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Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

Callejón sin salida (19 page)

En el instante de silencio que se produjo, el único sonido que vibró en el cuarto fue el canto de un pájaro enjaulado en el patio contiguo.
Maître
Voigt tocó a Bintrey y le señaló a Obenreizer.

—¡Mírelo! —dijo el notario en un susurro.

El choque había paralizado por completo el cuerpo del criminal, con excepción de su sangre. Su cara se veía como la cara de un cadáver. El único vestigio de color que conservaba era una lívida línea purpúrea que señalaba la cicatriz de la herida que su víctima le había hecho en la mejilla y el cuello. Sin palabra, sin respiro, sin movimiento, quietos sus ojos y sus miembros, parecía como si, a la vista de Vendale, la muerte que había dado a Vendale lo hubiera aniquilado en el mismo sitio en que estaba.

—Alguien tiene que hablarle —dijo
Maître
Voigt.

—¿Puedo?

Aun en ese momento, Bintrey insistió en que el notario callara y en que él llevaría adelante el asunto. Contuvo a
Maître
Voigt con un gesto y despidió a Marguerite y a Vendale con unas pocas palabras.

—Ya se ha conseguido lo que queríamos con la presencia de ustedes aquí, si se retirasen ahora, quizá eso contribuiría a que Mr. Obenreizer se recuperara.

Contribuyó. En cuanto los dos la traspusieron y la puerta se cerró tras ellos, soltó un largo suspiro de alivio. Echó una mirada a la silla que estaba a sus espaldas y se desplomó sobre ella.

—¡Déle tiempo! —rogó
Maître
Voigt.

—No —dijo Bintrey—. No sé cómo lo usaría si se lo diese —se volvió una vez más hacia Obenreizer y continuó hablando—. No admito, entiéndalo bien, que le deba yo esto a usted, que tenga que explicarle mi intervención en este asunto, que se ha hecho por consejo mío y bajo mi exclusiva responsabilidad. ¿Me escucha usted?

—Lo escucho.

—¿Recuerda el momento en que partió hacia Suiza en compañía de Mr. Vendale? —empezó Bintrey—. No habían pasado aún veinticuatro horas de su partida de Inglaterra, cuando su sobrina cometió un acto de imprudencia que ni siquiera usted, con su penetración, podía prever. La joven siguió a su prometido en su viaje, sin pedir a nadie parecer ni permiso, y sin mejor compañero que la protegiese que un encargado de la bodega de Mr. Vendale.

—¿Por qué me siguió? ¿Y cómo pudo ser que el encargado de la bodega fuera su acompañante?

—Partió de inmediato —respondió Bintrey— porque sospechaba que se le había ocultado algún serio enfrentamiento entre usted y Mr. Vendale, y porque creía con razón que usted era capaz de recurrir al crimen para salvaguardar sus intereses o por mera enemistad. En cuanto al encargado de la bodega, entre otras, fue una de las personas del negocio de Mr. Vendale a las que, en cuanto ustedes se marcharon, preguntó si había ocurrido algo entre ambos. El encargado fue el único que le supo decir algo, una superstición sin sentido, un accidente nimió que había tenido su patrón en la bodega y que, en la cabeza de este hombre, implicaba que Mr. Vendale corría peligro de ser asesinado. Su sobrina se encontró con una confidencia que duplicaba el temor que la había invadido. Con el sentimiento de que había hecho daño, este hombre, por su propia voluntad, quiso llevar adelante la única reparación que le era posible. «Si mi patrón está en peligro, miss, tengo el debé de cuidá de usté», dijo. Partieron juntos y, por una vez, la superstición resultó ser buena. Decidió a su sobrina a emprender el viaje y así la llevó a salvar la vida de un hombre. ¿Hasta aquí me sigue usted?

—Hasta aquí lo sigo.

—La primera noticia del crimen que usted había cometido —prosiguió Bintrey— me llegó en una carta escrita por su sobrina. Todo lo que debe saber es que su amor y su valentía recuperaron el cuerpo de su víctima, y contribuyeron en los esfuerzos posteriores para devolverlo a la vida. Mientras él estaba indefenso en Brig, bajo su cuidado, ella me escribió para que viniera aquí. Antes de partir, comuniqué a
Madame
Dor que sabía que Miss Obenreizer estaba bien y que conocía su paradero. A su vez,
Madame
Dor me dijo que había llegado una carta para su sobrina, en la que había reconocido la letra de usted. Me hice cargo de esa carta y dispuse que me enviaran cualquier otra carta que llegara en adelante. Al llegar a Brig, encontré a Mr. Vendale fuera de peligro, y de inmediato, sin tardanza, preparé el día en que tendríamos que habérnoslas con usted. Defresnier y Cía. lo despidió como sospechoso, por la información reservada que les hice llegar. Después de arrebatarle su máscara, lo siguiente era quitarle la autoridad sobre su sobrina. Para conseguirlo, no sólo no he tenido ningún escrúpulo al cavar el abismo bajo sus pies desde la sombra, pues siento cierto placer profesional al luchar contra usted con sus propias armas, sino que además, por consejo mío, se le ha ocultado cuidadosamente la verdad hasta el día de hoy. Por consejo mío, la trampa en la que ha caído se preparó en este sitio, y usted sabe tan bien como yo por qué. No había más que un único modo de hacerle perder ese control endemoniado de sí mismo que hasta ahora hizo de usted un hombre temible. La cosa está hecha y, me mire como me mire, ha sido un éxito. Lo último que queda por hacer —terminó Bintrey mientras sacaba de su vademécum dos folios manuscritos— es dejar libre a su sobrina. Usted es culpable de intento de asesinato y ha cometido estafa y robo. Tenemos pruebas en su contra de ambas cosas. Si se le declara culpable, usted sabe tan bien como yo lo que sucederá con la tutoría de su sobrina. Personalmente, preferiría esa forma de acabar con su derecho. Pero me han expuesto con tal empeño ciertas consideraciones que no soy capaz de resistirme a ellas; esta entrevista ha de terminar, como ya se lo he dicho, con un compromiso. Firme estas líneas, en las que renuncia a toda autoridad sobre Miss Obenreizer y se compromete a no volver jamás a Inglaterra ni a Suiza, y yo firmaré un documento en el que se le da la seguridad que jamás haremos ninguna denuncia contra usted.

Obenreizer empuñó la pluma, en silencio, y firmó la renuncia a la tutoría de su sobrina. Al recibir el documento de descargo, se puso en pie, pero no hizo ningún movimiento para marcharse. Permaneció inmóvil, mirando a
Maître
Voigt mientras una extraña sonrisa se dibujaba en sus labios y una luz extraña iluminaba sus ojos velados.

—¿Qué espera? —preguntó Bintrey.

Obenreizer señaló la puerta marrón.

—Hágalos pasar —respondió—. Tengo que decir algo en presencia de ellos antes de marcharme.

—Dígamelo a mí —replicó Bintrey—. Me niego a llamarlos.

Obenreizer se volvió a
Maître
Voigt.

—¿Recuerda que me contó que en tiempos tuvo un cliente inglés apellidado Vendale? —preguntó.

—Pues sí —respondió el notario—, ¿qué hay con eso?


Maître
Voigt, su cerradura de relojería lo ha traicionado.

—¿Qué quiere decir?

—He leído las cartas y los documentos que usted guarda en la caja de su cliente y los he copiado. Tengo aquí esas copias. ¿Hay o no hay motivos para llamarlos?

Por un instante el notario paseó su mirada de Obenreizer a Bintrey, con un asombro desvalido, pero se recuperó, apartó a su colega y a toda prisa le susurró unas pocas palabras al oído. La cara de Bintrey, tras reflejar exactamente el mismo asombro de la cara de
Maître
Voigt, de pronto cambió de expresión. Saltó con la energía de un joven hacia la puerta que llevaba al cuarto interior, la traspuso, estuvo dentro del cuarto un instante y volvió seguido de Marguerite y Vendale.

—Pues bien, Mr. Obenreizer —dijo Bintrey—, el último movimiento de la partida es suyo: juegue.

—Antes de renunciar a mi cargo de tutor de esta joven —dijo Obenreizer—, debo revelar un secreto que le interesa. Al hacer esta revelación no le pido que escuche un relato que ella, o cualquiera de los presentes, deba creer sin más. Estoy en posesión de pruebas escritas, copias de originales, de cuya autenticidad podrá dar fe
Maître
Voigt. Les pido que se trasladen, les ruego que se sitúen en una fecha lejana, la del mes de febrero del año 1836.

—Recuerde la fecha, Mr. Vendale —dijo Bintrey.

—Mi primera prueba —dijo Obenreizer, sacando un papel de su billetero—. Copia de una carta, escrita por una dama inglesa, casada, a su hermana viuda. El nombre de la persona que escribe la carta no lo diré hasta que haya terminado. El nombre de la persona destinataria de la carta, quiero decirlo de inmediato. Está dirigida a Mrs. Jane Anne Miller, de Groombridge Wells, Inglaterra.

Vendale, sobresaltado, abrió los labios para hablar. Bintrey lo detuvo tal como había hecho antes con
Maître
Voigt.

—No —dijo el tenaz abogado—. Déjeme esto a mí.

Obenreizer prosiguió.

—No voy a molestarlos con la primera mitad de la carta —dijo—. Puedo resumirla en pocas palabras. La persona que escribe está en las siguientes condiciones: ha estado viviendo con su marido en Suiza, obligada por el estado de salud de él. Van a mudarse a su nueva casa, a orillas del lago Neuchátel, en el término de una semana y podrán recibir allí la visita de Mrs. Miller quince días después. Dicho esto, la dama que escribe se ocupa de un importante asunto personal. No ha tenido hijos durante muchos años y ella y su marido ya no tienen esperanzas de tenerlos, se sienten solos, quieren algo que los una a la vida, han decidido adoptar un niño. Aquí empieza lo importante de la carta y, por lo tanto, leeré completa esta parte.

Volvió a doblar el primer folio de la carta y leyó:

… ¿Nos ayudarás, querida hermana, a llevar adelante nuestro proyecto? Como ingleses, queremos adoptar un niño inglés. Esto se puede hacer, creo, en la Casa de Niños Expósitos: los abogados londinenses de mi marido te dirán cómo. Dejo librada a tu criterio la elección, con sólo dos condiciones: que sea una criatura de menos de un año de edad y que sea un varón. Perdona las molestias que te causo, hazlo por mí. ¿Nos traerás al niño contigo, junto a los tuyos, cuando vengas a Neuchátel?

Tengo que añadir una palabra acerca de los deseos de mi marido en este asunto. Está decidido a evitar al niño que adoptemos cualquier futura aflicción y pérdida de respeto que pudiera causarle el conocimiento de su verdadero origen. Llevará nuestro apellido y lo criaremos en la creencia de que es nuestro hijo carnal. La herencia que le dejemos se le asegurará no sólo según las leyes sucesorias inglesas sino también según las suizas, porque tendremos que vivir tanto tiempo en este país que dudamos de que no se nos vaya a considerar «residentes» en Suiza. La única precaución que resta por tomar es la de impedir que se pueda seguir la pista desde la Casa de Expósitos. Nuestro apellido es bastante poco corriente y, si aparecemos en el Registro de esa institución como las personas que adoptan al niño, existe la posibilidad de que se pudiera encontrar al pequeño. Tu apellido, querida mía, es el de miles de personas y si tú consintieras en que sea el que se asiente en el Registro, no habrá que temer que se descubra nada en el futuro. Por orden del médico, nos mudamos a una zona de Suiza en la que se desconoce nuestra situación y tú, según me has dicho, vas a contratar a una nueva niñera para el viaje. En estas circunstancias, el niño puede ser tomado por mi hijo, que llega al cuidado de mi hermana. La única persona que vendrá con nosotros será mi doncella, de la que me puedo fiar a ciegas. En cuanto a los abogados ingleses y suizos, su profesión es la de guardar secretos y no nos preocupa este aspecto. ¡Aquí tienes nuestra inocente conspiración! Responde a vuelta de correo, cariño, y dime que serás cómplice de ella…

—¿No nos dirá aún el nombre de la persona que escribió esa carta? —preguntó Vendale.

—No lo diré hasta el final —respondió Obenreizer—. Continúo con mi segunda prueba: esta vez un simple trozo de papel, como ven ustedes. Es el escrito enviado al abogado suizo que se hizo cargo de los papeles mencionados en la carta que acabo de leer, y que dice lo siguiente:

«Adoptado en la Casa de Niños Expósitos de Inglaterra, 3 de marzo de 1836, un niño varón, llamado en el hospicio Walter Wilding. Persona que se asienta en el Registro como responsable de la adopción: Mrs. Jane Anne Miller, viuda, que actúa en esta circunstancia en nombre de su hermana casada, con domicilio en Suiza».

—¡Sea paciente! —dijo Obenreizer cuando Vendale se liberó de Bintrey y se puso en pie—. No mantendré oculto el nombre mucho tiempo más. Otros dos folios más y habré terminado. ¡Tercera prueba! El certificado del Dr. Ganz, que aún vive y ejerce su profesión en Neuchátel, fechado en julio de 1838. El doctor certifica, como lo verán ustedes con sus propios ojos, primero: que ha atendido al niño adoptado de sus enfermedades infantiles; segundo: que tres meses antes de la fecha de la certificación, el caballero que había adoptado a la criatura había muerto; tercero: que en la fecha en que se extiende el certificado, la viuda y su doncella se marchan de Neuchátel hacia Inglaterra y se llevan consigo al niño. Otro eslabón más para que mi cadena de pruebas esté íntegra. La doncella siguió al servicio de su señora hasta la muerte de la dama, ocurrida unos pocos años más tarde. La doncella puede declarar bajo juramento cuál fue la identidad del niño adoptado, desde su niñez hasta su juventud, desde su juventud hasta su mayoría de edad presente. Aquí está su dirección en Inglaterra, y aquí está la cuarta prueba, la prueba final, Mr. Vendale.

—¿Por qué me la da a mí? —dijo Vendale cuando Obenreizer tiró sobre la mesa el papel en que estaba escrita la dirección.

Obenreizer se volvió hacia él con un repentino estallido triunfal.

—¡Porque usted es ese hombre! Si mi sobrina se casa con usted, lo hará con un bastardo, criado por la caridad pública. Si mi sobrina se casa con usted, lo hará con un impostor, sin nombre ni familia, oculto bajo las apariencias de un caballero de buena posición y de buen nombre.

—¡Bravo! —exclamó Bintrey—. ¡Bien dicho, Mr. Obenreizer! Sólo falta una palabra para completar la cosa. Se casa, pura y exclusivamente gracias a sus empeños, con un hombre que hereda una bonita fortuna, con un hombre cuyo origen le dará más orgullo aún ante su mujer de origen campesino. ¡George Vendale, como albaceas conjuntos, congratulémonos! El último deseo de nuestro difunto amigo tan querido se cumple por fin. Hemos encontrado al perdido Walter Wilding. Como bien lo acaba de decir Mr. Obenreizer, usted es ese hombre.

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