Brooklyn Follies (15 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

—Una de las cosas, en todo caso, te lo reconozco.

—Si se te ocurre algo mejor, dímelo.

—Creía que habíamos venido aquí para hablar de negocios.

—Y eso es precisamente lo que estamos haciendo. Gordon forma parte de la operación, ¿sabes? Andamos juntos en esto.

—¿Otra vez?

—Es un plan fabuloso. Tan brillante, que cada vez que pienso en ello se me pone la piel de gallina.

—¿Por qué tengo la absurda impresión de que vas a decirme que andas metido en otra estafa? ¿El negocio es legal o ilegal?

—Ilegal, por supuesto. ¿Dónde está la gracia si no hay riesgo?

—Eres incorregible, Harry. Después de todo lo que te ha pasado, cualquiera pensaría que ibas a ir más derecho que una vela durante el resto de tu vida.

—Lo he procurado. No he dejado de intentado durante nueve largos años, pero es inútil. Hay un diablillo en mi interior, y si no lo dejo salir para que haga alguna travesura de vez en cuando, el mundo se vuelve aburrido y rezongón. Soy un entusiasta, y cuantos más peligros hay en mi vida, más feliz me siento. Unos juegan a las cartas. Otros escalan montañas o saltan de aviones. A mí me gusta embaucar a la gente. Me encanta llevar el engaño lo más lejos posible y quedarme tan fresco. Ya de pequeño, uno de mis sueños consistía en publicar una enciclopedia en la que toda la información fuera falsa. Fechas erróneas para cada hecho histórico, situaciones equivocadas para cada río, biografías de personajes que nunca existieron. ¿A qué clase de persona se le ocurre hacer una cosa así? A un chalado, supongo, pero, joder, cuánto me reía con esa idea. Cuando estuve en la Marina, casi me hacen un consejo de guerra por catalogar erróneamente un juego de mapas. Lo hice a propósito. No sé por qué, pero me entraron unas ganas enormes, y no pude evitarlo. Hablé con mi oficial al mando y le convencí de que verdaderamente se trataba de un error, pero no lo era. Yo soy así, Nathan. Generoso, bueno, leal, pero también un embaucador nato. Hace un par de meses, Tom mencionó una teoría que alguien había elaborado sobre la literatura clásica. Todo era una patraña, me dijo él. Esquilo, Homero, Sófocles, Platón y todos los demás. Inventada por unos maliciosos poetas del Renacimiento italiano. ¿No te parece sencillamente lo más hermoso que has oído en la vida? Los grandes pilares de la civilización occidental, y puro cuento todos ellos. Ja. Cómo me habría gustado participar en esa pequeña broma.

—¿Y de qué se trata esta vez? ¿Más falsificaciones de cuadros?

—No, de un manuscrito falso. Ahora me dedico a los libros, ¿recuerdas?

—Idea de Gordon, sin duda.

—Pues sí. Es muy listo, ya lo sabes, y conoce muy bien mis debilidades.

—¿Estás seguro de que quieres contármelo? ¿Cómo sabes que soy de fiar?

—Porque eres hombre de honor y persona discreta.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque eres tío de Tom. Y él también es hombre de honor y buen discernimiento.

—Entonces, ¿por qué no se lo cuentas a Tom?

—Porque Tom es demasiado puro. Es demasiado bueno, y no tiene cabeza para los negocios. Tú has vivido lo tuyo, Nathan, y confío en tu experiencia para que me des un consejo inteligente.

—Mi consejo sería que te olvidaras del asunto.

—No puedo hacer eso. La operación está demasiado avanzada como para que ahora dé marcha atrás. Y, además, no quiero.

—Muy bien. Pero cuando esto te reviente en las narices, no digas que no te avisé.


La letra escarlata
. ¿Te suena ese título?

—La leí en la clase de inglés de tercero de instituto. La señorita O’Flaherty, tercer trimestre.

—Todos la leímos en el instituto, ¿verdad? Un clásico norteamericano. Uno de los libros más famosos que se hayan escrito.

—¿Me estás diciendo que Gordon y tú vais a hacer un manuscrito falso de
La letra escarlata
? ¿Y el original de Hawthorne entonces?

—Eso es lo bueno del plan. El manuscrito de Hawthorne desapareció. Menos la página de guarda, que en este preciso momento se encuentra en una bóveda de la Biblioteca Morgan. Pero nadie sabe lo que pasó con el resto del libro. Unos creen que se quemó, por obra del propio Hawthorne o en el incendio de un almacén. Otros sostienen simplemente que los tipógrafos tiraron las hojas a la basura o que las utilizaron para encender la pipa. Ésa es mi versión favorita. Una chusma ignorante que se dedica a encender la pipa de maíz con
La letra escarlata
en una imprenta de Boston. Pero cualquiera que sea la verdadera historia, sobre este asunto planea la suficiente incertidumbre como para imaginar que el manuscristo no se perdió. Que sólo se traspapeló, por decirlo así. ¿Y si el editor de Hawthorne, James T. Fields, se lo llevó a casa y lo guardó en una caja con un montón de papeles? Con el tiempo, suben la caja al desván. Años después, la hereda uno de los hijos de Fields, o, si no, se queda en el desván, y cuando venden la casa, la dichosa caja pasa a ser propiedad de los nuevos dueños. ¿Entiendes lo que quiero decir? Existen suficientes dudas y misterios para justificar un hallazgo milagroso. Ya ocurrió hace unos años con aquellas cartas de Melville que aparecieron en una casa al norte del estado de Nueva York. Si se encuentran los papeles de Melville, ¿por qué no los de Hawthorne?

—¿Quién va a falsificar el manuscrito? Gordon no está capacitado para eso, supongo, ¿o me equivoco?

—No. Él va a ser quien realice el descubrimiento, pero el trabajo propiamente dicho lo va a hacer un tal Ian Metropolis. Gordon oyó hablar de él a uno que conoció en la cárcel; al parecer es el mejor que hay, un verdadero genio. Ha falsificado a Lincoln, Poe, Washington Irving, Henry James, Gertrude Stein y Dios sabe cuántos más, pero en todos los años que lleva dedicándose a eso, no lo han pillado ni una sola vez. Ni antecedentes ni la menor sospecha que se cierna sobre él. Un fantasma que se mueve en la oscuridad. Es un trabajo complejo y exigente Nathan. En primer lugar, está la cuestión de encontrar el papel adecuado: un papel de mediados del siglo diecinueve que pase el examen de los rayos X y ultravioleta. Luego hay que estudiar todos los manuscritos existentes de Hawthorne y aprender a imitar su caligrafía, que era bastante descuidada, dicho sea de paso, a veces casi ilegible. Pero el dominio de la técnica material sólo es una pequeña parte del trabajo. No se trata simplemente de sentarse a una mesa con una versión impresa de
La letra escarlata
y empezar a copiarla a mano. Hay que conocer todas las peculiaridades de Hawthorne, las faltas que cometía, su particular utilización de los guiones, su incapacidad para escribir correctamente ciertas palabras. Suponte, por ejemplo, que en vez de
cielo
siempre pusiera
zielo; incolume
en lugar de
incólume
;
subtil
y no
sutil
Cuando Hawthorne escribía
Oh
los tipógrafos ponían O. Y así sucesivamente. Todo eso requiere mucho trabajo y preparación. Pero vale la pena, amigo mío. Un manuscrito completo probablemente andará por los tres o cuatro millones de dólares. Gordon me ha ofrecido el veinticinco por ciento por mis servicios, lo que significa que estamos hablando de una cifra que rondará el millón de dólares. No está nada mal, ¿verdad?

—¿Y qué tendrías que hacer para ganarte el veinticinco por ciento?

—Vender el manuscrito. Soy un modesto pero respetado proveedor de libros raros, autógrafos y curiosidades literarias. Eso da legitimidad al proyecto.

—¿Ya has encontrado comprador?

—Ésa es la parte que me preocupa. He sugerido venderlo directamente a una de las bibliotecas de la ciudad, la Colección Berg, la Morgan, la Universidad de Columbia, o, si no, sacarlo a subasta en Sotheby’s. Pero las preferencias de Gordon se orientan hacia un coleccionista privado. Dice que es más prudente que el asunto no trascienda y llegue a ser de dominio público, y supongo que tiene razón. Sin embargo, eso me hace dudar de que tenga verdadera confianza en el trabajo de Metropolis.

—¿Y qué dice Metropolis?

—No sé. No lo conozco.

—¿Estás mezclado en una estafa de cuatro millones de dólares con una persona que no conoces?

—No deja que nadie le vea la cara. Ni siquiera Gordon. Sólo se comunican por teléfono.

—No me gusta el cariz que está cobrando esto, Harry.

—Sí, lo sé. También es un poco misterioso para mi gusto. Sin embargo, parece que empiezan a avanzar las cosas. Hemos encontrado un comprador, y hace dos semanas le hemos dado una página de muestra. Lo creas o no, se la ha llevado a varios expertos, y todos han confirmado su autenticidad. Acaba de remitirme un cheque de diez mil dólares. Como garantía, para que no ofrezcamos el manuscrito a nadie más. Tenemos que cerrar la venta el viernes próximo, a su vuelta de Europa.

—¿Quién es?

—Un financiero, se llama Myron Trumbell. He hecho mis averiguaciones. Aristócrata de Park Avenue, verdaderamente forrado de dinero.

—¿Dónde lo ha encontrado Gordon?

—Es un amigo de su amigo, del hombre con quien está viviendo.

—A quien tampoco conoces.

—No. Y no quiero conocerlo. Gordon y yo nos amamos en secreto. ¿Por qué querría yo conocer a mi rival?

—Me parece que vas a caer en una trampa, amigo. Te están haciendo la cama.

—¿Haciéndome la cama? Pero ¿qué estás diciendo?

—¿Cuántas páginas has visto del manuscrito?

—Sólo una. La que entregué a Trumbell hace dos semanas.

—¿Y si sólo hubiera ésa, Harry? ¿Y si no existiera Ian Metropolis? ¿Y si resultara que el nuevo amigo de Gordon no es otro que Myron Trumbell en persona?

—Imposible. ¿Por qué llegaría alguien a tales extremos…?

—Venganza. Faena con faena se paga. Donde las dan las toman. Todas esas cualidades maravillosas tan distintivas de los seres humanos. Me temo que tu Gordon no es lo que tú crees.

—Eso es infame, Nathan. Me resisto a creerlo.

—¿Has cobrado el cheque de Trumbell?

—Lo llevé al banco hace tres días. En realidad ya me he gastado la mitad en un montón de ropa.

—Devuelve el dinero.

—No quiero.

—Si no tienes bastante en tu cuenta, puedo prestarte lo que te falte.

—Gracias, Nathan, pero no necesito tu caridad.

—Te tienen cogido por las pelotas, Harry, y tú ni siquiera te has enterado.

—Piensa lo que quieras, pero no vaya retirarme ahora. Voy a seguir adelante contra viento y marea. Si tienes razón sobre Gordon, mi vida está acabada de todos modos. Y en ese caso qué más da. Pero si te equivocas, y de eso estoy seguro, entonces te invitaré a cenar otra vez y podrás brindar por mi éxito.

L
LAMAN A LA PUERTA

El sábado y el domingo, Tom se levantaba tarde. La librería de Harry estaba abierta los fines de semana, pero Tom no trabajaba esos días, y como tampoco había colegio, levantarse pronto carecía de sentido. No habría visto a la B. P. M. a la puerta de su casa esperando el autobús con sus hijos, y sin ese aliciente que lo sacara de las cálidas sábanas de su cama, no se molestaba en poner el despertador. Con las cortinas echadas, el cuerpo envuelto, como en el seno materno, en la oscuridad de su pequeño apartamento, seguía durmiendo hasta que se le abrían los ojos por voluntad propia, o, como tantas veces ocurría, algún ruido procedente de Dios sabe qué lugar del edificio lo despertaba con un sobresalto. El domingo, cuatro de junio (tres días después de mi desastroso encontronazo con Roberto González, que también había sido el día de mi desconcertante charla con Harry Brightman), fue un ruido lo que arrancó a mi sobrino de las profundidades del sueño; en este caso, el sonido de una mano menuda que llamaba suave y tímidamente a su puerta. Eran las nueve y unos minutos, y cuando Tom se percató de que llamaban, cuando se levantó de la cama y cruzó la habitación con paso tambaleante para abrir la puerta, su vida dio un nuevo y sorprendente giro. Para decirlo sin rodeos, todo cambió para él, y sólo ahora, al cabo de tan laboriosa preparación, después de tanto escardar y rastrillar el terreno, es cuando mi crónica de las aventuras de Tom empieza a remontar el vuelo.

Era Lucy. Una Lucy de nueve años y medio, silenciosa, pelo moreno y corto y los redondos ojos de color avellana de su madre, una niña alta, a las puertas de la adolescencia, vestida con deshilachados vaqueros rojos, gastadas playeras blancas y una camiseta de los Kansas City Royals. Ni bolso, ni chaqueta, ni jersey colgando del brazo, nada salvo la ropa que llevaba puesta. Hacía seis años que no la veía, pero la reconoció enseguida. Completamente distinta en cierto modo, y sin embargo exactamente la misma de entonces, a pesar de que ya le habían salido todos los dientes, de que sus facciones se habían alargado y eran más finas, de los muchos centímetros que había crecido. Allí estaba, plantada en la puerta, sonriendo a su despeinado y soñoliento tío, observándolo fijamente con los embelesados ojos que Tom recordaba tan bien de los viejos tiempos de Michigan. ¿Dónde estaba su madre? ¿Dónde estaba el marido de su madre? ¿Por qué venía sola? ¿Cómo había llegado hasta allí? Tom iba haciendo una pausa entre cada pregunta, pero ni una palabra salía de labios de Lucy. Por un momento pensó que se había quedado sorda, pero entonces le preguntó si recordaba quién era él, y la niña asintió con la cabeza. Tom abrió los brazos, y Lucy se precipitó hacia ellos, apoyando la frente contra su pecho y aferrándose a él con todas sus fuerzas.

—Tienes que estar muerta de hambre —dijo Tom al fin, y entonces abrió la puerta de par en par y la hizo pasar al siniestro ataúd que tenía por habitación.

Le preparó un tazón de copos de avena, le sirvió un vaso de zumo de naranja, y cuando su café terminó de hacerse, el vaso y el tazón de Lucy ya estaban vacíos. Le preguntó si quería algo más, y cuando ella sonrió y dijo que sí con la cabeza, le hizo dos tostadas que ella empapó en un lago de sirope de arce antes de zampárselas en minuto y medio. Al principio, Tom atribuyó su silencio al agotamiento, la ansiedad, el hambre, a cualquiera de una serie de posibles causas, pero el caso era que Lucy no tenía aspecto de cansada, parecía perfectamente a gusto donde se encontraba, y ahora que había despachado aquel desayuno, también debía tacharse el hambre de la lista. Y sin embargo seguía guardando silencio ante sus preguntas. Respondía con diversos movimientos de cabeza, pero ni una palabra, ni un sonido, ni siquiera un intento de utilizar la lengua.

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