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Authors: Paul Watzlawick

La estructura de toda paradoja del tipo
«¡sé espontáneo!»
— y por tanto también a la exigencia de la mencionada madre «quiero que quieras estudiar»— es análoga. Impone la orden de que el comportamiento no deba obedecer a una orden, sino ser espontáneo
[3]
. Esta orden afirma, por lo tanto, que la obediencia a una orden emanada del exterior es un comportamiento inaceptable, ya que dicho comportamiento ha de estar libremente motivado desde el interior. Pero esta orden básica, que comprende a todas las órdenes (a la clase de todas ellas) es en sí misma una orden, es un miembro de la clase y se aplica a sí misma. Epiménides, al igual que la madre de nuestro ejemplo, viola por tanto el axioma central de la teoría de los tipos lógicos, es decir, que cuanto comprende a toda una colección (clase) no puede ser un miembro de la colección
[4]
. El resultado es una paradoja.

Nos hallamos ahora en mejor posición para apreciar la particular forma de constitución de problemas inherente a algunos de los ejemplos que hemos citado al comienzo del capítulo III. El sujeto insomne se sitúa típicamente a sí mismo en una paradoja del tipo
«¡sé espontáneo!»
; intenta dar lugar a un fenómeno natural, espontáneo, el sueño, mediante un acto de voluntad, con lo que no consigue sino despabilarse más. De modo similar, la persona deprimida intenta cambiar su estado de ánimo concentrándose sobre sentimientos que debería tener para
«sacarse a sí misma de la depresión»
, lo cual implica, desde luego, que los sentimientos puedan ser programados para surgir espontáneamente, tan sólo con proponérselo seriamente.

Las paradojas del tipo
«¡sé espontáneo!»
adquieren también relieve en el modo como determinadas personas intentan superar sus dificultades sexuales. Una erección o un orgasmo son fenómenos espontáneos; cuanto más intensamente se desea que sucedan, cuanto más se esperan y se quiere forzar su aparición, tanto menos probable es su ocurrencia. Un modo seguro de convertir un encuentro sexual en un fracaso es proyectarlo y premeditarlo previamente con todo lujo de detalles
[5]
. La experiencia clínica muestra que muchos casos de falta de respuesta sexual pueden hallarse relacionados con desesperadas tentativas realizadas por la mujer en el transcurso del contacto para producir en «algún» modo dentro de sí misma aquellas sensaciones que, de acuerdo con sus expectativas o con algún manual sexológico,
debería
tener en determinado momento durante el coito. Señalaremos que en todos estos ejemplos no hay utopía alguna, ya que los hechos de dormirse, de tener determinados sentimientos o experimentar determinadas reacciones sexuales son fenómenos muy naturales.

Las dictaduras imponen, de modo casi inevitables, paradojas similares. No se contentan aquéllas con la mera obediencia a las leyes basadas en el sentido común (que, en último término, es cuanto se exige en una democracia), sino que quieren cambiar los pensamientos, los valores y los puntos de vista del pueblo. La mera docilidad o las aseveraciones no sólo no bastan, sino que pueden ser considerados como una forma de resistencia pasiva, e incluso aquella forma de silencio, que durante el dominio hitleriano era designado como «emigración interior», se interpreta como un signo de hostilidad. No basta con someterse simplemente a la coerción, hay que quererla. No basta con realizar una confesión y firmarla, se ha de creer en los términos de la misma y arrepentirse sinceramente, como se describe en las novelas
El cero y el infinito
de Arthur Koestler (58), o en
1984
de George Orwell (76), o también, autobiográficamente, en
The Accused
, de Weissberg (100), o en
Hijo de la revolución
, de Leonhard (72), para mencionar tan sólo unos cuantos ejemplos, y tal como se practica actualmente en los
«lavados de cerebro»
. Pero tal método no conduce y no puede conducir al resultado deseado, y al final de sus esfuerzos el lavador de cerebros se encuentra frente a un cadáver, un psicótico o un
apparatchik
semejante a un robot y ninguno de estos cambios se parece en nada a lo que se proponía conseguir.

Pero sería un error creer que estas paradojas y otras similares no pueden surgir bajo un sistema menos totalitario de gobierno y en este sentido la diferencia entre una sociedad represiva y una sociedad permisiva es tan sólo, desgraciadamente, de grado y no de sustancia. Ninguna sociedad puede permitirse no defenderse contra desviaciones, ni dejar de intentar cambiar a los que se oponen a sus normas y estructuras. Pese a los miles de volúmenes que se han publicado sobre derecho penal, la filosofía de la justicia nunca ha sido capaz — y quizás nunca lo será— de suprimir en la función de castigar la contaminación paradójica de represalias, disuasión y reforma. De estas tres funciones, la última, la reforma, es desgraciadamente al mismo tiempo la más humana, así como la más paradójica. Aun cuando no poseemos, evidentemente, competencia para abordar los problemas extremadamente intrincados de la administración humana de justicia criminal, los problemas a que dan lugar las tentativas de cambio de la mentalidad de los delincuentes y de su comportamiento pueden ser comprobados hasta por un lego en derecho penal. Ya se trate de un presidio para adultos o de un reformatorio para delincuentes juveniles, la paradoja viene a ser la misma: el grado en que el delincuente se supone ha sido reformado por estas instituciones es juzgado a base de lo que diga y haga «rectamente»
precisamente por haber sido reformado
, y no debido meramente a que haya aprendido a hablar un lenguaje apropiado y a realizar los debidos gestos. La reforma, cuando es considerada como algo distinto a la mera obediencia, es ineludiblemente autorreflexiva — se supone entonces que es a la vez su propia causa y su propio efecto. Este juego lo realizan con éxito los buenos «actores»; los únicos perdedores son aquellos reclusos que o bien rehusan ser reformados debido a que son demasiado «honestos» o a que están demasiado furiosos para seguir el juego, o bien aquellos que ocultan mal el propósito de seguirlo tan sólo porque quieren salir de su reclusión, no actuando por tanto espontáneamente. De todo lo cual resulta que los propósitos humanitarios suscitan actitudes hipócritas y en consecuencia se llega a la melancólica conclusión de que parece preferible establecer un precio para expiar un delito, es decir un castigo, dejando en paz la mente del delincuente y evitando así las turbadoras consecuencias de las paradojas del control mental.

Otra institución social, manifiestamente dedicada al cambio, es el hospital para enfermos mentales. No es de sorprender que también ésta esté plagada de problemas debidos a la interpretación de la docilidad exigida y la espontaneidad esperada, con la excepción de que aquí los problemas se hallan indescriptiblemente complicados por el hecho de que el paciente hospitalizado es considerado como incapaz para adoptar por sí mismo las debidas decisiones. Alguien ha de decidir por el paciente y por el propio bien de éste. Si no logra darse cuenta de esto, tal fallo es considerado como una prueba más de su incapacidad. Esto crea una situación terriblemente paradójica, que exige por parte de los pacientes y del equipo terapéutico «jugar a no jugar» el juego de la curación. La conducta cuerda en el hospital es aquella que va de acuerdo con normas muy definidas; hay que obedecer estas normas espontáneamente y no por imposición; mientras dure la necesidad de imposición, el paciente sigue siendo considerado como un enfermo. Siendo así, la vieja estrategia para ser dado de alta rápidamente de un hospital para enfermos mentales es más que un mero chiste:

a)
desarrolla un síntoma lo suficientemente extravagante como para molestar de un modo considerable a toda la sala;

b)
apégate a un psiquiatra joven que tenga necesidad de obtener su primer éxito;

c)
déjale que te cure rápidamente de tu síntoma y

d)
conviértele así en el más ferviente abogado de la recuperación de tu cordura.

Hasta aquí hemos estado citando ejemplos de lo que Goffman (42) llama instituciones totales. Pero existen contextos mucho menos represivos, que se hallan puestos al servicio del cambio, y se pueden enmarañar en paradojas similares que excluyen el cambio que se intenta realizar. El psicoanálisis, por ejemplo, ha sido humorísticamente definido como la enfermedad de la cual se supone es la cura; aforismo que refleja muy bien su naturaleza paradójica, autorreflexiva, pero que deja de tener en cuenta los aspectos curativos a los que se aplica la paradoja, con o sin conciencia por parte del analista, como han mostrado Jackson y Haley (52) en su clásico trabajo sobre la transferencia. Pero existe un aspecto del psicoanálisis que tiene consecuencias mucho más insostenibles que la relación médico-paciente. Se trata de la relación entre un candidato a psicoanalista y su psicoanalista didáctico. Como se sabe, el psicoanálisis personal de un futuro analista es parte importante de su preparación. En el transcurso de este análisis se supone que lucha a brazo partido al menos con aquellas tendencias neuróticas más importantes de su personalidad que pueden interferir más seriamente con su futura labor. El curso y el resultado del análisis didáctico se convierte así en uno de los criterios decisivos para evaluar si el diploma de psicoanalista ha de ser concedido o no
[6]
. Esto sitúa al candidato en una posición mucho más paradójica que al paciente. Se espera que cambie, y el grado del cambio realizado se deduce de las manifestaciones mentales consideradas como más espontáneas: los sueños y las asociaciones libres. Mientras que no cabe impedir que un paciente determinado suspenda su tratamiento o se dirija a otro psicoanalista, tales salidas no las puede utilizar el candidato a psicoanalista. Por una parte se espera que sea completamente espontáneo y sincero en sus comunicaciones al psicoanalista didáctico, y por otra sabe que si su espontaneidad no es de la índole debida, su psicoanalista no podrá recomendar su aprobación. Así pues, en este extraño contexto interpersonal, no basta la sumisión, pero la indocilidad está completamente fuera de cuestión.

Este ejemplo nos aproxima de nuevo a los problemas generales inherentes al amplio campo de la educación, la cual es en sí una institución eminentemente dedicada al cambio. Ya hemos mencionado el concepto de pertinencia, aquí nos limitaremos a señalar una variante universal de la paradoja del tipo
«¡Sé espontáneo!»
anteriormente mencionada a propósito del ejemplo de la madre. Está oculta en la afirmación:
«La escuela es divertida»
(o bien:
«La escuela ha de ser divertida»
), una mentira que tan grata es a los corazones de los padres y de los educadores americanos, pero que tan alejada está de la experiencia actual de los estudiantes en general. Pero no hemos de subestimar el poder de un dogma social semejante, sobre todo para un niño. Es típico que dicho mensaje no vaya acompañado por explicación alguna y más esta ausencia, en lugar de invalidarlo lo refuerza, ya que supone que su verdad es evidente. Así pues
«no sólo no soy normal si no me gusta el colegio, sino que además debo ser malo o estúpido si soy incapaz de ver lo divertido que es lo que los demás, al parecer, pueden ver claramente»
. Otra posible reacción es la siguiente:
«No estoy siendo tratado igual que los otros estudiantes, y eso será porque a mí no me divierte el colegio.»

En el sistema educativo tradicional, el profesor era reconocido como la autoridad y era él quien determinaba los temas que tenían que aprenderse. En la educación moderna se han realizado enérgicas tentativas para democratizar su papel, pero ello ha creado turbadoras paradojas, muy similares a las de la madre y su hijo pequeño que no quiere hacer sus deberes. Se puede esperar que, en términos generales, los educadores tengan la competencia necesaria para decidir sobre el valor de las diversas materias, pero no existe un modo «democrático» mediante el cual puedan pedir a los estudiantes que se comprometan al estudio de las materias. Sin embargo, si se deja decidir democráticamente a los estudiantes lo que desean o no estudiar y si desean acudir o no al colegio, el resultado sería un caos. Todo lo que puede hacer por tanto el profesor es utilizar métodos sutiles para influir en los estudiantes, en el sentido de encauzar sus mentes en la dirección «debida», convenciéndoles y convenciéndose desde luego a sí mismo de que se trata de algún modo de «técnicas didácticas» y no de medios encubiertos de coerción, ya que la coerción es un concepto anatemizado desde el punto de vista del caro ideal de la espontaneidad.

Las relaciones humanas en general constituyen un área en la que puede surgir fácil e inadvertidamente la paradoja en el curso de una tentativa destinada a superar dificultades. Ya que nos sentimos reales tan sólo en la medida en que alguien con importancia para nosotros confirma o ratifica nuestra propia imagen, y ya que tal ratificación tan sólo servirá al propósito si es espontánea, únicamente un caso ideal de interrelación humana puede estar libre de paradoja. El elemento de colusión está habitualmente presente en grado mayor o menor y adopta la forma de una negociación: sé esto para mí y yo seré esto para ti. A no ser que este trato de «algo por algo», el quid pro quo de una relación (51), sea aceptado como parte del juego de la vida, tiene que conducir a problemas. En
«El balcón»
, sobre todo en el primer acto, Genet ha dibujado magistralmente un microcosmos de este tipo colusivo. En el superburdel de Madame Irma, se les proporciona a los clientes todos los complementos necesarios para cambiar sus mezquinas existencias en sueños semirreales de grandeza, tan sólo semirreales, desde luego, ya que existe un pago por este servicio y también porque continúan teniendo lugar pequeños lapsos enojosos y desencantadores; así por ejemplo, cuando los complementos no recuerdan bien sus papeles. La futilidad de intentar cambios adoptando este modo y los problemas interpersonales creados por la colusión han sido tratados detalladamente por Laing (64).

En general, los problemas que se dan en psicoterapia conyugal tienen que ver con frecuencia con la casi siempre insuperable dificultad de cambiar el quid pro quo en que se basó originalmente la relación. Desde luego, este quid pro quo nunca es el resultado de una franca negociación, sino más bien de la índole de un contrato tácito, cuyas cláusulas pueden ser asaz incapaces de verbalizar ambos miembros de la pareja, mientras al mismo tiempo son extremadamente sensibles a cualquier violación de estas cláusulas no escritas. Si surge el conflicto, los cónyuges intentan resolverlo, típicamente, sobre la base del contrato y se ven así inmersos en un problema, similar al expuesto de los nueve puntos, que se han fabricado ellos mismos. Cualquier cosa que hagan dentro del esquema se realiza sobre la base de la propiedad a del grupo y por tanto deja sin modificar el patrón general de la relación (el grupo de sus comportamientos de relación mutua). Los contratos tácitos interpersonales del género del que estamos examinando están destinados forzosamente a volverse anacrónicos e inaplicables, y el cambio que sería necesario aquí habría de ser el del propio contrato (es decir: un cambio 2) y no tan sólo un cambio 1 dentro de las cláusulas del contrato. Pero como hemos mencionado repetidamente, este paso desde «dentro» hacia «fuera» es extremadamente difícil y las técnicas de verificar el cambio 2 constituirán el tema de la parte tercera del presente libro.

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