Read Callejón sin salida Online
Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins
Tags: #Clasico, drama, intriga.
—Esperaré hasta que se haya recuperado —respondió Vendale.
—Una palabra antes de recuperarme. ¿No le habrá dicho algo de esto a mi sobrina?
—He abierto por completo mi corazón a su sobrina, y tengo motivos para esperar…
—¿Qué? —interrumpió Obenreizer—. ¿Usted le ha hecho propuestas a mi sobrina sin pedirme antes autorización para cortejarla? —Su puño golpeó la mesa y Obenreizer perdió el control de sí mismo por primera vez desde que Vendale lo conocía.
—¡Señor! —exclamó indignado—. ¿Qué clase de conducta es ésta? De un hombre de honor a otro, ¿cómo puede justificarla?
—Sólo puedo justificarla porque es una de nuestras instituciones inglesas —dijo Vendale con calma—. Usted admira las instituciones inglesas. Honestamente puedo decirle, Mr. Obenreizer, que lamento lo que he hecho. Sólo le aseguro que en este asunto no he actuado con la idea de faltarle al respeto a usted de un modo intencional. Dicho esto, ¿puedo pedirle que me diga con llaneza qué objeciones tiene para aceptar mi petición?
—Tengo una objeción de mucho peso —respondió Obenreizer—, y es que mi sobrina y usted no son de igual condición social. Mi sobrina es hija de un pobre labriego y usted es hijo de un caballero. Nos hace usted un honor —añadió, aplacándose hasta llegar a su habitual comportamiento cortés—, lo que merece y tiene todo nuestro reconocimiento agradecido. Pero la desigualdad es demasiado evidente; el sacrificio es demasiado grande. Ustedes los ingleses son un pueblo orgulloso, Mr. Vendale. He observado este país lo bastante como para ver que un matrimonio como el que usted propone sería un escándalo aquí. Ni una sola mano se tendería hacia su mujer de origen labriego, y sus mejores amigos lo abandonarían.
—Un momento —dijo Vendale, interrumpiendo para defender su posición—. Puedo asegurar, sin caer en arrogancia, que de mis coterráneos en general y de propios amigos en particular sé más que usted. En la estima de todos aquellos cuya opinión es digna de aprecio, mi mujer por sí misma sería la única y suficiente justificación de mi matrimonio. Si no me sintiera seguro (vea usted que digo seguro) de que le ofrezco una posición que ella puede aceptar sin siquiera una sombra de humillación, jamás le habría pedido que fuera mi esposa, me costara esto lo que me costase. ¿Existe algún otro obstáculo a su entender? ¿Tiene alguna objeción personal en mi contra?
Obenreizer separó sus manos en un gesto de protesta cortés.
—¡Objeción personal! —exclamó—. Querido señor, la mera pregunta me resulta penosa.
—Ambos somos hombres de negocios —prosiguió Vendale—, y naturalmente usted espera que yo satisfaga su curiosidad acerca de los medios que tengo para sostener a una esposa. Puedo explicarle mi posición pecuniaria en dos palabras. Heredé de mis padres una fortuna de veinte mil libras. De la mitad de esa suma tengo sólo los intereses de por vida, que pasarán a mi mujer después de mi muerte. Si dejara hijos al morir, el propio capital se dividirá entre ellos cuando lleguen a la mayoría de edad. Estoy autorizado a disponer de la otra mitad de mi fortuna, y la he invertido en la bodega. Tal como están las cosas, no puedo determinar las rentas de mi capital invertido en más de mil doscientas al año, y el valor anual de mis intereses vitalicios… y el total de mis ingresos anuales en la actualidad es de mil quinientas libras. Además, las perspectivas de aumentar esta cifra muy pronto son óptimas. Entre tanto, ¿tiene usted alguna objeción contra mí en términos pecuniarios?
Obenreizer, después de verse perseguido hasta su última trinchera, se puso de pie y empezó a recorrer la sala, arriba y abajo. De momento, estaba sin duda perplejo en cuanto a lo que podía decir o hacer a continuación.
—Antes de responder a esa última pregunta —dijo tras una breve reflexión interior—, le ruego que volvamos por un momento a Miss Marguerite. Hace un instante me dijo algo que parecía implicar que ella corresponde al sentimiento con que usted tiene la bondad de mirarla.
—Me asiste la felicidad inestimable —dijo Vendale— de saber que me ama.
Obenreizer se mantuvo en silencio por un momento, cubiertos sus ojos de niebla, a la vez que volvía a hacerse visible el débil latido de sus mejillas.
—Si me excusara usted unos pocos minutos —dijo con una amabilidad ceremoniosa—, me gustaría tener la ocasión de hablar con mi sobrina —con esas palabras se inclinó y abandonó la sala.
A solas, los pensamientos de Vendale (como resultado necesario de la entrevista, hasta ese instante) se centraron de modo instintivo en la consideración de los motivos de Obenreizer. Había puesto obstáculos en cuanto al cortejo; ahora ponía obstáculos en cuanto al matrimonio, matrimonio que ofrecía unas ventajas que ni siquiera su ingenuidad podía discutir. Ante todo esto, su conducta era incomprensible. ¿Qué podía significar?
Buscó una respuesta a esa pregunta bajo la superficie; recordó que Obenreizer era un hombre de su misma edad, poco más o menos; que Marguerite, en términos estrictos, sólo era su media sobrina, y se preguntó a sí mismo, con los celos siempre prestos de un enamorado, si debía temer a un rival, además de tener que llevarse bien con un tutor. Esa idea, tan pronto como se insinuó en su mente, desapareció. La sensación del beso de Marguerite, que aún perduraba en su mejilla, le recordó dulcemente que incluso los celos momentáneos implicaban ya hacerle traición a ella.
Tras pensarlo bien, le pareció más posible que un motivo personal de otro tipo pudiera ser la explicación real de la conducta de Obenreizer. La gracia y la belleza de Marguerite eran preciados encantos en aquella limitada vida doméstica. Le otorgaban una atracción y una importancia social especiales. Daban a Obenreizer cierta reserva de influencia, gracias a la que siempre podía esperar que su casa resultara más atractiva, y que siempre podía aplicar a la consecución de sus propios fines privados. ¿Sería él la clase de hombre que renunciaba a tales ventajas, tal como la situación presente implicaba, sin obtener la mayor compensación posible por la pérdida? Una relación por vía matrimonial con Vendale le ofrecía ventajas seguras, más allá de cualquier duda. Pero en Londres había cientos de hombres con poder mayor y con influencia mucho más amplia que los que Vendale tenía. ¿Era posible que la ambición de ese hombre buscara en secreto más allá de las más altas perspectivas que le podía brindar la alianza propuesta para su sobrina? Cuando la pregunta se concretaba en la mente de Vendale, el hombre en cuestión reapareció para contestarla, o para no contestarla, como estaba por verse.
Cuando Obenreizer ocupó nuevamente su sitio, era notorio un hondo cambio en su rostro. Su actitud era menos segura, y había evidentes huellas en torno a su boca de una agitación reciente que no había logrado aplacar. ¿Habría dicho algo, respecto a Vendale o a sí mismo, que hubiese despertado la rebeldía de Marguerite, y que lo hubiera puesto, por primera vez, frente a una afirmación resuelta de la voluntad de su sobrina? Tal vez sí o tal vez no. Pero una cosa era segura: tenía el aspecto de un hombre que se había enfrentado a un rechazo.
—He hablado con mi sobrina —empezó a decir—. He descubierto, Mr. Vendale, que ni siquiera su influjo la ha cegado por entero a las objeciones sociales que se pueden hacer a su propuesta.
—¿Puedo preguntarle si ése es el único resultado de su conversación con Miss Obenreizer? —preguntó Vendale.
Un relámpago efímero atravesó la niebla de Obenreizer.
—Usted es el dueño de la situación —respondió, con un tono de acatamiento sardónico—. Si insiste en que lo admita, lo hago en estos términos. La voluntad de mi sobrina y la mía solían ser una, Mr. Vendale. Usted se ha interpuesto, y la voluntad de ella ahora es suya. En mi país sabemos cuándo estamos derrotados, y nos sometemos del mejor modo posible. Lo hago, del mejor modo que me es posible, con ciertas condiciones. Volvamos a los detalles de su posición económica. Tengo una objeción al respecto, mi estimado señor: una objeción notable, una objeción audaz, contando con que la plantea un hombre de mi posición a un hombre de la suya.
—¿De qué se trata?
—Usted me honra al pedirme la mano de mi sobrina. De momento (con mi mayor agradecimiento y respeto), me disculpo por tener que negársela.
—¿Por qué?
—Porque no es usted lo bastante rico.
La objeción, como había previsto quien la hacía, sorprendió por completo a Vendale, que por un instante quedó sin habla.
—Sus ingresos son de mil quinientas al año —prosiguió Obenreizer—. En mi mísero país yo caería de rodillas ante sus rentas y diría: «¡Qué fortuna principesca!» En la rica Inglaterra, me quedo sentado, como estoy, y digo: «Una independencia modesta, estimado señor, nada más. Suficiente, quizá, para una esposa que tenga su propio rango, que no deba luchar contra los prejuicios sociales. Pero ni la mitad de lo necesario para una mujer que es una extranjera de baja condición y que tiene todos los prejuicios sociales ingleses en su contra». Señor: si mi sobrina se casa con usted algún día, tendrá que avanzar cuesta arriba, como se suele decir, para ocupar el puesto que le corresponde. Sí, sí; usted no lo ve así, pero es mi punto de vista inamovible. Por el bien de mi sobrina, le pido que esa cuesta arriba sea lo más suave que pueda ser. Todas las ventajas materiales que pueda tener como ayuda deben estar a su disposición, por mera justicia. Dígame, Mr. Vendale, ¿con sus mil quinientas al año puede su mujer tener una casa en un barrio elegante, un lacayo que le abra la puerta, un mayordomo que atienda su mesa y un coche y caballos que la lleven de un lado a otro? Veo la respuesta en su cara; su cara dice «no». Muy bien. Dígame algo más, y habré terminado. Consideremos el conjunto de sus educadas, cultas y encantadoras compatriotas: ¿es o no es un hecho que una dama que tiene casa en un barrio elegante, un lacayo que le abra la puerta, un mayordomo que atienda su mesa y un coche y caballos que la lleven de un lado a otro es una dama que ha subido cuatro peldaños en la escala de la estima femenina desde un principio? ¿Sí o no?
—Vayamos al grano —dijo Vendale—. Usted ve este asunto como una cuestión de condiciones. ¿Cuáles son las suyas?
—Las más elementales, estimado señor, en las que usted pueda dar a su mujer esos cuatro peldaños desde un principio. Duplique sus ingresos actuales: ni la economía más estricta podría conseguirlo con menos en Inglaterra. Hace un momento me ha dicho que espera acrecentar en mucho el valor de su negocio. ¡A trabajar, pues, y a aumentarlo! ¡Después de todo, soy un diablo bondadoso! Cuando me diga, y me muestre pruebas concretas de ello, que sus ingresos han llegado a tres mil al año, pídame la mano de mi sobrina y se la concederé.
—¿Puedo preguntar si ha mencionado estas condiciones a Miss Obenreizer?
—Lo he hecho. Aún tiene un resto de consideración hacia mí, algo que no es suyo, Mr. Vendale. En otras palabras, acepta tomar en cuenta el interés de su tutor por su bienestar y el mayor conocimiento que su tutor tiene del mundo.
Obenreizer se echó hacia atrás en su silla, seguro de su posición y dominador absoluto ya de su mejor temple.
Cualquier reivindicación de sus propios intereses, dada la situación en que se veía, era desesperada para Vendale, al menos de momento. Se encontraba, literalmente, sin suelo bajo sus pies. Ya fuesen las objeciones de Obenreizer un producto genuino de su visión del caso, o bien sólo trataran de demorar el matrimonio con la esperanza de conseguir evitarlo, en cualquier caso toda resistencia por parte de Vendale en esa situación sería inútil por completo. No había más remedio que ceder, aunque tratando de obtener los mejores términos posibles.
—Protesto contra las condiciones que usted me impone —empezó a replicar.
—Naturalmente —dijo Obenreizer—, me atrevería a decir que también yo protestaría, si estuviera en su lugar.
—Sin embargo, digamos que acepto sus términos —prosiguió Vendale—, pero que debe permitirme que a mi vez haga dos salvedades. En primer lugar, espero que me permita ver a su sobrina.
—¡Ah! ¿Ver a mi sobrina? ¿Y suscitar en ella la misma prisa que usted tiene por casarse? Supongamos que le digo que no. ¿Intentaría verla sin mi autorización?
—¡Por supuesto!
—¡Qué franqueza admirable! ¡Qué exquisitamente inglesa! Podrá verla, Mr. Vendale, en días determinados que fijaremos de común acuerdo. ¿Qué más?
—Su objeción a mis ingresos —continuó Vendale— me ha tomado por sorpresa. Quiero tener la seguridad de que no se repetirá una sorpresa tan absoluta. Su actual punto de vista sobre mis méritos respecto al matrimonio es que debo tener una renta de tres mil al año. ¿Puedo tener la seguridad de que en el futuro, a medida que se amplíe su conocimiento de Inglaterra, su estimación no se elevará?
—Dicho sin reparos: ¿duda usted de mi palabra? —dijo Obenreizer.
—¿Acaso usted ha dicho que aceptará mi palabra cuando le informe que he doblado mis ingresos? —preguntó Vendale—. Si mi memoria no falla, hace un instante usted habló de pruebas concretas.
—¡Buena jugada, Mr. Vendale! En usted se suman la rapidez foránea y la solidez inglesa. Acepte mi enhorabuena más sincera. Acepte también mi garantía escrita.
Se puso de pie, se sentó ante una mesa auxiliar, escribió unas líneas y entregó el papel a Vendale con una inclinación de cabeza. El compromiso, perfectamente explícito, estaba firmado y fechado con escrupulosa precisión.
—¿Está satisfecho con su garantía?
—Lo estoy.
—Encantado de oírlo, por supuesto. Ya hemos sostenido nuestra pequeña escaramuza y hemos estado muy inteligentes ambas partes. De momento, su asunto está en regla. No tengo ninguna malicia. Usted no tiene ninguna malicia. Venga, Mr. Vendale, un buen apretón de manos inglés.
Vendale tendió la mano, un tanto perplejo al ver cómo pasaba Obenreizer, en súbitas transiciones, de un estado de humor a otro.
—¿Cuándo podré ver a Miss Obenreizer otra vez? —preguntó mientras se ponía en pie para marcharse.
—Hágame el honor de visitarme mañana —dijo Obenreizer— y lo arreglaremos. ¡Tome un grog antes de marcharse! ¿No? ¡Bien! ¡Bien! Dejaremos ese grog para cuando usted tenga las tres mil al año y esté preparado para casarse. ¡Eso! ¿Cuándo será?
—Hace unos meses hice un cálculo de los rendimientos de mi negocio —dijo Vendale—. Si esa estimación es correcta, doblaré mis actuales ingresos…
—¡Y se casará! —interrumpió Obenreizer.
—Y me casaré —prosiguió Vendale— dentro de un año contado desde hoy. Buenas noches.