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Authors: Paul Watzlawick

Es precisa una buena dosis de reestructuración para lograr que cese de intentar «más de lo mismo», es decir: que cese de aislar o discriminar al niño con su atención, y para que le trate más o menos del mismo modo que al resto de la clase. Casi inmediatamente, el niño comienza a intentar llamar la atención de la maestra, primeramente por medio de algunas pequeñas molestias (que se le ha recomendado ignorar) y muy pronto mediante un mejoramiento de sus resultados escolares (que se la ha recomendado premiar mediante un reconocimiento y alabanza inmediatos).

Aun a riesgo de incurrir en repeticiones, deseamos señalar aquí nuevamente que en este caso nos preguntamos qué era lo que estaba sucediendo ahora y aquí, y no por qué se estaba comportando el niño del modo mencionado, por qué la maestra eligió dicho modo de tratar al niño y luego hizo lo que hizo, etc.

Hemos encontrado que el mismo principio de actuación resulta útil para tratar a menores que se escapan de su casa. En la mayoría de los casos, los padres se muestran comprensiblemente preocupados por la desaparición de su hijo, pero también reacios a avisar a las autoridades y emprender los trámites correspondientes; sobre todo si no es la primera vez que ocurre y las fugas anteriores fueron relativamente innocuas. Pero, sin llegar a denunciar oficialmente la fuga de su hijo, los padres hacen todo lo posible por averiguar su paradero. Si se puede persuadir a los padres de no hacer absolutamente nada para buscarle, ni siquiera preguntar a sus amigos, ni intentar saber de él a través de intermediarios, etc., las probabilidades de que el fugitivo desee volver a establecer contacto con ellos muy pronto son por lo general excelentes. Cabe preguntar, desde luego, cómo podemos saber que lo mismo no hubiera sucedido tras haber emprendido los padres, más o menos pronto, una búsqueda. Todo lo que podemos decir es que, a partir de nuestras entrevistas con estos menores, tenemos razones para creer que dan gran importancia al grado de atención que se presta a su huida y que, en consecuencia, la ausencia de noticias acerca de dicha atención constituye una poderosa razón para restablecer el contacto con sus padres, mientras que el saber que se es objeto de una ansiosa búsqueda les hace prolongar una situación que, después de todo, no es sino una variante de su típico «juego» con sus padres.

Una deliberada falta de atención, destinada a lograr atención constituye el núcleo de una historieta del humorista vienes Roda Roda. Los oficiales jóvenes de un regimiento de caballería austríaco, de guarnición en una pequeña y desolada ciudad de Galitzia, vislumbran un solo rayo de esperanza en su monótona rutina militar: la cajera del único café de la ciudad, una joven encantadora y muy atractiva. Sentada tras su caja registradora, sitiada por una multitud de oficiales que la cortejan fogosamente, rechaza coquetamente todas sus proposiciones. El protagonista de la historia está desesperadamente enamorado de ella, pero sabe que difícilmente puede competir con sus compañeros, los otros oficiales. Así pues, adopta una deliberada estrategia de falta de atención: permanece sentado solitariamente en su mesa, vuelto de espaldas a la joven, hasta que al abandonar el café paga su cuenta con estudiada indiferencia. Ello le convierte en el único oficial que no la corteja y, siendo como es la naturaleza humana, despierta enormemente el interés de la chica, de modo tal que finalmente es ella la que va tras él, para asombro de sus camaradas, quienes habían ensayado todo género de seducciones, viendo al final cómo su compañero, que no había hecho «absolutamente nada», era quien obtenía el premio.

Hace años, un uso similar, si bien a la inversa, de atención y falta de atención, formaba parte de la rutina de los noviazgos dentro de la tradición familiar en el este de Europa. Los matrimonios eran arreglados por los padres y, como se comprende, su elección rara vez despertaba gran entusiasmo por parte de los dos futuros esposos. En tales casos, los padres se servían por lo general de los servicios de un casamentero profesional, el cual procedía del modo siguiente: primero visitaba aparte a uno de ambos prometidos, por ejemplo al novio, y le preguntaba si se había enterado de cómo ella le observaba cada vez que él no la miraba. Ya que la respuesta solía ser negativa, le decía que vigilase atentamente, si bien, desde luego, de un modo discreto, y se daría cuenta por sí mismo. Luego hacía lo mismo con la futura novia y así los dos jóvenes acababan interesándose muy pronto el uno por el otro.

Problemas con los estudios

Los esfuerzos realizados por los estudiantes para cumplir con sus deberes universitarios son frecuentemente de una índole típicamente contraproducente y el ejemplo que incluimos a continuación es representativo, mutatis mutandis, de un grupo entero de problemas similares.

Un joven inteligente, que estaba estudiando para lograr su licenciatura, tenía especiales dificultades cuando había que redactar trabajos y se aproximaba la fecha de su presentación. Por temor a la tarea a realizar, la iba posponiendo hasta el último fin de semana, se levantaba temprano el sábado, y luego se sentaba ante su mesa de trabajo, con la mirada fija en un montón de cuartillas y seis lapiceros bien afilados, pero incapaz de escribir ni la primera frase. Con excepción de unas pocas horas de sueño intranquilo en la mañana del domingo, su agonía continuaba e iba en aumento hasta muy tarde en la noche del domingo, cuando sumido en una profunda desesperación, pergeñaba una especie de breve ensayo, copiado en parte de libros de texto, y lo presentaba en la mañana del lunes, en que expiraba el plazo. Cada vez que hacía esto se hallaba convencido de que recibiría una mala calificación, pero por lo general, y siempre para sorpresa suya, su trabajo era aprobado. De modo típico, lo atribuía a algún extraño error o bien al hecho de que el profesor le quería lo bastante como para cerrar los ojos y dejar pasar su deplorable producción. Llegó un momento en que lo único que precisaba para obtener su título eran dos trabajos. Ya que era un típico ejemplo del viajero que encuentra que
«es mejor viajar lleno de esperanza que llegar»
, cayó en una angustiosa orgía de demoras. Cuando nos refirió su problema, había obtenido ya dos prórrogas de la fecha de presentación y no tenía esperanzas de obtener una tercera. A partir de anteriores contactos con él sabíamos que se estaba imponiendo utópicas exigencias acerca de la calidad de su obra, viéndose luego forzado a la demora como la única táctica de evitación que se le ofrecía. Le era particularmente difícil comenzar a escribir, debido a que, redactase como redactase la primera frase, no la consideraba jamás lo suficientemente buena y ello le impedía pensar siquiera en la segunda. La sugerencia más obvia era la de escribir dichos dos trabajos de un modo que le sirviese estrictamente para pasar su examen, pero rechazó esta solución de plano. La idea de producir algo mediocre, a propósito, le parecía inaceptable, si bien tuvo que admitir que el resultado final de su intensa labor era de todos modos bastante mediocre, por lo general. Pero —y ello constituía para él la diferencia esencial— por malo que fuese, constituía después de todo el resultado de una dolorosa, honesta y dura labor. Sin embargo, era ya viernes por la tarde y sabía muy bien que para el lunes por la mañana, ambos trabajos no estarían preparados si seguía su procedimiento habitual. Eventualmente se mostraba dispuesto a establecer un compromiso: escribir un trabajo a su modo y por lo que al otro se refería, iba a hacer el máximo esfuerzo por redactar lo suficiente mal como para obtener la nota mínima para aprobar. Se comprometió sobre todo a no cambiar la primera versión de la primera frase bajo ningún concepto, y a introducir deliberadamente algunos errores en la redacción si al volver a leer el trabajo le parecía demasiado bueno como para una nota mínima.

El lector ya puede imaginarse el resto de la historia. En la sesión siguiente informó que había escrito primeramente «nuestro » trabajo en menos de dos horas, y a continuación se había puesto a realizar «el suyo», que le ocupó prácticamente todo el fin de semana. Cuando le fueron devueltos los trabajos, una vez calificados, tenía una nota mínima en el «suyo» y una buena calificación en el «nuestro». Quedó visiblemente turbado y se preguntaba en qué clase de mundo vivía donde tal cosa podía ocurrir. Como puede verse, en este caso la reestructuración fue debida en su mayor parte a las circunstancias de la situación misma; el inexorable paso del tiempo le forzó sencillamente a abandonar su premisa y nosotros utilizamos tal estado de apremio, además de respetar su necesidad de hacer las cosas lo más difícilmente posible. Desde luego, habría sido menos doloroso para él que hubiésemos logrado reestructurar el problema de un modo más acorde y por lo tanto menos amenazador para su sistema de valores y su concepción de la vida. Mas incluso así, tal experiencia le enseñó, para emplear las palabras de Wittgenstein, un juego diferente en lugar del propio, ya que no pudo continuar jugando ingenuamente este último. En esta sesión tuvo por tanto lugar un cambio persistente, logrado mediante tan sólo un tratamiento de la «cima del iceberg», es decir, sin insight alguno en los motivos y el origen de su perfeccionismo.

Otro modo de enfrentarse con este problema de aplazamiento angustioso, con fútiles esfuerzos de concentración para estudiar, es el de establecer un límite de tiempo. Así por ejemplo, se le pregunta al estudiante el tiempo que puede razonablemente tardar en aprender una lección; digamos, por ejemplo, las nueve de la noche. Luego se le hace prometer que si no termina de aprender la lección a las 9 en punto, quedará libre para hacer lo que quiera con excepción de continuar estudiando. Esta prescripción reestructura el tiempo libre como castigo y con aquellos estudiantes que tienden a pensar en términos de premio y castigo, no es preciso por lo general dar ninguna otra explicación.

Otra técnica útil es también la vinculación de dos problemas, uno de los cuales se prescribe como «castigo» del otro. Así por ejemplo, si un estudiante tiene dificultades tanto con el estudio como con quedar citado con chicas, se puede obtener un cambio en ambas áreas prescribiendo que si fracasa en cumplir una exigencia determinada en cuanto a sus estudios, tiene que aceptar llamar al día siguiente a una chica para quedar citado con ella. El unir problemas de este modo es asimismo el método de elección en muchos otros aparentes callejones sin salida que se dan en las relaciones humanas.

Tratando utopías

El sentido común indica que el mejor modo de enfrentarse con problemas surgidos de la imposición de metas exageradas es señalar sus aspectos impracticables y absurdos, con la esperanza de que el sujeto se dé cuenta de los mismos. Como es casi siempre la regla en los problemas humanos, las soluciones dictadas por el sentido común son las más contraproducentes y en ocasiones, incluso, las más destructivas. Tratar de inyectar «realidad» en utopías establece y mantiene un callejón sin salida mediante la introducción del miembro recíproco (es decir: sentido común contra utopismo). El resultado es una invariación del grupo, ya que, parafraseando a Lao Tse, podemos ver tan sólo al sentido común como tal porque existen utopías.

Esta interdependencia del sentido común y las utopías se hace especialmente evidente cuando nos enfrentamos con ideas de proporciones psicóticas. El paranoico lleno de sospechas patológicas no se tranquiliza lo más mínimo con las tentativas de convencerle de que no tiene nada que temer: «si no tuviesen intención de lastimarme, no intentarían tanto tranquilizarme», es su reacción típica, y aquí también más de lo uno da lugar a más de lo otro.

De modo semejante, una persona que se plantea en la vida metas demasiado sublimes no tendrá en cuenta ninguna tentativa de convencerla para que adopte proyectos más realistas. Para ella, tales consejos no son sino una invitación a resignarse a un modo de vida miserable y deprimente; por tanto, el lenguaje del sentido común resulta el menos adecuado para obtener éxito en estos casos. Lo único que tal persona comprende, pero demasiado bien, es el lenguaje de la utopía. Desde luego la idea de fomentar, en vez de combatir, aquello que precisa ser cambiado, resulta chocante para el sentido común. Pero ya hemos visto que el modo de abordar a un pesimista consiste en enfrentarle con un pesimismo más acentuado aún y, de modo asaz análogo, el que alberga utopías renunciará por lo general más pronto a las mismas si éstas son llevadas más allá de sus propios límites. Los siguientes resúmenes de una entrevista con un estudiante de 29 años muestran esta forma de intervención. (No creemos preciso señalar que lo que sigue no es un informe completo de un caso, ni la intervención una «cura» de la esquizofrenia.)

El paciente informó que acababa de ser dado de alta de un hospital provincial. Había sido ingresado en él tres semanas antes a causa de un estado psicótico agudo:

«Yo tenía tantas alucinaciones... se me escapaban de las manos. El coche se convertía en una nave espacial y el escenario se transformaba como en algo de hace un centenar de años y todo parecía la continuación de... todo parecía la reconstrucción artificial del mundo.»

Tras habérsele preguntado lo que se proponía hacer entonces, nos presentó un plan más bien grandioso. No sólo deseaba ir a Los Ángeles para aprender a tocar el sitar bajo la dirección de Ravi Shankar, sino que esperaba que esta música fuese el medio con el que influiría sobre el mundo occidental. Al mismo tiempo deseaba también estudiar agricultura, a fin de utilizar métodos agrícolas chinos para alimentar a las masas hambrientas del mundo. Cuando el psicoterapeuta se mostró en principio de acuerdo con estos objetivos, pero no los encontró lo bastante grandiosos, el paciente comenzó a hablar de un plan mucho menos ambicioso: ingresar en un sanatorio de readaptación
[3]
, pues durante los dos últimos años había estado muy introvertido y precisaba de cierto feedback social para salir de la profunda sima de su mundo interior. El psicoterapeuta encontró que esta idea era más bien mezquina. Dijo al paciente:

«Si podemos hacer algo aquí, en diez sesiones, debemos intentar al menos poner en claro qué valdría la pena llevar a cabo, tanto desde el punto de vista de ser útil al mundo, como para mostrar que usted ha realizado algo valioso. Se trata, en suma, de hacerse una idea sobre qué dirección hay que tomar.»

En su respuesta, el paciente continuó manteniendo sus puntos de vista grandiosos, pero comenzó a hablar de manera más realista acerca de lo que podía hacer ahora:

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