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Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

Callejón sin salida (17 page)

—Hay alguien allí abajo —dijo Marguerite.

—Eso parece —dijo el hombre que guiaba—. Que los dos de atrás retrocedan, nosotros miraremos abajo.

El otro hombre sacó dos antorchas de su cesto y se las entregó. El jefe empuñó una, Marguerite la otra, y ambos miraron hacia abajo: tan pronto protegían sus ojos de la llama, tan pronto movían las teas de derecha a izquierda o las levantaban o bajaban, mientras la ya escasa luz de la luna también luchaba con las negras sombras. Un grito agudo de Marguerite quebró un prolongado silencio.

—¡Dios mío! ¡Allí, en aquel resalte, donde la pared de hielo llega hasta el torrente, veo una forma humana!

—¿Dónde, ma 'amselle, dónde?

—¡Allí, allí! ¡Sobre esa plataforma de hielo, debajo de los perros!

El guía, con aire de malestar, se echó atrás y todos callaban. Pero no todos estaban inactivos, pues Marguerite, con sus dedos veloces y hábiles ya había desatado la cuerda que los unía al hombre y a ella con los otros, en unos segundos.

—Déjeme ver las cestas. ¿Estas dos cuerdas son las únicas?

—Las únicas que tenemos aquí,
ma'amselle
, pero en la posada hay más…

—Si está vivo… Sé que es mi prometido… Estará muerto antes de su regreso. ¡Queridos guías! ¡Benditos amigos de los viajeros! Mírenme. Miren mis manos. Si vacilan o yerran, deténganme por la fuerza. Si mis manos son firmes y lo hacen bien, ¡ayúdenme a salvarlo!

Anudó una cuerda por debajo de sus brazos y su pecho, hizo con ella una especie de camisa, la reforzó con varios nudos, unió el extremo de esa cuerda con el de la otra, las entrelazó, las ató juntas, puso un pie en los nudos, tiró de las cuerdas y las tendió a los hombres para que las tensaran.

—Está inspirada —se dijeron los hombres.

—¡Por Dios misericordioso! —exclamó la joven—. Ustedes saben que soy la más ligera de todos nosotros. Denme el brandy y el vino y bájenme. Después vayan en busca de ayuda y de una cuerda más fuerte. Cuando la bajen podré atarla en torno a su cuerpo, como lo he hecho con ésta. Vivo o muerto lo subiré o moriré con él. Lo amo con pasión. ¿Qué más he de decirles?

Los hombres se volvieron hacia el acompañante de la joven, pero lo vieron desmayado sobre la nieve.

—¡Bájenme hasta él —dijo, a la vez que cogía dos barriletes que habían llevado y se los colgaba del cuello— o me arrojaré aunque me haga pedazos! Soy una campesina, no sé de vértigo ni de miedo y esto no es nada para mí y lo amo con pasión. ¡Bájenme!


Ma'amselle
,
ma'amselle
, debe estar moribundo o muerto.

—Moribundo o muerto, la cabeza de mi prometido descansará en mi pecho o me arrojaré para hacerme pedazos.

Avasallados, cedieron. Con tanta precaución como permitían la habilidad de los hombres y las circunstancias, la dejaron deslizarse desde el borde, mientras ella misma se guiaba a lo largo de la abrupta pared de hielo con las manos y fueron soltando, soltando y soltando cuerda hasta que oyeron el grito de «¡Basta!».

—¿Es él? ¿Está muerto? —gritaron, mientras miraban hacia abajo.

—Está sin conocimiento, pero su corazón late. Late junto al mío —subió la respuesta.

—¿Dónde ha caído?

—Sobre una placa de hielo. Se ha fundido debajo de él y se está fundiendo a mis pies. Dense prisa. Si morimos juntos, moriré contenta.

Uno de los hombres partió con los perros a toda la velocidad que pudo; el otro hundió las antorchas en la nieve y se ocupó de atender al inglés. Muchas palmadas con nieve y un poco de brandy lo reanimaron, pero estaba confuso y no tenía noción del lugar.

El guardián se mantuvo junto al borde del precipicio y no dejó de gritar en todo momento.

Nadie dijo nada cuando algunos hombres lo pusieron sobre la parihuela y otros bajaban otra cuerda fuerte. Otra vez subió el grito en medio de un silencio de muerte.

—¡Arriba! ¡Despacio!

Pero cuando la sujetaron sobre el borde del precipicio, estallaron en gritos, lloraron, dieron gracias al cielo, besaron los pies de la joven, besaron su vestido, los perros le hicieron fiestas, le lamieron las manos amoratadas y con sus cabezotas tiernas le calentaron el pecho helado.

Se desprendió de todos, se inclinó sobre la parihuela en que estaba él y puso sus manos amantes sobre aquel corazón que seguía en silencio.

—¡Ánimo! Pronto llegarán. ¿Cómo está?

—Su corazón aún late junto al mío. Lo estoy calentando entre mis brazos. Me he quitado la cuerda, porque el hielo se hunde debajo de nosotros y la cuerda me separaría de él, pero no tengo miedo— se oyó en respuesta.

La luna se puso tras las cimas de las montañas y todo el precipicio se hundió en la negrura. Otra vez bajó el grito.

—¿Cómo está?

—Nos hundimos cada vez más, pero su corazón aún late junto al mío.

Por fin el ladrido excitado de los perros y el resplandor de una antorcha sobre la nieve proclamaron que llegaba la ayuda. Veinte o treinta hombres, candiles, antorchas, parihuelas, cuerdas, mantas, leña para encender un gran fuego, cordiales y estimulantes llegaron a toda prisa. Los perros corrían de un hombre a otro y de este objeto a aquel otro y se precipitaban hasta el borde del abismo, suplicando sin palabras: ¡de prisa, de prisa, de prisa!

Bajó un grito.

—¡Ya tenemos todo preparado! ¿Cómo está?

—Aún nos estamos hundiendo y estamos helados. Su corazón ya no late junto al mío. Que nadie baje, para que haya menos peso. Échenme sólo la soga —subió la respuesta.

El fuego ardía en altas llamas y la luz de muchas antorchas iluminaba los lados del precipicio, se bajaron varios candiles y una cuerda fuerte. Veían a la joven mientras pasaba la cuerda en torno al cuerpo del hombre y la anudaba.

En medio de un silencio de muerte subió el grito.

—¡Arriba! ¡Despacio!

Veían la figura de la joven, que se empequeñecía mientras él iba subiendo en el aire.

ACTO IV
Cerradura de Relojería

El agradable escenario era Neuchátel; el agradable mes era abril; el agradable lugar era la oficina de un notario; la agradable persona que estaba allí era el notario: un hombre maduro rozagante, cordial, de buen ver, el notario mayor de la ciudad, conocido a lo largo y a lo ancho del cantón como
Maître
Voigt. Como profesional y como persona, el notario era un ciudadano popular. Sus innumerables atenciones y sus innumerables rarezas lo habían convertido, tras muchos años, en uno de los personajes característicos de la agradable ciudad suiza. Su larga levita marrón y su gorro negro se contaban entre las instituciones del lugar; además, era dueño de una caja de rapé que, creían todos, por su tamaño no tenía igual en Europa.

Había otra persona en el despacho del notario, mucho menos agradable que él. Se trataba de Obenreizer.

Era aquélla una oficina con un extraño aire pastoril, que jamás se habría visto conveniente en Inglaterra. Daba a un pulcro patio interior, al que una valla separaba de un bello jardín florido. En la entrada ramoneaban varias cabras, y una vaca estaba a unos seis pies de hacerle compañía al amanuense. El despacho de
Maître
Voigt era un cuarto pequeño, lleno de luz y reluciente, con paredes cubiertas de paneles, como un rincón de juguetes. Según las estaciones, asomaban por las ventanas rosas, girasoles o malvas. Las abejas de
Maître
Voigt zumbaban en la habitación todo el verano, con frecuencia entraban por una ventana y salían por otra durante su jornada de labor, como si la miel tuviera que fabricarse con la dulce disposición del notario. Sobre la repisa de la chimenea, una caja de música grande a menudo gorjeaba la obertura de Fra Diavolo o una selección de Guillermo Tell, con trinos tan vivaces que por fuerza había que detenerla ante la entrada de cualquier cliente, aunque irreprimiblemente volvía a funcionar en el momento en que esa persona daba la espalda.

—¡Ánimo, ánimo, muchacho! —decía
Maître
Voigt palmeando la rodilla de Obenreizer en un gesto paternal y alentador—. Mañana iniciará usted una nueva vida en este despacho.

Obenreizer, vestido de luto y con un aire manso, levantó una mano en la que sujetaba un pañuelo blanco, hasta la altura del corazón.

—Mi gratitud está aquí, pero me faltan las palabras para expresarla —dijo.

—¡Venga, venga! ¡No me hable de gratitud! —dijo
Maître
Voigt—. Me disgusta ver a un hombre abrumado. Lo veo a usted abrumado y le tiendo la mano por instinto. Además, no soy tan viejo aún como para no recordar mis tiempos juveniles. Su padre me envió mi primer cliente. Era un asunto de un viñedo de medio acre que pocas veces daba alguna uva. ¿No estoy en deuda, pues, con el hijo de ese padre? Contraje una obligación de amistad con él y saldo la deuda en usted. Creo que lo he dicho con gran propiedad —agregó
Maître
Voigt, muy satisfecho de sí mismo—. Permítame que premie mi propio mérito con una pulgarada de rapé.

Obenreizer fijó los ojos en el suelo, como si no fuese digno siquiera de mirar cómo tomaba su rapé el notario.

—Le pido una última gentileza, señor —dijo cuando alzó la mirada—. No obre por un mero impulso. Hasta este momento, no tiene usted más que una idea general de mi situación. Tome conocimiento detallado de mis circunstancias favorables y desfavorables antes de admitirme en su despacho. Permítame esperar de su benevolencia que su sensatez me admita a la par que su buen corazón. Sólo en ese caso podré levantar la cabeza contra mis peores enemigos y hacerme una nueva reputación sobre los despojos de lo que he perdido.

—Como usted quiera —dijo
Maître
Voigt—. Habla muy bien, hijo mío. No tardará en ser un buen abogado.

—No hay muchos detalles —continuó Obenreizer—. Mis desdichas comenzaron con la muerte accidental de mi difunto compañero de viaje, mi perdido y apreciado amigo Mr. Vendale.

—Mr. Vendale —repitió el notario—. Sí, eso es. Oí y leí el nombre varias veces en estos dos meses. Es el nombre del infortunado caballero inglés que murió en el Simplón. Y fue cuando usted se hizo esa herida en la mejilla y el cuello.

—Con mi propio cuchillo —dijo Obenreizer, a la vez que tocaba lo que tuvo que haber sido un corte terrible en su momento.

—Con su propio cuchillo —asintió el notario—, y cuando trataba de salvar a su compañero. Bien, bien, bien. Eso estaba muy bien. Vendale. Sí. Después pensé varias veces en la extraña coincidencia de que tuviera yo, hace tiempo, un cliente de ese nombre.

—Es que el mundo, señor, es muy pequeño —respondió Obenreizer, a la vez que tomaba nota de que el notario había tenido en el pasado un cliente de ese nombre.

—Como le decía, señor, la muerte de ese querido compañero de viaje dio origen a mis problemas. ¿Qué ocurrió después? Pude salvarme, bajé hasta Milán, me recibieron con frialdad en Defresnier y Cía., y poco después me despidieron de la firma. ¿Por qué? No dicen los motivos. Pregunto si dudan de mi honor. Ninguna respuesta. Pregunto si me acusan de algo. Ninguna respuesta. Pregunto si tienen pruebas contra mí. Ninguna respuesta. Pregunto qué tengo que pensar. La respuesta es: «M. Obenreizer es muy dueño de pensar lo que quiera. Lo que piense M. Obenreizer no tiene importancia para Defresnier y Cía.». Y eso es todo.

—Perfectamente. Eso es todo —reconoció el notario a la vez que tomaba una generosa pulgarada de rapé.

—Pero ¿es bastante, señor?

—No es bastante —dijo
Maître
Voigt—. La firma Defresnier es de mi ciudad… gente muy respetada, muy estimada… pero la Casa Defresnier no puede destruir a la callada la honorabilidad de un hombre. Usted puede rebatir una aseveración pero, ¿cómo rebatir el silencio?

—Su sentido de la justicia, mi querido bienhechor —respondió Obenreizer—, ha resumido en dos palabras la crueldad de este caso. Pero, ¿termina ahí todo? No. ¿Y qué viene después?

—Es verdad, mi buen muchacho —dijo el notario a la vez que asentía con la cabeza—, su pupila se rebela por todo eso.

—Decir que se rebela es poco —replicó Obenreizer—. Mi pupila se aparta de mí con horror, me desafía. Mi pupila se aparta de mi autoridad y se refugia (y con ella
Madame
Dor) en casa de ese abogado inglés, Mr. Bintrey, que a los pedidos de usted para que mi pupila vuelva a someterse a mi autoridad responde que ella no lo hará.

—Y que después escribe —dijo el notario, mientras apartaba su gran caja de rapé para buscar entre los papeles que había debajo una carta— que viene a hablar conmigo.

—¿De verdad? —respondió Obenreizer, bastante perplejo—. Pues bien, señor, ¿no me asiste ningún derecho?

—Claro que sí, mi buen muchacho —replicó el notario—, todo el que no sea un villano tiene derechos.

—¿Y quién dice que soy un villano? —preguntó Obenreizer con furia.

—Nadie. Tenga calma aun en estas circunstancias. Si la Casa Defresnier lo hubiera llamado villano, sin duda que sabríamos cómo tratar con ellos.

Mientras decía estas palabras, tendió la breve carta de Bintrey a Obenreizer, que la leyó y la devolvió.

—Al decir que viene a consultar con usted —observó Obenreizer, que había recobrado la compostura—, este abogado inglés quiere decir que viene a cancelar mi autoridad sobre mi pupila.

—¿Cree usted eso?

—Estoy convencido. Lo conozco. Es un hombre terco y litigante. Usted me dirá, querido señor, si mi autoridad es indiscutible o no hasta que mi pupila llegue a la mayoría de edad.

—Absolutamente indiscutible.

—Pues la haré valer. Haré que ella se someta, porque se lo debo a usted, señor —dijo Obenreizer cambiando su tono iracundo por el de un acatamiento agradecido—, que con tanta bondad ha tomado bajo su protección a un hombre injuriado y le ha dado trabajo.

—Cálmese —dijo
Maître
Voigt—. Dejemos el tema y nada de dar las gracias. Venga por aquí mañana por la mañana, antes que los demás pasantes, entre las siete y las ocho. Me encontrará en este cuarto y yo mismo lo pondré al tanto de sus tareas. ¡Márchese, márchese! Tengo que escribir varias cartas. Ni una palabra más.

Despedido con tan generosa precipitación y satisfecho con la impresión favorable que había causado en el ánimo del notario, Obenreizer tuvo el tiempo necesario para recordar que
Maître
Voigt decía haber contado entre los suyos, en tiempos, a un cliente apellidado Vendale.

«Creo que conozco Inglaterra bastante bien», se decía, sentado en un banco del patio. «Y nunca supe de nadie con ese apellido excepto —echó una mirada involuntaria por encima de su hombro— él. ¿Será tan pequeño el mundo que no me pueda yo librar de él, ni siquiera cuando está muerto? En su último momento confesó que había traicionado la confianza del muerto, que no merecía heredar una fortuna. Y me dijo que yo lo averiguara. Y que me apartara, que mi cara se lo recordaba. ¿Por qué mi cara, a menos que eso tenga que ver conmigo? Estoy seguro de que dijo eso, porque sus palabras suenan en mis oídos desde entonces. ¿Habrá algo que se refiera a este asunto entre los papeles de este viejo imbécil? ¿Algo que me permita recuperar mis bienes y desacreditar su memoria? Insistió en mis recuerdos de infancia aquella noche, en Basilea. ¿Por qué, a menos que se propusiera algo?».

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