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Authors: Paul Watzlawick

Uno de los más destacados negociadores de la historia moderna fue indudablemente Talleyrand. Lo que realizó en 1814-1815 en Viena para sacar a Francia de una situación comparable tan sólo a Ja de Alemania en 1918— un agresor derrotado, odiado por el resto de Europa, que iba a ser castigado, que iba a ver mermado su territorio y al cual se le iban a exigir pesadas reparaciones— se ha convertido en legendario. Gracias a Talleyrand, Francia resultó ser el auténtico vencedor en el Congreso de Viena, su territorio quedó intacto, su poder y su papel en el continente fueron restaurados, y todo ello sin que se impusiesen sanciones y reparaciones. Desde la iniciación del Congreso fue ésta la finalidad de Talleyrand. Luego aplicó esta finalidad a diversos temas y utilizó aquello que iba más de acuerdo con el modo de pensar y los puntos de vista de un determinado interlocutor. No es preciso decir que tanto sus contemporáneos, como los historiadores, han formulado la típica pregunta: ¿creía lo que decía, o era quizás insincero? No lo sabemos, pero existe una carta que escribió a Madame de Staél desde Viena y que concluye con las palabras siguientes:
«Adiós: no sé lo que realizaremos aquí, pero puedo prometerle un noble lenguaje.»

Mejor que intentar la tarea imposiblemente compleja de mostrar su habilidad única para cambiar las mentes de sus opositores en el Congreso de Viena, ofreceremos como típico ejemplo la descripción realizada por Brinton de cómo aplicó su consumado arte de reestructuración para salvar el puente de Jena en París:

«Los ejércitos aliados habían ocupado París después de Waterloo. El prusiano Blücher quería volar dicho puente, ya que conmemoraba una batalla que los invencibles prusianos, en algún modo, habían perdido. Wellington, que había recibido una mejor educación en los campos de cricket de Eton, dio los primeros pasos para impedir que Blücher volase el puente. Talleyrand, que quizás le había conocido siempre mejor, fue capaz de convencerle por completo con el mero expediente de rebautizar al puente como pont de l'École militaire. Como él mismo hace constar, fue una denominación que satisfizo la salvaje vanidad de los prusianos, y que, con un juego de palabras, constituye quizás una alusión más punzante aún que el nombre original de "puente de Jena". El incidente, en sí insignificante, resulta lo bastante significativo en la vida de Talleyrand y en un mundo que persiste en dar un mentís a aquellas almas confiadas que creen que los hombres no discuten realmente acerca de palabras. Un sujeto más profundo que Talleyrand podría haberse dirigido a Blücher para pedirle que perdonase a sus enemigos, señalándole que el hecho de volar el puente no habría ido de acuerdo con el sermón de la montaña, que la existencia de un puente de Jena no suponía una injuria para Prusia, y unas cuantas objeciones más, basadas en la religión y en el sentido común. Pero, ¿habría sido dicha persona capaz de reconstruir el puente que Blücher ciertamente habría volado?» (26).

Más de cien años después, el rey Christian X de Dinamarca se vio en una situación análoga, cuando los alemanes decidieron aplicar la «solución final» a los judíos daneses, que hasta entonces habían permanecido relativamente seguros. En sus conversaciones con el rey, el emisario especial nazi para cuestiones judías manifestó su deseo de conocer cómo el rey intentaba resolver el problema judío en Dinamarca. Se dice que el rey le respondió con un frío candor:
«No tenemos un problema judío: no nos sentimos inferiores.»
No cabe duda de que se trata de un buen ejemplo de reestructuración. El que fuese una respuesta diplomática capaz de lograr éxito, se trata ya de una cuestión distinta. Pero cuando algún tiempo después los alemanes promulgaron una orden según la cual todos los judíos tenían que llevar un brazalete amarillo con la estrella de David, el rey reestructuró esto con éxito anunciando que no existían diferencias entre un danés y otro, y que por tanto el decreto nazi era aplicable a todos los daneses, queriendo ser él el primero en llevar el brazalete con la estrella de David. La población siguió en masa el ejemplo del rey y los alemanes se vieron obligados a cancelar su orden.

Una modalidad algo distinta de reestructuración, más afín a la
«técnica de confusión»
, fue utilizada por el presidente Kennedy cuando llegó a su grado máximo la crisis cubana. El viernes, 26 de octubre de 1962, Aleksandr Fomin, un miembro principal de la embajada soviética en Washington, se puso en contacto con John Scali, del Departamento de Estado, para una misión semioficial, claramente exploratoria. Deseaba saber con la máxima urgencia si los Estados Unidos se mostrarían favorables a una solución de la crisis, basada en una retirada, supervisada, de los misiles instalados en Cuba, comprometiéndose los soviéticos a no reinstalar missiles en la isla y los Estados Unidos a no invadir Cuba. Esta proposición fue considerada como aceptable y pocas horas después, durante la misma tarde y a través del mismo conducto, la embajada soviética fue informada de acuerdo con la decisión americana. El sábado por la mañana, sin embargo, llegaron noticias oficiales de Moscú, indicando claramente que los Soviets habían cambiado de actitud y solicitaban ahora que la retirada de sus missiles debía ir acompañada paralelamente de un desmantelamiento de las bases norteamericanas de cohetes situadas en Turquía. Tal como lo describe Hilsman en su libro To Move a Nation, Washington apeló entonces a lo que podríamos designar como una aplicación de la
«técnica de la confusión»
:

«Fue Robert Kennedy el que concibió una brillante maniobra diplomática, designada más tarde como el Trollope Play, de acuerdo con una escena reiterada en las novelas de Anthony Trollope, en la que una muchacha interpreta un apretón de mano como una propuesta de matrimonio. Sugirió que se tuviese tan sólo en cuenta el mensaje del viernes (el cable de Khrushchev y el contacto a través de Scali), como si el conflictivo mensaje del sábado, en el que se ponían en relación los missiles de Cuba con las bases americanas en Turquía, sencillamente no existiese. Dicho mensaje, en efecto, había sido ya rechazado en un comunicado público. Lo que había que hacer ahora era responder a las propuestas soviéticas del viernes y difundir públicamente la respuesta, lo cual ejercería una cierta presión política y aumentaría la rapidez de la solución» (45).

Como se sabe mundialmente, los Soviets aceptaron y no intentaron deshacer tal confusión, deliberadamente creada
[9]
.

Y por último, volviendo de los conflictos internacionales a los interpersonales, he aquí otro ejemplo del uso de la confusión puesto al servicio de la reestructuración. Un policía con una habilidad especial para resolver situaciones difíciles de modos poco habituales, utilizando con frecuencia un sentido del humor desarmante, se hallaba imponiendo una multa por una infracción del tráfico, de poca monta, cuando comenzó a juntarse en torno suyo una muchedumbre hostil. En el momento de entregar al infractor la notificación de la multa, la hostilidad de la multitud iba en aumento y el sargento no estaba muy seguro de poder llegar sano y salvo a su coche. Se le ocurrió entonces anunciar en alta voz:
«Acaban ustedes de ser testigos de la imposición de una multa por un miembro del departamento de policía de Oakland.»
Mientras que los circunstantes buscaban perplejos el sentido profundo de una comunicación tan obvia, subió rápidamente a su coche y partió. El lector advertirá que en este caso el efecto de reestructuración se llevó a cabo a través de un comunicado excesivamente obvio y por ende creador de confusión, disipando así el ambiente hostil creado en la multitud- Este ejemplo se sitúa así, en cierto modo, entre la afirmación del doctor Erickson
«Son exactamente las dos y diez»
y el episodio del oficial francés que logró despejar la plaza de la ciudad reestructurando la situación con suma cortesía. Resolvió el problema sin disparar un solo tiro, presentando a la multitud una nueva definición de las mismas circunstancias e induciéndola así a considerar la situación dentro de esta nueva estructura, actuando de acuerdo con ello.

IX. La práctica del cambio

La mente no creadora puede detectar malas respuestas, pero es necesaria una mente creadora para descubrir malas preguntas.

ANTHONY JAY, Management and Machiavelli

En las páginas precedentes hemos señalado principios acerca de la formación y de la solución de problemas. Nos queda ahora por mostrar cómo pueden ser mejor aplicados dichos principios al tratamiento práctico de los problemas humanos. En el presente capítulo nos referiremos sobre todo a nuestra labor en el Centro de Psicoterapia Breve; mas aun cuando ello acentúe claramente los aspectos psicoterápicos de nuestro material, el lector advertirá que la mayor parte de cuanto afirmamos es igualmente aplicable a contextos no clínicos y no psicoterápicos. En efecto, desde nuestro punto de vista la labor clínica constituye tan sólo un caso especial del campo, mucho más amplio, de la resolución de problemas.

Abordar un problema teniendo en cuenta los principios antes mencionados, conduce a la formulación y aplicación de un procedimiento en cuatro etapas. Dichas etapas son las siguientes:

1.
una clara definición del problema en términos concretos;

2.
una investigación de las soluciones hasta ahora intentadas;

3.
una clara definición del cambio concreto a realizar;

4.
la formulación y puesta en marcha de un plan para producir dicho cambio
[1]

Por lo que se refiere a la
primera etapa
, es obvio que a fin de poderse resolver, un problema ha de ser ante todo un problema. Lo que queremos decir con esto es que la traducción a términos concretos de un problema vagamente formulado permite la distinción crucial entre problemas y pseudoproblemas. En este último caso, la elucidación no da lugar a una solución, sino a una disolución de las correspondientes quejas. Esto, desde luego, no excluye que queden dificultades para la cual no exista remedio conocido y que se hayan de conllevar. Así por ejemplo, nadie en sus cabales intentaría encontrar una solución a la muerte de un ser amado o al pánico producido por un terremoto, con excepción quizás de ciertas casas de productos farmacéuticos, las cuales, al anunciarlos formulan la utópica afirmación de que toda manifestación de malestar emocional es patológica y, por ende, puede (y debe) ser combatida mediante fármacos (71). Por otra parte, si una queja no está basada en un pseudoproblema, la realización de la primera etapa revelará el problema en términos tan concretos como sea posible y ello constituye una lógica condición previa en la búsqueda de su solución.

Poco más necesitamos decir acerca de la
segunda etapa
. A través de los precedentes capítulos hemos estudiado cómo se crean los problemas y cómo son mantenidos mediante tentativas erróneas para resolver una dificultad. Una cuidadosa exploración de estas tentativas de solución no sólo muestra qué clase de cambio no ha de ser intentada, sino que revela también qué es lo que mantiene la situación que ha de ser cambiada y dónde, por tanto, ha de ser aplicado el cambio.

La
tercera etapa
, con su implícita demanda de una meta concretamente definible y prácticamente alcanzable, protege al propio solucionador del problema contra el hecho de quedar encerrado en soluciones erróneas, complicando de este modo, más que resolviendo, el problema. Ya hemos visto cómo, en nombre de una psicoterapia, una meta utópica puede convertirse en una patología. El psicoterapeuta que introduce una meta utópica o vaga, o bien la acepta a partir de su paciente, termina tratando involuntariamente una condición patológica que ha ayudado a crear y que es luego mantenida mediante la psicoterapia. No es de sorprender que bajo tales circunstancias, el tratamiento sea largo y dificultoso. Si los síntomas aparentes son típicamente considerados como la cúspide del mencionado y mítico iceberg, se verifica una reestructuración negativa, con la cual se hace tan compleja y profundamente arraigada una dificultad existente, que tan sólo complejos y profundos procedimientos ofrecen esperanza alguna de cambio. El solucionador de problemas que suscriba la hipótesis del iceberg por lo que se refiere a los problemas humanos (y en especial a los de índole emocional) y plantee sus metas de acuerdo con ella, creará fácilmente un efecto Rosenthal
[2]
y a consecuencia de ello, el camino hacia la solución será largo, tortuoso e incluso peligroso. En contraste con ello, nuestra labor nos ha enseñado que la fijación de una meta definida y concreta da lugar a un efecto Rosenthal positivo. La necesidad de iniciar un tratamiento con una meta claramente definida y concreta es recientemente admitida por multitud de psicoterapeutas interesados en intervenciones breves; ver a este respecto las numerosas referencias mencionadas por Barten (15). Pero la delimitación de las quejas del paciente sobre un fondo inmenso y vago no es, con frecuencia, ni sencilla ni fácil. Como ya hemos mencionado, muchas personas que buscan ayuda con respecto a un problema describen el cambio deseado en términos al parecer plenos de sentido, pero en realidad carentes de utilidad práctica: desean ser más felices, o comunicar mejor con sus cónyuges, sacar más provecho de la vida, preocuparse menos, etc., etc. Pero es la gran vaguedad de estas metas lo que hace imposible alcanzarlas. Si se les insiste para que
especifiquen
aquello que quieren les suceda (o les deje de suceder) para ser más felices o para comunicar mejor, etc., se sienten con frecuencia desorientados. Esta desorientación no es debida, en primer término, al hecho de que, sencillamente, no hayan encontrado aún la respuesta correcta a su problema, sino más bien a que, sobre todo, están planteando una cuestión equivocada. Com afirmó ya Wittgenstein hace medio siglo,
«si una respuesta no puede ser expresada, tampoco puede serlo la correspondiente pregunta»
(102). Pero además de tener en cuenta la «pregunta correcta» y definir así la meta en términos concretos, intentamos poner también un límite de tiempo al proceso de cambio. Estamos plenamente de acuerdo con aquellos psicoterapeutas que han observado que un tratamiento al que se ha impuesto un límite de tiempo aumenta las posibilidades de éxito, mientras que las psicoterapias a largo plazo, sin fijación de término, suelen prolongarse hasta que el paciente advierte que tal tratamiento puede continuar de un modo indefinido y lo termina. Hemos observado que en la medida en que un paciente alcanza una meta concreta o se siente de acuerdo con ella (sin que importe lo grande y monolítico que le parezca su problema), se hallará también de acuerdo en fijar un tiempo límite, que en nuestro Centro es habitualmente de un máximo de diez sesiones
[3]
.

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