Da la casualidad de que el teléfono suena en el instante mismo en que entro en el vestíbulo. Lo cojo, y es el propio Brightman, que parlotea alegremente al otro extremo de la línea. Le hablo de la avería del coche, del Chowder Inn y del entusiasmo de Stanley por hacer un trato con nosotros.
—Éste es el sitio —prosigo—. La idea de Tom quizá resultaba un poco extraña en aquel restaurante de la ciudad, pero cuando estás aquí todo parece bastante razonable. Por eso te ha llamado. Para saber si todavía te apuntas.
—¿Que si me apunto? —brama enfadadísimo Harry, en tono de actor decimonónico—. Cerramos el trato con un apretón de manos, ¿no?
—No, que yo recuerde.
—Bueno, a lo mejor no fue un verdadero apretón de manos, físicamente hablando. Pero a los tres nos pareció bien. Eso sí lo recuerdo perfectamente.
—Un apretón de manos imaginario.
—Eso es. Un apretón de manos imaginario. Un acuerdo mental.
—Todo dependiendo de tu pequeña operación, claro está.
—Pues claro. Ni que decir tiene.
—De manera que estás decidido a seguir adelante.
—Ya sé que tienes tus dudas, pero las cosas se están empezando a aclarar.
—¿De veras?
—Sí. Y me complace comunicarte una excelente noticia. No creas que no me he tomado en serio tu consejo, Nathan. Le dije a Gordon que lo estaba pensando mejor, y que si no me organizaba un encuentro con el esquivo señor Metropolis, me retiraba del asunto.
—¿Y?
—Y lo he conocido. Gordon lo trajo a la tienda y me lo presentó. Un individuo de lo más interesante. Apenas dijo una palabra, pero me di cuenta de que estaba en presencia de un verdadero profesional.
—¿Te llevó alguna muestra de su trabajo?
—Una carta de amor de Charles Dickens a su amante. Espléndida demostración.
—Te deseo suerte, Harry. Si no por ti, al menos por Tom.
—Vas a estar orgulloso de mí, Nathan. Después de nuestra conversación del otro día, he pensado que necesito adoptar ciertas precauciones. Sólo por si se tuercen las cosas. No es que vayan a salir mal, pero cuando se ha vivido tanto como yo, sería una estupidez no considerar todas las posibilidades.
—Me parece que no te comprendo.
—No tienes por qué. Ahora no, en cualquier caso. Cuando llegue el momento, si es que llega, lo entenderás todo. Probablemente sea el paso más inteligente que he dado en la vida. Un espléndido gesto, Nathan. El derroche de los derroches. Un prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna.
No sé de qué me habla. Harry está en pleno discurso grandilocuente, haciendo alarde de sus enigmáticas declaraciones únicamente por el caprichoso placer de escucharse a sí mismo, y no tiene sentido prolongar la conversación. Tom, que se ha acercado, está junto a mí. Sin molestarme en añadir una palabra más, le paso el teléfono y subo a darme una ducha.
A la mañana siguiente, Lucy abre por fin la boca y se pone a hablar.
Estoy esperando respuestas y revelaciones, el descubrimiento de múltiples misterios, un gran rayo de luz atravesando las tinieblas. No sé cómo se me ha ocurrido pensar que el lenguaje sería un vehículo de comunicación más eficaz que los gestos y movimientos de cabeza. Lucy ha resistido nuestros intentos de sonsacarle algo durante tres días consecutivos, y una vez que se toma la molestia de hablar, sus palabras apenas sirven de más ayuda que su silencio.
Empiezo por preguntarle dónde vive.
—En Carolina —responde, arrastrando las sílabas con el mismo acento provinciano del Sur que advertí en su voz el lunes por la mañana.
—¿Carolina del Norte o Carolina del Sur?
—Carolina Carolina.
—Eso no existe, Lucy. Lo sabes perfectamente. Ya eres una niña mayor. Una de dos, Carolina del Norte o Carolina del Sur.
—No te enfades, tío Nat. Mamá me dijo que no lo dijera.
—¿Fue idea de tu madre lo de que fueras a Brooklyn, a casa de tu tío Tom?
—Mamá dijo que me fuera, así que me fui.
—¿Te dio pena dejarla?
—Mucha pena. Yo quiero a mi mamá, pero ella sabe lo que está bien.
—¿Y qué me dices de tu padre? ¿Él también sabe lo que está bien?
—Pues claro. Es el hombre más justo del mundo.
—¿Por qué no hablabas, Lucy? ¿Qué te ha hecho guardar silencio durante tantos días?
—Ha sido por mamá. Para que sepa que pienso en ella. Así es como hacemos las cosas en casa. Papá dice que el silencio purifica el espíritu, que nos prepara para recibir la palabra de Dios.
—¿Quieres a tu padre tanto como a tu madre?
—No es mi verdadero padre. Soy adoptada. Pero he salido de la tripa de mamá. Me llevó nueve meses dentro de ella, así que soy sólo de ella.
—¿Te dijo por qué quería que vinieras al Norte?
—Me dijo vete, así que me fui.
—¿No te parece que Tom y yo deberíamos hablar con ella? Es su hermano, ya lo sabes, y yo soy su tío. Mi hermana era su madre.
—Lo sé. La abuela June. Viví con ella, pero ya se ha muerto.
—Si me das el teléfono de tu casa, las cosas serán mucho más sencillas para todos. No te mandaré de vuelta si no quieres ir. Sólo me interesa hablar con tu madre.
—No tenemos teléfono.
—¿Cómo?
—A papá no le gustan los teléfonos. Una vez tuvimos uno, pero acabó devolviéndolo a la tienda.
—Muy bien, vale. ¿Me das tu dirección, entonces? Debes saberla.
—Sí, la sé. Pero mamá me dijo que no la dijera, y cuando mamá me dice algo, yo lo hago.
Esa conversación, exasperante y crucial, tiene lugar a las siete de la mañana. Lucy me ha despertado llamando a mi puerta, y se sienta a mi lado en la cama mientras yo me froto los ojos y acometo mi inútil interrogatorio. Tras la otra puerta, en la habitación Buster Keaton, Tom sigue durmiendo, pero cuando baja a desayunar una hora después, no tiene más éxito que yo en la tarea de sacarle información. Juntos, seguimos acribillándola a preguntas durante casi toda la mañana, pero la niña demuestra su temple y no cede un ápice. Ni siquiera nos dice en qué trabaja su padre («Tiene un trabajo») ni si su madre sigue teniendo el tatuaje en el hombro izquierdo («Nunca la he visto sin ropa»). El único hecho que decide poner en nuestro conocimiento no guarda relación con nuestros propósitos: su mejor amiga se llama Audrey Fitzsimmons. Nos enteramos de que Audrey lleva gafas, pero echando pulsos es la mejor de la clase de cuarto. No sólo gana a todas las chicas, sino que también es más fuerte que cualquier chico.
Frustrados, acabamos por darnos por vencidos, pero no antes de que Lucy me recuerde que he prometido pagarle cincuenta dólares en cuanto empezara a hablar de nuevo.
—Yo nunca he dicho eso —protesto.
—Sí que lo has dicho —contesta ella—. La otra noche, cenando. Cuando Honey te preguntó por qué no hablaba yo.
—Intentaba protegerte. No lo decía en serio.
—Entonces, es que eres un mentiroso. Papá dice que los mentirosos son los gusanos más repugnantes del mundo. ¿Es esa lo que eres, tío Nat? ¿Un maldito y asqueroso gusano?
Tom, que justo un momento antes ha estado a punto de retorcerle el cuello, suelta de pronto una carcajada.
—Será mejor que apoquines —me recomienda—. No querrás que te pierda el respeto, ¿verdad, Nathan?
—Eso —insiste Lucy—. Tú quieres que te quiera, ¿no es cierto tío Nat?
De mala gana, saco la cartera y le doy los cincuenta dólares.
—Menuda granuja estás hecha, Lucy.
—Ya lo sé —responde ella, guardándose los billetes en el bolsillo y honrándome con una de sus inmensas sonrisas—. Mamá siempre me dice que tengo que hacerme valer. Un trato es un trato, ¿no? Si dejara que no cumplieras lo prometido, ya no te caería bien. Me tomarías por una blandengue.
—¿Por qué piensas que me caes bien? —le pregunto.
—Porque soy muy rica —afirma ella—. Y porque cambiaste de opinión con lo de Pamela.
Puede que todo tenga mucha gracia, pero cuando se va corriendo a jugar con el perro, me vuelvo hacia Tom y le pregunto:
—¿Cómo coño vamos a hacer que hable?
—Ya habla —me recuerda él—. Sólo que no dice lo que tiene que decir.
—Quizá deba amenazarla.
—Ése no es tu estilo, Nathan.
—No sé. ¿Y si le digo que te vuelto a cambiar de opinión? Si no Contesta a nuestras preguntas, la llevamos donde Pamela y la dejamos allí. y nada de peros.
—Lo tienes difícil.
—Estoy preocupado por Rory, Tom. Si la niña no cede, nunca vamos a enteramos de lo que pasa.
—Yo también estoy preocupado. Durante estos tres últimos años, no he hecho otra cosa que preocuparme. Pero asustando a Lucy no conseguiremos nada. La niña ya ha pasado lo suyo.
Esa misma mañana, a las once, llama Al Hijo desde el garaje y me dice que el problema esta resuelto. Azúcar en el depósito y los conductos de la gasolina, me informa. Ese dictamen me resulta tan desconcertante, que apenas caigo en lo que me está diciendo.
—Azúcar —repite—. Parece que alguien ha echado unas cincuenta latas de Coca-Cola en el depósito. Si se quiere estropear el coche a alguien, no hay manera más rápida y sencilla de hacerlo.
—¡Santo Dios! —exclamo—. ¿Me está diciendo que lo han hecho a propósito?
—Eso es lo que le estoy diciendo. Las latas de Coca-Cola no tienen piernas, ¿verdad? No tienen manos ni dedos para abrirse ellas solas. La única explicación es que a alguien se le metió en la cabeza hacerle una buena a su coche.
—Tuvo que ser cuando estábamos comiendo. El coche funcionó bien hasta que lo dejamos aparcado frente al restaurante, La pregunta es: ¿por qué querría alguien hacemos algo así?
—Centenares de razones, señor Glass, Unos críos con ganas de alborotar, quizá. Ya sabe, una pandilla de adolescentes aburridos a los que les da por hacer una diablura. Esa especie de vandalismo se da mucho por aquí. O a lo mejor ha sido alguien que odia a los de Nueva York. Ve la matrícula del coche y decide darle una lección.
—Eso es ridículo.
—No le sorprenda. En esta parte de Vermont hay mucho resentimiento contra gente de otros estados. Sobre todo de Nueva York y Boston, pero he visto cómo algunos tarados la emprendían con gente de New Hampshire. Ocurrió justo el otro día, en el bar de Rick, junto a la Route 30. Entra un tío de Keene, de New Hampshire, que está a un paso de la frontera de Vermont, y uno de los borrachos de por aquí, no voy a mencionar nombres, le rompe una silla en la cabeza. «¡Vermont para los de Vermont!», grita. «¡Vete a tomar por culo a New Hampshire!» y empiezan a darse tortazos. Por lo que me han contado, el lío podría haber durado toda la noche si la poli no hubiera intervenido.
—Cualquiera que le oiga, diría que estamos viviendo en Yugoslavia.
—Ya, sé a lo que se refiere. A cualquier imbécil le da por defender un territorio, y que se vaya preparando todo el que no sea de su tribu.
Al Hijo sigue un par de minutos con lo mismo, lamentando el estado del mundo en tono incrédulo y compungido, y me lo imagino sacudiendo la cabeza a medida que va pronunciando las palabras. Al fin reanudamos la conversación sobre mi saboteado sedán verde, y me anuncia que se dispone a purgar el motor y los conductos del combustible. Voy a tener que poner bujías nuevas, una nueva tapa del delco y varias piezas más, pero lo único que me importa es que el viejo cacharro esté arreglado y funcionando otra vez. Al Hijo asegura que al final de la jornada estará como nuevo. Si su padre y él tienen tiempo, subirán a la colina en dos coches para entregarme el Cutlass antes de que anochezca. Si no, vendrán mañana por la mañana. No me molesto en preguntarle cuánto va a costar la reparación. Mis pensamientos han volado de momento a Sarajevo y Kosovo, a la carnicería de los miles de víctimas inocentes que murieron por la sencilla razón de que, en teoría, eran diferentes de sus verdugos.
Sombríos pensamientos me acechan hasta la hora de comer, y deambulo solo por la propiedad, dejando que Tom y Lucy se las arreglen por su cuenta. Es el único periodo deprimente de mi estancia en el Chowder Inn, pero esta mañana no ha salido nada bien, y de pronto siento que el mundo me acosa por todas partes. Las hábiles evasivas de Lucy, tan hermética; la creciente ansiedad por su madre; la maliciosa agresión contra mi coche; la inacabable reflexión sobre matanzas en lugares lejanos: todas esas cosas me vienen a la cabeza para recordarme que no hay escapatoria de las desdichas que asolan esta tierra. Ni siquiera en la colina más remota de la región sur de Vermont. Ni siquiera detrás de las puertas cerradas a cal y canto de un refugio imaginario llamado Hotel Existencia.
Me pongo a buscar un argumento positivo, alguna idea que nivele los platillos de la balanza, y acabo pensando en Tom y Honey. Nada es seguro en este momento, pero en la cena de anoche noté una considerable relajación en la actitud de mi sobrino hacia ella. Honey lleva años rogando a su padre que se vaya a vivir a otra parte, y cuando Stanley le habló de nuestro posible interés en comprar la casa, alzó su copa y nos dio las gracias con un brindis. Luego se volvió a Tom y le preguntó por qué demonios quería cambiar la vida que llevaba en la ciudad por un camino de tierra en Vermont. En vez de burlarse de ella con alguna respuesta capciosa, le dio una explicación completa y ponderada, reiterando muchas de las razones que había aducido en aquella cena con Harry en la calle Smith, aunque en cierto modo fue más elocuente ayer de lo que lo había sido aquella noche en Brooklyn: más insistente, más persuasivo en el examen de su desesperación sobre el futuro de Estados Unidos. Tom mostró su aspecto más chispeante, y mientras observaba cómo lo miraba Honey al otro lado de la mesa, vi que se le agolpaban unas diminutas lágrimas en el rabillo del ojo, y entonces comprendí, supe más allá de cualquier sombra de duda, que la lozana y generosa hija de Stanley estaba loca por mi sobrino.
Pero ¿y Tom? Noté que había empezado a fijarse en ella, a hablarle en un tono menos cauto y agresivo, pero ¿qué significaba eso? Podía ser un indicio de un interés creciente, pero también una muestra de buena educación.
Un breve momento del final de la velada. Conteste o no a esa pregunta, lo expongo como último elemento de prueba.
Cuando terminamos el postre, Lucy ya había subido a acostarse, Y los cuatro adultos, todos un poco bebidos, seguimos sentados a la mesa. Stanley propuso una partida amistosa de póquer, y mientras barajaba las cartas y hablaba de su nueva vida en el trópico (sentado bajo una palmera al atardecer con un cóctel de ron en una mano y un Montecristo en la otra, viendo cómo las olas avanzaban y retrocedían sobre la blanca orilla), procedió tranquilamente a quitarnos hasta la camisa, ganando tres de las cuatro manos que jugamos. Tras la paliza que me había dado al pimpón por la tarde, ¿qué otra cosa podría haber esperado? Parecía que no había nada en que no se luciera aquel individuo, Y tanto Tom como Honey se reían de su propia ineptitud, apostando de manera cada vez más descabellada a medida que Stanley continuaba dejándonos en ridículo. Era una especie de risa cómplice, me pareció, y me esforcé por no secundarios mientras estudiaba a los dos jóvenes tras el parapeto de las cartas. Luego, cuando la partida estaba acabando, Tom dijo algo que me sorprendió.