Cambio. (18 page)

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Authors: Paul Watzlawick

PADRE

Sí.

PSICOTERAPEUTA

Muy bien, cuéntenos lo que pasó.

PADRE

No encontré a nadie que colaborase conmigo.

PSICOTERAPEUTA

(A los hijos.)
Para que os enteréis de lo que sucedió y de lo que estoy hablando: el domingo por la mañana tuve una conversación por teléfono con vuestro padre. Habían tenido una discusión y yo le dije que fuese a esa convención en San Francisco y que se pelease realmente con alguien —ya que vuestro padre ha afirmado aquí (aunque quizás no lo recuerde bien) que cuanto más pelea mejor se encuentra. Yo creía que iba a ser una buena experiencia que tuviese alguna ocasión de enzarzarse con alguien, pero en plan experimental; todo eso para ver cómo establece él las condiciones para una disputa. (Al padre): ¿Y dice que no pudo encontrar a nadie que colaborase con usted?

PADRE

No. Lo he intentado todo. Es realmente divertido. A veces tengo alguna bronca con alguien, pero es de un modo espontáneo. Bueno, a lo que iba..., estaba dispuesto a tener una bronca con cualquiera. Así un amigo y yo pedimos unos
martinis
. Y entonces le dije al del bar que lo quería seco y él dijo: «Es seco», y yo le dije: «Pues se lo va a beber usted... ¿Qué clase de ginebra usa? Usa usted una ginebra dulce. Esto no es un martini seco», le dije. «Póngame usted un martini seco». Y él entonces dijo: «Muy bien; como lo quiere usted» Y entonces me preparó un martini muy bueno. El primero también era probablemente bueno. Usted me dijo que buscase pelea.

PSICOTERAPEUTA

Sí, pero él no quiso tenerla...

PADRE

Sí, no quiso discutir conmigo y me preparó otro martini, haciéndolo con arreglo a mi gusto y yo entonces le dije: «Éste es mucho mejor». «Ya lo tendré presente», contestó. Muy bien, no se puede discutir fácilmente con personas con las que se trata en plan de negocios, aunque en ocasiones me he peleado también con ellas; pero cuando entré en la sala de exhibición aquí, todo el mundo decía que yo había estado enfermo y entonces pregunté a un fulano: «¿Por qué no me ha mandado una tarjeta de buen augurio?», y él dijo: «Lo tendré en cuenta y en cuanto llegue a casa, se la mando». Luego estuve esperando adrede para que pasasen cinco minutos del tiempo que podía estar aparcado mi coche. Luego bajé y le dije al del aparcamiento: «¿Cuánto es?». Me dijo: «Tres dólares y medio», y yo le dije: «Vamos hombre, son sólo tres pavos». Él repuso que tenía que pagar una hora extra, aunque no me había retrasado más que cinco minutos. Me dijo que la tarifa era por hora o fracción. Me cargó 50 centavos y yo intenté discutírselo. Me dijo: «No puedo discutir con usted; todo el mundo me protesta por estas cosas, pero yo no puedo hacer nada. Escriba usted a la dirección». Yo le dije: «Aquí es usted la dirección. Le voy a dar tres dólares y voy a sacar mi coche». A lo que replicó: «Haga lo que quiera. Voy a apuntar su matrícula y se la mandaré al jefe y que él se las entienda con usted». Seguramente tiene que tratar con montones de gente que hace igual que yo y que busca pelea. Así que él tampoco quiso cooperar, pero yo hice el esfuerzo, según lo que usted me dijo. A lo mejor es por seguir sus instrucciones por lo que no hice tan bien el esfuerzo por pelearme. Pero de todos modos me preparé dos ocasiones en las que si alguien hubiese querido hacerme el juego, habría tenido una buena bronca.

PSICOTERAPEUTA

(Mirando fijamente a la madre.)
Claro, si alguien hubiese querido hacerle el juego, sí.

PADRE

Creo que si hubiese logrado que aquel tío hubiese salido de sus casillas, le habría liquidado. Y lo mismo me habría pasado con el camarero del bar.

Como podemos ver, la intervención ejerció dos efectos. Situó al marido en una paradoja del tipo
«¡sé espontáneo!»
, por lo que respecta a sus peleas «espontáneas», y además hizo que la mujer fuese más consciente de cómo contribuía a su problema, más de lo que cualquier explicación o interpretación orientada en sentido de
insight
hubiera podido lograr. O consideremos el frecuente caso del adolescente que se comporta mal y cuyo comportamiento parece ajustarse exactamente al problema marital de sus padres. Así por ejemplo, una hija puede comportarse de un modo muy irrespetuoso y agresivo con respecto a su madre, la cual reacciona luego de un modo que no hace sino profundizar más aún su mutua hostilidad. Se comprende que la madre espere que el padre afirme su autoridad y la ayude a corregir el comportamiento de la hija, pero para pesar suyo encuentra que el marido es demasiado «indulgente» cuando ella se queja de la hija. Con razón o sin ella, le queda la impresión de que padre e hija mantienen una oculta coalición contra ella, es decir, que el padre se alegra en secreto y alienta el comportamiento de la muchacha, acusación indemostrable que él rechazaría airadamente si ella se la expusiese. En estos casos hemos hallado muy útil decirle al padre (en presencia de la madre) que puede restablecer la paz en su hogar fácilmente, si acepta hacer algo que le parecerá más bien raro: echar mano a su portamonedas y darle a la hija 10 centavos cada vez que se muestre insolente con su madre. Deberá llevar a cabo esta instrucción en silencio y como si fuese lo más natural del mundo, y si la hija insiste en saber por qué lo hace, se limitará a decir: «Es que tenía ganas de darte diez centavos». Al impartir esta prescripción, el psicoterapeuta evita quedar envuelto en una argumentación sin salida acerca de si él padre siente «realmente» hostilidad hacia la madre, y si la hija actúa «realmente» de modo tan hostil ante la secreta satisfacción del padre. Las vagas implicaciones simbólicas de la prescripción constituyen una modalidad de «técnica de confusión » por lo que se refiere a la muchacha, y por otra parte proporcionan a la madre la impresión de que el padre está haciendo algo para ayudarla contra la hija, si bien su propósito permanece lo suficientemente poco claro como para evitar que lo utilice en sus argumentos. Como en el primer ejemplo, llevar a cabo esta prescripción hace que se manifieste un comportamiento «espontáneo » que hasta entonces permanecía oculto; no mediante un insight, en el sentido ortodoxo del término, sino mediante una acción específica. Pero una vez que el «juego» se hace patente resulta imposible (en el sentido de Wittgenstein y de Howard, como hemos mencionado en el capítulo VIII) seguir jugándolo como antes, ingenuamente.

Un individuo de veinticinco años que había sido diagnosticado de esquizofrenia y había transcurrido la mayor parte de los diez años anteriores en hospitales mentales o realizando psicoterapia intensiva, fue traído a tratamiento por su madre, la cual pensaba que su hijo estaba al borde de otro brote psicótico. Por entonces estaba arrastrando una existencia marginada en un apartamento, y seguía dos cursos en una escuela superior, en los que estaba fracasando. Mostraba un comportamiento manierístico y con frecuencia «cortésmente» perturbador durante nuestras sesiones. Por lo que a él respectaba, el problema consistía en un desacuerdo, que databa de hacía ya tiempo, entre él y sus padres por lo que se refería a la ayuda económica que estos le brindaban. Se mostraba resentido porque ellos mismos pagaban el alquiler de su apartamento y otros gastos para él «como si fuese un niño». Deseaba que sus padres le asignasen una cantidad mensual adecuada, con la que podría hacer frente por sí mismo a sus gastos. Los padres, por otra parte, pensaban que sus antecedentes, así como su comportamiento actual, indicaban que no podía asumir tales responsabilidades y que malgastaría su dinero. Preferían, por tanto, entregarle su dinero semanalmente, dependiendo la correspondiente cantidad de que se comportase «bien» o «como un loco» durante dicho tiempo. Esto, sin embargo, no lo dijeron nunca claramente, al igual que el hijo no expresó nunca su irritación por dicho arreglo, sino que manifestaba una especie de bobería, que la madre consideraba como una demostración más de incapacidad para manejar sus propios asuntos. Ello aumentaba también sus temores acerca de que iba a ser inevitable otra costosa hospitalización.

En presencia de su madre se le indicó que si se sentía ofendido por el modo de tratarle sus padres desde el punto de vista financiero, tenía todo derecho a defenderse amenazando con causar un gasto mucho mayor, sufriendo otro brote psicótico. El psicoterapeuta realizó luego otras indicaciones concretas acerca de cómo debería comportarse el hijo a fin de dar la impresión de una catástrofe inminente, siendo tales indicaciones en su mayoría reformulaciones del comportamiento algo extraño que estaba manifestando ya de algún modo.

Esta intervención reestructuró el comportamiento «loco» del hijo como algo sobre lo cual tuviese él poder y pudiese, por tanto, utilizar para beneficio suyo; pero la misma reestructuración permitió a la madre contemplar aquel comportamiento en sus justos términos y quedar menos intimidada por él. Uno de los resultados fue que durante su próxima disputa, la madre sencillamente se enfadó con él, le dijo que estaba cansada de tener que arreglar sus asuntos, de actuar como chófer suyo, etc., y estableció una cantidad mensual a él asignada, con la cual podía hacer su hijo lo que le viniese en gana, pues ella no iba a darle más. En la entrevista de seguimiento se demostró que este arreglo funcionaba bien, y tanto es así que el hijo se las arregló para ahorrar suficiente dinero de su asignación mensual y comprarse un coche, que le hacía depender menos aún de su madre.

Divulgar en lugar de ocultar

Existe gran número de problemas cuyo común denominador es cierta clase de inhibición social o de handicap obstaculizador, tratándose o bien de que la persona afectada no puede dejar de hacer algo que no debería hacer o de que, por el contrario, le gustaría hacer algo, pero no puede. En estos casos, la definición del problema es por lo general fácil y la solución intentada implica típicamente algún recurso contraproducente al esfuerzo de voluntad. En contraste con los ejemplos mencionados en la sección precedente, no hay nada oculto por lo que se refiere al problema.

El miedo a hablar en público nos proporciona un buen ejemplo. Lo que más teme la persona es que su tensión se ponga de manifiesto y que eventualmente la domine frente al auditorio. Su comportamiento destinado a solucionar el problema está orientado por tanto principalmente hacia el control y la ocultación de su estado interior: intenta «sobreponerse» e impedir su temblor de manos, hacer que su voz sea firme, aparecer como relajada, etc. Cuanto más tensa está, más intensamente intenta ocultar su tensión y cuanto más lo intenta, más tensa se pone. Aun cuando «ello» no ha sucedido aún, sabe que puede suceder en el próximo instante y puede imaginar el inminente desastre con todo detalle. Así pues, los ingredientes de la situación son éstos: 1) un «problema », la consecuencia de una premisa que para el sujeto es más real que la realidad misma, y 2) tentativas de solución, es decir, comportamientos destinados a solucionar el problema, del tipo de cambio 1, que contribuyen a mantener activo dicho problema y de este modo confirman las premisas que han conducido al mismo. En psicoterapia tradicional, el enfoque correcto se habría de dirigir sobre estas premisas, haciendo conscientes su naturaleza y su origen y considerando al problema (al síntoma) tan sólo como la cúspide del iceberg. En cambio, el enfoque de la psicoterapia breve se dirige sobre la «solución» intentada; se le dice a la persona que ha de preceder su discurso afirmando, de cara al público, que está sumamente nerviosa y que su nerviosismo probablemente la vencerá por completo. Esta prescripción de comportamiento supone una completa inversión de la solución intentada hasta entonces: en lugar de intentar ocultar el síntoma, se lo divulga. Pero ya que la solución intentada es el problema propiamente dicho, este último desaparece junto con la «solución», y con ello desaparece también la premisa subyacente, sin que se dé
insight
alguno.

No es desde luego fácil hacer que alguien lleve a cabo estas instruccciones. En primer lugar no ve por qué debería hacer algo tan contrario a su modo de pensar, como divulgar aquello que más desea mantener oculto. Es en este punto donde resulta más necesaria la capacidad para hablar el propio «lenguaje» del paciente. A un ingeniero o a un técnico electrónico podremos, por tanto, explicar el motivo de esta prescripción de comportamiento en términos de un cambio de mecanismos de feedback negativo a positivo. A un cliente que relacione su problema con una escasa autoestimación, podemos advertirle que tiene evidentemente una necesidad de autocastigo y que ello es un excelente modo de satisfacer tal necesidad. A alguien que esté interesado por el pensamiento y la mística orientales, podremos recordarle lo aparentemente absurdo de los koans del zen. Con el paciente que llega a nosotros con una actitud como queriendo decir: «Aquí estoy, encarguense ustedes de mí», probablemente adoptaríamos una actitud autoritaria y no le daríamos explicación alguna. Con alguien que ofrece escasas perspectivas para cualquier forma de cooperación, hemos de hacer preceder a la prescripción propiamente dicha por la observación de que existe una vía sencilla, pero algo rara para resolver el problema, pero que estamos casi seguros de que el paciente no es la clase de persona que puede utilizar esta solución. Y con respecto a sujetos parecidos a nosotros, podemos incluso dar una lección hablando de la teoría de los grupos, la teoría de los tipos lógicos, de cambio 1 y cambio 2, etc.

Como ya hemos mencionado, la advertencia o el anuncio es la técnica de elección cuando la solución intentada consiste en ocultar. Puede utilizarse por tanto con respecto al rubor, a los temblores nerviosos (como ya lo sugirió Frankl hace años [34, 35]), al temor a aparecer aburrido y a no tener nada que decir a una persona del sexo opuesto (en este caso la advertencia tendrá la adicional ventaja de motivar al compañero a mostrarse particularmente amable y tolerante, fallando así tan autocumpliente profecía), a la frigidez y a la impotencia, y a gran número de problemas similares. Lo interesante es que incluso cuando el sujeto no es capaz de cumplimentar dicha instrucción, el mero hecho de tenerla en cuenta, de ver ahora una posibilidad de salir del atrapamoscas, puede bastar para cambiar lo bastante su comportamiento como para evitar volver a su viejo
«juego»
[1]
, y nada hay tan convincente como el éxito.

Los grandes efectos de pequeñas causas

Hay bastantes personas que viven en un constante temor de cometer errores. Lo más frecuente es que el número y la gravedad de sus errores no resulten superiores a los de otras personas, pero este hecho, asaz evidente, no contribuye en modo alguno a mitigar su ansiedad. Sin embargo, sus preocupaciones les hacen más propensos a cometer fallos y equivocaciones y por lo general son sus tentativas para evitarlos las que preparan el terreno para que sobrevengan.

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