana de junio, pero cualquiera diría que es pleno verano.

Nos quedamos medio minuto o así con las manos en los bolsillos, mirando cómo pensaban padre e hijo. Finalmente, Al Hijo rompió el silencio.

—¿Qué me dices de Stanley, papá?

—Hmmm —repuso el padre—. No sé. ¿Crees que piensa abrir de nuevo el establecimiento?

—He oído que va a hacerlo ya —respondió el joven—. Eso es lo que me ha dicho Mary Ellen. Se encontró con Stanley en la oficina de correos la semana pasada.

—¿Quién es Stanley? —intervine yo.

—Stanley Chowder —contestó Al Padre, alzando el brazo y señalando en dirección oeste—. Hace tiempo tuvo un hostal a unos cuatro kilómetros de aquí, en lo alto de esa colina.

—Stanley Chowder
[5]
—repetí—. Qué nombre tan raro.

—Sí —convino el corpulento Al—. Pero a Stanley no le importa. Creo que hasta le gusta.

—Una vez conocí a uno que se llamaba Elmer Doodlebaum —dije de pronto, dándome cuenta de que me gustaba hablar con los dos Al—. ¿Cómo les sentaría cargar con ese nombrecito toda la vida?

—Nada bien, señor. Pero que nada bien. Aunque al menos la gente lo recordaría. Yo me llamo Al Wilson desde el día en que nací, lo que tal vez sea mejor que llamarse John Doe
[6]
. No se puede hincar el diente a un nombre como ése. Al Wilson. Sólo en Vermom, debemos de ser mil los Al Wilson.

—Me parece que voy a llamar a Stanley —anunció Al Hijo—. Nunca se sabe. Si no está fuera cortando el césped, puede que lo coja…

Mientras el esbelto hijo iba a la oficina a hacer la llamada, el robusto padre se apoyó en mi coche, sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa (que se puso en los labios pero no encendió), y empezó a contarnos la triste historia del Chowder Inn.

—A eso es a lo que se dedica ahora Stanley —dijo—, a cortar el césped. Desde primera hora de la mañana hasta última hora de la tarde se pasa el día montado en su John Deere rojo, cortando el césped. Empieza en abril, cuando se derrite la nieve, y ya no para hasta noviembre, cuando se pone a nevar otra vez. Todos los días, llueva o haga sol, ahí está, subido en su tractor, segando la hierba de su finca durante horas y horas. Cuando llega el invierno, se queda dentro y se dedica a ver la televisión. Y cuando ya no aguanta más la tele, se sube al coche y se va a Adantic City. Se aloja en uno de esos hoteles con casino y se queda diez días seguidos jugando al
blackjack
. Unas veces gana, y otras pierde, pero a Stanley no le importa. Le sobra dinero para vivir, ¿qué más le da derrochar unos cuántos dólares de vez en cuando?

»Lo conozco desde hace mucho; más de treinta años, calculo. Era censor jurado de cuentas en Springfield, en Massachusetts. Hacia el sesenta y ocho o sesenta y nueve, su mujer, Peg, y él compraron una enorme mansión blanca en lo alto de esa colina, y empezaron a venir los fines de semana, en las vacaciones de verano, en navidades, siempre que podían. Su gran sueño era convertir la casa en un hotel rural y vivir allí cuando Stanley se jubilara. Así que hace cuatro años, Stanley deja su trabajo de censor de cuentas, Peg y él venden su casa de Springfield, y se mudan aquí para abrir el Chowder Inn. Nunca se me olvidará lo mucho que trabajaron aquella primavera, dándose prisa para que todo estuviera listo el fin de semana del Día de los Caídos. Todo marcha según los planes. Se ponen a dar lustre al local hasta que reluce como una patena. Contratan a un jefe de cocina y dos doncellas, y entonces, justo cuando están a punto de hacer las primeras reservas, a Peg le da un ataque y se muere. Allí mismo, en la cocina, en pleno día. De pronto está viva, hablando con Stanley y el cocinero, y al poco rato se cae redonda al suelo y exhala el último aliento. Ocurrió tan rápido, que se murió antes de que la ambulancia saliera del hospital.

»Por eso se dedica Stanley a cortar el césped. Algunos creen que se ha vuelto un poco loco, pero siempre que hablo con él veo al mismo tío que conocí hace treinta años, el mismo Stanley de siempre. Está triste porque ha perdido a su Peg, eso es todo. A unos les da por beber. A otros por buscar otra mujer. Stanley se dedica a cortar el césped. Eso no tiene nada de malo, ¿verdad?

»Hace tiempo que no lo veo, pero si Mary Ellen está bien enterada, y siempre lo ha estado que yo sepa, entonces es una buena noticia. Significa que Stanley va mejor, que quiere empezar a vivir otra vez. Hace ya unos minutos que Al Hijo ha ido a llamarlo. A lo mejor me equivoco, pero seguro que Stanley ha cogido el teléfono y están haciendo los preparativos para que ustedes tres se alojen allí. No estaría mal, ¿eh? Si Stanley ha abierto el establecimiento, ustedes serían los primeros huéspedes de pago en la historia del Chowder Inn. Vaya, vaya. Sería algo extraordinario, ¿no les parece?

D
ÍAS DE ENSUEÑO EN EL
H
OTEL
E
XISTENCIA

Quiero hablar de felicidad y bienestar, de esos raros e inesperados momentos en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo.

Quiero hablar del tiempo que hace a primeros de junio, de armonía y tranquilo reposo, de petirrojos y pinzones amarillos, de azulejos que pasan como flechas entre las verdes hojas de los árboles.

Quiero hablar de los benéficos efectos del sueño, de los placeres de la comida y el vino, de lo que ocurre en la cabeza cuando a las dos de la tarde se sale a la luz del sol y se siente en el cuerpo el cálido abrazo del aire.

Quiero hablar de Tom y Lucy, de Stanley Chowder y los cuatro días que pasamos en aquel albergue rural, de lo que pensamos y soñamos en lo alto de aquella colina al sur de Vermont.

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