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Authors: Paul Watzlawick

El prototipo de la situación viene a ser el siguiente: fundándose en un pasado de «maldad» (que el «acusado» ha admitido como cierto), el «acusador» sospecha que el acusado está volviendo secretamente a las andadas. A esta sospecha, el acusado responde negando los cargos. La situación se acentúa cuando el acusador presenta «pruebas», como por ejemplo:
«la otra noche se te trababa algo la lengua al hablar, tenías los ojos muy cargados, casi no te tenías de pie, etc.»
o bien, en el caso de una delincuente juvenil:
«Te pusiste colorada cuando te pregunté si habías tenido relaciones sexuales con tu chico»
o
«Te fuiste derecho a tu cuarto cuando volviste a casa»
o
«Estabas de mal humor»
, etc. Al ser confrontado con esta vaga «prueba» el acusado se pone furioso y se defiende con más vigor, convenciendo así al acusador de que tales protestas demuestran más aún la culpabilidad. Las cosas pueden llegar a un punto tal que el acusado se marche de casa, o se tome una copa, y ello puede ser utilizado entonces por el acusador como una prueba tangible adicional de que sus sospechas estaban justificadas desde el principio. Cuando el acusado es traído a tratamiento, el acusador está plenamente convencido de los «hechos» y el acusado se siente ineludiblemente frustrado.

En nuestra opinión tiene una importancia secundaria comprobar la autenticidad de los hechos. Por una parte, ello es casi imposible. Pero es más importante que, que sea cualquiera el grado en el que el acusado haya incurrido en alguna forma de comportamiento inaceptable, el método del acusador para hacerle frente tan sólo puede perpetuar y exacerbar el problema. ¿Pero qué sucede si el acusado se está realmente comportando bien? ¿Cómo puede convencer a su acusador, el cuál está convencido de que la verdad es muy otra?

La intervención que con frecuencia puede cortar rápidamente tal círculo vicioso de acusaciones irrefutables y de negativas indemostrables exige que ambas partes estén presentes en la sesión. El psicoterapeuta evitará entrar en cualquier discusión acerca de la validez de la acusación o de la defensa. Eludirá esto último afirmando que, puesto que no estaba allí, no le es posible juzgar los «hechos».

Sin embargo, hará observar que puesto que el acusado ha admitido un comportamiento similar en el pasado, el acusador puede, en último término, tener cierta razón. Habiendo reconocido esto, da un paso más indicando que, si bien el acusador cuenta con ciertas pruebas, puede no haber sido lo bastante perspicaz para observar más hechos y que su tarea inmediata, por tanto, habrá de consistir en afinar su percepción, pero que esto requiera la «ayuda» del acusado. Si el problema consiste en la bebida, el acusado recibirá instrucciones en el sentido de no beber durante un día, pero hacer cuanto le sea posible para aparentar que está borracho y beber considerablemente otro día, pero esforzarse por parecer lo más sobrio posible. Se le advierte también que debe hacer esto más de una vez y de un modo irregular. El cónyuge al intentar establecer el diagnóstico correcto podrá verificar la exactitud de su percepción.

En el caso de los padres que acusan a su hijo, menor de edad, de llevar secretamente una conducta irregular, se le da a este último, en presencia de sus padres, una breve lección sobre la «madurez», insistiendo en el hecho de que uno de los aspectos de esta última consiste en «hacer las cosas con arreglo al propio criterio». A fin de desarrollar esta forma de madurez, se le dice que durante la próxima semana haga una o más cosas que puedan gustarle a sus padres y darles satisfacción, pero sin decirles nada al respecto. Se instruye a los padres, a su vez a que «ayuden» a su hijo en la tarea de mantener tales actos en secreto con respecto a ellos, procurando sonsacarle algunos detalles sobre dichos actos. Si al hijo le parece que sus padres le presionan demasiado, puede en último término decir una mentira declarando haber cometido alguna mala acción.

Como puede apreciar el lector, esta intervención abre el callejón sin salida que la familia ha creado con su comportamiento destinado a
«solucionar el problema»
. No pueden continuar jugando al mismo juego de antes, ya que la tarea del acusador consiste ahora en descubrir si y cuando el acusado se está comportando bien, mientras que el acusado no tiene ya motivo alguno para ofrecer negativas indemostrables.

Sabotaje benévolo

Se trata de una intervención eficaz en el tratamiento de otra típica y monótona crisis que se da entre padres y sus hijos menores de edad y rebeldes (si bien es también aplicable a otras situaciones en las que una de las partes se esfuerza intensa, pero inútilmente, por ejercer algún control sobre el comportamiento de la otra). En la mayoría de los casos, el problema es fácil de definir: el muchacho o la muchacha no obedece, no estudia ni tiene su cuarto ordenado; o bien es brusco, desagradecido, llega tarde a casa, fracasa en el colegio, se rodea de malas compañías, probablemente consume drogas, está a punto de entrar en conflictos con la ley o ha incurrido ya en ellos, etc., etc. La situación, por lo general, se repite de un modo estereotipado. La transición que se verifica en un adolescente, desde la niñez a la vida adulta, es uno de los varios períodos de cambio en las familias que exigen correspondientes cambios en cuanto a las normas de sus relaciones mutuas, es decir, cambio 2. Simplificando mucho esto último, mientras que a un niño de ocho años de edad puede bastar con decirle: «Harás lo que te digo, o de lo contrario... », puede ocurrir que el adolescente de catorce años replique: «¿O de lo contrario, qué?» y los padres tienen entonces que apelar al viejo repertorio de sanciones que ya hace años perdieron su eficacia. El sentido común y la receta de «más de lo mismo» del cambio 1 tan sólo conducirán entonces a un callejón sin salida, en el que cuanto más cambien las cosas, más continuarán siendo las mismas. Los padres, por ejemplo, pueden intentar primeramente razonar con el menor, pero esto fracasa, ya que las premisas de su razonamiento son diferentes; entonces impondrán algún castigo leve; el hijo se rebelará con éxito; entonces impondrán más sanciones, las cuales (en virtud de la propiedad d del grupo) tan sólo sirven para provocar más rebeldía, y finalmente la policía y las autoridades que se ocupan de menores serán llamadas para enfrentarse con lo que ya parece un comportamiento claramente recalcitrante e incontrolable
[2]
. Está bastante claro que son las soluciones intentadas quienes crean y mantienen el problema, pero este hecho permanece velado dentro de la ceguera interpersonal tan típica en los conflictos humanos. Los padres no se atreven a relajar su presión, ya que «saben» que el comportamiento de su hijo se les escaparía entonces por completo de las manos; para el hijo, por otra parte, la rebelión es el único modo de asegurarse la supervivencia psicológica contra aquello que, en su opinión, es la amenaza de las constantemente crecientes exigencias paternales. El resultado es un típico problema de puntuación, como lo describimos brevemente en el capítulo II en relación con la propiedad b de grupo. Al observador exterior no le cabe duda de que si una de las partes quisiera hacer menos de lo mismo, la otra seguiría inmediatamente.

A este fin, se instruye a los padres para utilizar un sabotaje benévolo. Éste consiste en adoptar una posición basada en admitir francamente ante el hijo que son incapaces de controlar su comportamiento.
«Deseamos que estés en casa a las once, pero si no estás a esa hora no podemos hacer nada»
; he aquí uno de los posibles mensajes. Dentro de esta nueva estructura, el adolescente se da cuenta rápidamente de que su actitud de defensa y desafío carece ahora de sentido. No resulta fácil desafiar al débil. Se indica luego a los padres que cierren todas las puertas y ventanas de la casa a las once, y que se acuesten, de modo tal que cuando el chico llegue a casa no pueda entrar y tenga que tocar el timbre o golpear la puerta. Luego le han de dejar fuera durante un buen rato, hasta abrirle la puerta, pero no sin preguntar medio dormidos y repetidamente, que quién es. Una vez le hayan abierto, le dirán que sienten haberle dejado fuera tanto tiempo y se volverán a la cama sin preguntarle, como de costumbre, dónde ha estado, por qué vuelve tan tarde, etc. A la mañana siguiente no se referirán para nada a lo sucedido, a no ser que el hijo lo haga, en cuyo caso adoptarán de nuevo una actitud de disculpa por haberle hecho esperar tanto hasta abrir la puerta. A cada fechoría de su hijo, tienen que responder tan pronto como les sea posible con algún acto adicional de sabotaje: si el hijo no hace su cama, la madre la hará por él, pero picará unas cortezas de pan y se las meterá entre las sábanas. Cuando él se queje, admitirá que estaba comiendo pan mientras le hacía la cama y que siente lo ocurrido. Si no guarda nunca bien su ropa, la madre cometerá otro error tonto («No sé qué me pasa estos días que hago una tontería tras otra») y le almidonará la ropa interior o le echará sal en lugar de azúcar en su postre favorito, o bien y como por casualidad, durante la cena le echará encima un vaso de leche cuando se haya arreglado para ir a alguna cita. En ningún momento deben mostrarse los padres sarcásticos o punitivos acerca de tales actos de sabotaje, sino disculparse siempre por ellos.

La tarea de hacer aceptar esta prescripción de comportamiento para con el hijo resulta más fácil en aquellos padres que están furiosos con la conducta del adolescente y que por tanto se muestran dispuestos a llevar a cabo la prescripción para «pagarle en la misma moneda». Pero como puede imaginar el lector, otros padres (y especialmente madres) muestran diversos grados de repugnancia a realizar o incluso a tener en cuenta un plan así. La falta de ganas de «simular», de «jugar a», es aquello con lo que tropezamos con más frecuencia, acompañado por protestas como la siguiente: «No me es posible ser tan vil para con él.»

Así, antes de mencionar siquiera esta intervención, hemos de tener una idea clara del «lenguaje» en que hemos de presentarla. Si los padres se muestran partidarios de la negativa utopía de considerar la vida sembrada de problemas que exigen un constante sacrificio por su parte, se les puede decir que la conducta que se les exige puede representar para ellos un difícil sacrificio, pero su deber de padres exige su cumplimiento. En el caso de padres con una mentalidad más «militar» puede resultar útil mencionar al sargento instructor «blando», quien desea ser considerado «bueno» por los reclutas pero que como resultado de tal «bondad», los soldados llegarán mal preparados al frente y quedarán muy pronto diezmados, mientras que el entrenamiento a que somete a sus reclutas un instructor «duro», probablemente le acarreará el odio de aquellos, pero supondrá una excelente probabilidad de sobrevivir en combate. Una argumentación similar se puede utilizar con aquellos padres que desean el cariño de sus hijos y que por ello temen ser «malos» con ellos. Se les puede criticar por querer hacer tan fácil la educación de los hijos para ellos mismos, pero a expensas de éstos. Otros, a su vez, se muestran más dispuestos a aceptar la mencionada tarea si se les explica que una de las más importantes lecciones que tiene que aprender un adolescente es la de que una mano lava a la otra, y que su hijo no se ha dado probablemente cuenta de lo mucho que les exige sin darles nada o muy poco a cambio. Desde luego se ha de prestar siempre gran atención a la medida en que los padres acepten colaborar conjuntamente en la tarea. Si existen más bien escasas perspectivas de cooperación, se puede inferir una prescripción dentro de la prescripción principal y se les puede decir, por ejemplo, que el más débil de ellos, sin darse cuenta, hará probablemente algo para poner en peligro las posibilidades de éxito, pero que es imposible decir de antemano cuál de ambos se mostrará el más débil.

Gran parte de la eficacia del sabotaje benévolo reside en un doble proceso de reestructuración: le quita al adolescente las ganas de rebelarse, ya que no le deja mucho motivo para ello, y virtualmente invierte la dinámica de la interacción familiar. En una familia típica en la que existe un delincuente juvenil, los padres son abiertamente punitivos y represivos, pero ocultamente permisivos y seductores. El sabotaje benévolo da lugar a una situación en la que se vuelven abiertamente permisivos y desvalidos, pero ocultamente punitivos, y ello de un modo contra el cual el adolescente no puede rebelarse. En lugar de lanzar vanas amenazas, de utilizar razonamientos y exhortaciones, los padres asumen un modo tranquilo, pero mucho más poderoso de manejar a su hijo. Este cambio impide una «solución» inútil que contribuía a mantener el problema.

Los beneficios de la falta de atención

El grado de atención que una persona está dispuesta a prestar a otra es un importante elemento de la naturaleza de su relación y puede llegar a convertirse fácilmente en fuente de problemas. Pero atención y falta de atención son, a su vez, otro par de contrarios que, combinados, dan lugar invariablemente al miembro de identidad y por tanto a un cambio 2 igual a cero. Dentro de este contexto, como en ejemplos análogos anteriormente citados, la solución exige un desplazamiento a una premisa que aparentemente va en contra de todo sentido común. He aquí un ejemplo:

Una joven y entusiasta maestra tiene dificultades con un así llamado estudiante-problema. Mientras que el resto de la clase parece beneficiarse de sus enseñanzas, dicho niño (de ocho años de edad) no progresa nada. La maestra avisa a los padres para que vengan a hablar con ella y averigua que el niño procede de un matrimonio separado, que la madre trabaja y tiene poco tiempo para atender a su hijo, el cual lleva en su casa una vida más bien solitaria. Teniendo en cuenta estos hechos, la maestra decide hacer cuanto puede para compensar tal déficit en la vida del niño, prestándole un máximo de atención. Pero cuanto más lo intenta, menos resultados logra, y ello hace que lo intente más enérgicamente aún. La situación llega a transformarse en un callejón sin salida, en el que no solamente descienden hasta un mínimo los resultados escolares del niño, sino que la maestra comienza a dudar de su propio valor profesional. Sospecha que su nerviosismo tiene algo que ver con el problema y con un típico sentido común intenta «sobreponerse».

A partir de su descripción se desprende bastante claramente que su modo de resolver el problema, es decir, su prestación de una cantidad extraordinaria de atención y ayuda a este niño, ha convertido la dificultad inicial en un problema, y actualmente lo perpetúa. La maestra, desde luego, no se da cuenta, en principio, de esto; con arreglo a su sentido común y a lo que le han enseñado sus cursos de psicología, piensa que el problema reside en las condiciones existentes en el hogar del niño, en su desdichada situación personal, etc., y lo que ella intenta es, desde su punto de vista, el modo correcto de abordar el problema.

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