Read Callejón sin salida Online
Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins
Tags: #Clasico, drama, intriga.
Habían tomado la cena muy tarde y estaban solos en un cuarto de la posada, a orillas del Rin, que en ese punto fluía veloz y profundo, crecido y ruidoso. Vendale descansaba sobre un canapé y Obenreizer caminaba de un lado a otro: ya se detenía junto a la ventana, miraba los reflejos movedizos de las luces de la ciudad en las aguas oscuras (y tal vez pensara: «¡Si pudiera arrojarlo al río!»), o bien volvía a sus paseos con los ojos fijos en el suelo. «¿Se lo robaré, si puedo? ¿Lo mataré, si es preciso?». Así como él recorría la habitación, el río fluía y fluía.
Por fin la carga le resultó tan pesada, le pareció que crecía tanto, que se detuvo, con la idea de proyectar otra carga sobre su compañero.
—Esta noche el Rin suena como un salto de agua de mi pueblo —dijo sonriendo—. El salto de agua que mi madre mostraba a los viajeros; recordará usted que se lo conté hace unos meses. El sonido de esa cascada cambiaba según el tiempo, como lo hace el de todos los saltos y corrientes de agua. Cuando yo era aprendiz de relojero, recuerdo que me parecía que se pasaba los días diciéndome: «¿Quién eres tú, pobrecillo infeliz? ¿Quién eres tú, pobrecillo infeliz?». Recuerdo que otros días, cuando su sonido era hueco y se acercaba una tormenta al puerto, me parecía decir: «Bum, bum, bum, pégale, pégale», como mi madre (que no sé si era mi madre) cuando rabiaba.
—¿Si era? —dijo Vendale que con lentitud se incorporó hasta quedar sentado—. ¿Si era? ¿Por qué dice usted «si era»?
—¿Cómo puedo saberlo? —respondió su interlocutor con tono negligente, alzando las manos y dejándolas caer a su antojo—. ¿Cómo podría saberlo usted? Mi origen es tan oscuro que no puedo afirmarlo. Yo era muy pequeño y los del resto de la familia eran ya hombres y mujeres y mis presuntos padres eran viejos. Todo es posible en un caso así.
—¿Dudó usted alguna vez…?
—Ya se lo he dicho, dudo de que esos dos estuvieran casados —respondió, alzando otra vez las manos, como si desechara ese desagradable tema—. Pero aquí estoy, en este mundo. Yo no vengo de una familia distinguida. ¿Qué importa?
—Al menos usted es suizo —dijo Vendale, después de seguir sus paseos con la mirada.
—¿Cómo voy a saberlo? —respondió con brusquedad y se detuvo para echarle una mirada por encima del hombro—. Yo le digo a usted: al menos usted es inglés. ¿Cómo lo sabe?
—Por lo que me dijeron cuando era niño.
—¡Ah! Yo también lo sé por eso.
—Y por mis primeros recuerdos —dijo Vendale, que iba tras un pensamiento que no podía apartar de sí.
—También yo lo sé por eso, si es que ese modo de saberlo es satisfactorio.
—¿A usted no le resulta satisfactorio?
—Tiene que satisfacerme. No hay nada como el «tiene que» en este pequeño mundo. Tiene que: dos palabras breves pero más potentes que cualquier prueba o que los razonamientos extensos.
—Usted y el pobre Wilding nacieron en el mismo año. Eran casi de la misma edad —dijo Vendale, que había vuelto a observar, pensativo, las idas y vueltas de Obenreizer.
—Sí, más o menos.
¿Sería Obenreizer el hombre desaparecido? Dentro de la asociación desconocida de las cosas, ¿habría un sentido más sutil que el que él mismo creía en esa teoría, tantas veces repetida, acerca de la pequeñez del mundo? ¿La carta de presentación proveniente de Suiza habría llegado tan poco después de la revelación de Mrs. Goldstraw respecto al niño llevado a Suiza precisamente porque él era ese niño, convertido en un hombre? En un mundo en el que tantos abismos son aún desconocidos, bien podría ser. Las casualidades, o las leyes —se las llamase como se las llamase—, que habían determinado que la relación de Vendale con Obenreizer reviviera y madurase hasta llegar a la intimidad, y que los habían llevado a estar juntos en esa noche de invierno no eran mucho menos curiosas; vistas bajo esa luz, parecían confluir hacia el avance de un fin inteligible.
Los recién nacidos pensamientos de Vendale se ahondaron, mientras sus ojos, meditativos, seguían los paseos de Obenreizer por el cuarto, a la vez que el río corría marcando el ritmo: «¿Se lo robaré, si puedo? ¿Lo mataré, si es preciso?». El secreto de su amigo muerto no corría peligro en los labios de Vendale, pero así como su amigo había muerto bajo aquel peso, del mismo modo él sintió la carga de aquella misión recibida como herencia menor, y la obligación de seguir cualquier rastro, por muy débil que fuese. De inmediato se preguntó si ese hombre sería el verdadero Wilding. No. Aunque su desconfianza se hubiera desdibujado, no se sentía propenso a poner a ese sustituto en el lugar de su difunto socio, tan candido, franco e inocente. Tenía sobre Marguerite más poder que el necesario, tal como estaban las cosas, y la riqueza podría darle aún más. ¿Aceptaba que ese hombre fuera el tutor de Marguerite, aunque no mantuviera con ella ninguna clase de relación, por muy apartado y distante que estuviera? No. Pero esas consideraciones no podían interponerse entre él y la fidelidad al muerto. Tenía que ocuparse de que pasaran por su cabeza sin dejar más huella que la sensación de que habían pasado por su cabeza y lo habían dejado dispuesto a cumplir con un deber solemne. Y de eso se ocupó, mientras seguía con ojos propicios a su compañero, que continuaba paseándose arriba y abajo por el cuarto, ese compañero al que suponía malhumorado por sus reflexiones acerca de su cuna, sin sospechar que pensaba en la muerte violenta de otro hombre y sin soñar siquiera en cuál sería ese hombre.
El camino que iba de Basilea a Neuchátel estaba en mejores condiciones que las previstas. Las últimas horas habían sido buenas. Los conductores de caballos y mulas llegaron esa tarde después del anochecer, y dijeron que sólo había que superar pruebas de paciencia, de arreos, ruedas, ejes y trallas. Pronto contrataron un carruaje y caballos para que los llevara por la mañana, con la idea de partir antes del amanecer.
—¿Cierra usted la puerta por la noche cuando viaja? —preguntó Obenreizer que estaba de pie, calentando sus manos junto a los leños encendidos en la chimenea del cuarto de Vendale antes de marcharse a su habitación.
—No. Duermo profundamente.
—¿Duerme profundamente? —repitió Obenreizer, con una mirada admirativa—. ¡Qué ventura!
—Lo es para el resto de la casa —respondió Vendale—, que no tendrá que despertarse por la mañana con los golpes en la puerta de mi cuarto.
—También yo —dijo Obenreizer— dejo abierta la puerta de mi cuarto. Pero permítame que le advierta, como buen conocedor de Suiza: siempre que viaje por mi país, ponga sus papeles y su dinero, por supuesto, bajo la almohada. Siempre en el mismo sitio.
—No es muy cortés con sus compatriotas —dijo Vendale riendo.
—Mis compatriotas —dijo Obenreizer a la vez que repetía aquel ligero toque en los codos de su amigo, a modo de buenas noches y bendición—, supongo, son como la mayoría de los hombres. Y la mayoría de los hombres tendrán lo que se merezcan. ¡Adiós! A las cuatro en punto de la mañana.
—¡Adiós! A las cuatro.
Una vez a solas, Vendale juntó los leños encendidos, los cubrió con las cenizas blancas que había en la chimenea, y se acomodó para poner en orden sus pensamientos. Pero otra vez se fijaron en el último tema, y el ruido del río parecía agitarlos, más que aquietarlos. Cuando se sentó para reflexionar, la poca disposición de dormir que tenía desapareció. Comprendió que era inútil acostarse aún, y se quedó vestido junto al fuego. Marguerite, Wilding, Obenreizer, el asunto que tenía entre manos y mil esperanzas y dudas que nada tenían que ver con todo ello ocuparon su mente de inmediato. Todo parecía tener poder sobre él, menos el sueño. La desaparecida disposición de dormir se mantenía lejana.
Hacía un rato que estaba sentado pensando, junto a la chimenea, cuando la vela se consumió, se extinguió su luz. No tenía importancia, había luz suficiente con el fuego. Cambió de posición, apoyó el brazo en el respaldo de la silla y el mentón en esa mano, y continuó sentado, pensando.
Pero estaba sentado entre la chimenea y la cama y, como la luz del fuego temblaba en el juego de reflejos que venían de la rápida corriente del río, la alargada sombra de Vendale se proyectaba sobre la pared blanca, junto a la cama. Su postura le daba a medias el aire de un hombre afligido y a medias el de alguien inclinado sobre la cama rezando. Sus ojos observaban el cuadro y, de pronto, se le ocurrió la desagradable fantasía de que aquella era la sombra de Wilding y no la suya.
Si se movía apenas, la sombra desaparecería. Cambió de posición y la imagen de su fantasía perturbadora desapareció. Estaba sentado, pues, en la oscuridad de un pequeño ángulo junto a la chimenea y frente a sí veía la puerta de la habitación.
Esa puerta tenía un largo y pesado pasador de hierro. Vio que el pasador se alzaba lenta y suavemente. La puerta se abrió apenas y volvió a su quicio, como si sólo el aire la hubiera movido, pero Vendale vio que el pasador estaba fuera de su encaje.
Muy lentamente, la puerta se abrió otra vez hasta permitir el paso de una persona. Después se mantuvo inmóvil por unos instantes, como si con cautela la mantuvieran abierta desde fuera. Al cabo, entró la figura de un hombre, con la cara vuelta hacia la cama, y se detuvo en silencio en el vano de la puerta. Luego, en voz baja, en un susurro, a la vez que avanzaba un paso habló.
—¡Vendale! —dijo.
—¿Qué ocurre? —respondió saltando de su asiento—. ¿Quién es?
Era Obenreizer que dejó escapar un grito de sorpresa al ver que Vendale se le acercaba desde una dirección inesperada.
—¿No está en la cama? —dijo y lo cogió de los hombros con una tendencia instintiva a la pelea—. ¿Es decir que algo va mal?
—¿Qué quiere decir? —dijo Vendale, librándose de aquellas manos.
—Ante todo dígame: ¿se encuentra bien?
—¿Bien? Sí.
—He tenido una pesadilla con usted. ¿Cómo es que lo veo levantado y vestido?
—Mi buen amigo, de igual manera yo podría preguntarle cómo es que lo veo a usted levantado y desvestido.
—Ya se lo he dicho. Tuve una pesadilla acerca de usted. Quise dormir después, pero me fue imposible. No podía dejar de pensar que no debía quedarme en mi habitación sin saber si usted estaba bien, y tampoco podía decidirme a venir aquí. Estuve varios minutos dudando, en la puerta. Es fácil reírse de un sueño que usted no ha soñado. ¿Dónde está su vela?
—Ya se ha consumido.
—Tengo una entera en mi cuarto. ¿Quiere que la traiga?
—Hágalo.
La habitación de Obenreizer estaba muy cerca, de modo que estuvo ausente sólo unos pocos segundos.
Cuando volvió con la vela en la mano, se arrodilló junto a la chimenea y la encendió. Mientras Obenreizer soplaba un leño encendido para levantar la llama destinada a la vela, Vendale vio que tenía los labios blancos y que apenas si podía controlarlos.
—¡Sí! —dijo Obenreizer al poner la vela encendida sobre la mesa—. Ha sido una pesadilla. ¡Pero míreme!
Iba descalzo; llevaba la camiseta de franela roja abierta en torno al cuello y con las mangas arrolladas por encima de los codos; la única otra prenda que llevaba eran unos calzones que le llegaban a los tobillos y le estaban muy ajustados. Había en su figura un algo ágil y salvaje, y le brillaban los ojos.
—Si hubiera habido una pelea con un ladrón, como en mi sueño —dijo Obenreizer—, ya lo ve, ya me había quitado la ropa innecesaria.
—Y también armado —dijo Vendale, a la vez que echaba una mirada al cinturón de su interlocutor.
—Un puñal de viajero que siempre llevo cuando salgo al camino —respondió Obenreizer como al descuido, desenvainando a medias con la mano izquierda, para volver de inmediato el puñal a su sitio.
—¿Usted no lleva algo así?
—No, nada.
—¿Pistolas tampoco? —dijo Obenreizer, y echó una mirada a la mesa y después a la almohada sin usar.
—Nada de eso.
—¡Qué confiados son ustedes, los ingleses! ¿Quiere dormir?
—Hubiera querido dormir hace un rato, pero ahora no.
—Ni yo, después de esa pesadilla. Mi fuego se ha apagado, como su vela. ¿Puedo sentarme aquí? ¡Las dos! No falta mucho para las cuatro, no vale la pena volver a la cama.
—No me voy a tomar el trabajo de meterme en la cama ahora —dijo Vendale—. Siéntese aquí y hágame compañía, es usted bienvenido.
Obenreizer se dirigió a su cuarto para arreglar sus ropas y volvió al cabo de unos momentos con una amplia capa y zapatillas. Se sentaron a ambos lados de la chimenea. Entre tanto, Vendale había echado al fuego unos leños de la cesta que había en su cuarto. Obenreizer puso sobre la mesa su cantimplora y un vaso.
—No es más que brandy corriente de cabaret —dijo mientras llenaba el vaso—, comprado en la calle, no como el que tienen en el
Recodo del Baldado
. Pero el suyo se ha terminado. Tanto peor. Una noche fría, la hora más fría de la noche, un país frío y una casa fría. Esto será mejor que nada, pruébelo.
Vendale tomó el vaso y probó la bebida.
—¿Qué le parece?
—Tiene un dejo áspero en el paladar —dijo Vendale, y tendió el vaso con un ligero estremecimiento—, y no me gusta.
—Es verdad —dijo Obenreizer, que había probado la bebida y hacía chasquear los labios—, tiene un deje áspero y tampoco a mí me gusta. ¡Aj! ¡Esto quema! —arrojó el resto de la bebida al fuego.
Ambos tenían un codo apoyado en la mesa, y la cabeza en la mano, y estaban sentados observando los leños encendidos. Obenreizer se mantenía atento e inmóvil; pero Vendale, después de unos gestos bruscos, en un impulso se puso de pie, miró espantado a su alrededor, y se hundió en una extraña confusión de imágenes. Llevaba sus papeles en una cartera o libreta de cuero, en un bolsillo interior de su abrigo de viaje abotonado; y cualquiera que fuese su sueño, en el letargo que se apoderó de él algo que importunaba esos papeles lo arrancó de ese sueño, aunque no pudo despertar por entero de él. Lo retenían en las estepas de Rusia (un personaje oscuro decía el nombre del lugar) junto a Marguerite; sin embargo, la sensación de una mano en su pecho, que tanteaba la libreta guardada en su bolsillo, mientras él dormía junto al fuego, era vivida para él. Había naufragado y estaba en un bote descubierto, en medio del mar, había perdido sus ropas y sólo se protegía con una vela vieja; no obstante, una mano que lo palpaba, buscando papeles en todos los demás bolsillos de la ropa que llevaba, sin encontrar respuesta a su búsqueda, le advertía que tenía que ponerse de pie. Estaba en la vieja cava del
Recodo del Baldado
, a la que habían llevado la mismísima cama que había en el cuarto de la posada de Basilea; Wilding (que no había muerto, como él suponía, aunque eso no le parecía demasiado extraño) lo sacudía y le susurraba: «¡Mira a ese hombre! ¿No ves que se ha levantado y está mirando bajo la almohada? ¿Por qué iba a dar vuelta a la almohada si no está buscando esos papeles que llevas en el bolsillo? ¡Despierta!». Pero él siguió durmiendo y se extravió en otros sueños.