Canción Élfica (36 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Después de que Danilo abandonara la torre de Báculo Oscuro, Khelben Arunsun echó a andar por el pasadizo subterráneo que conducía al palacio de Piergeiron. En virtud de su cargo, el noble dirigía las fuerzas combinadas de la guardia y la vigilancia, y sus órdenes serían necesarias para arrestar a personas importantes como Hhune y lady Thione.

La presencia de Hhune en Aguas Profundas había sido detectada, y la verdad es que lo vigilaban estrechamente. Como jefe de cofradía, Hhune era una fuerza poderosa en Tethyr, por eso su conexión con los Caballeros del Escudo resultaba inquietante para muchos porque combinaba dos poderes hostiles a Aguas Profundas y a sus Señores. Sin embargo, también era un mercader rico, y éstos siempre eran bien recibidos en Aguas Profundas. Si se le negaba la entrada, Piergeiron ponía en riesgo el comercio entre Aguas Profundas y Tethyr. Era un asunto delicado, y decidiese lo que decidiera el Primer Señor, no sería del todo adecuado.

La entrada de Khelben en el palacio quedaba oculta en una pequeña antesala. El archimago caminó a grandes zancadas por los pasillos en dirección a la sala del consejo, percibiendo en su persona en todo momento los cautelosos ojos de la guardia de Piergeiron. Incluso allí notó cansinamente que no podía escapar al atajo de recelos que las canciones de los bardos habían cernido sobre él.

—Haré lo que pueda —prometió Piergeiron en cuanto Khelben le puso al corriente de la historia—, pero cuesta creer que Lucía Thione esté conectada con los Caballeros del Escudo. Necesitaremos más pruebas de su culpabilidad antes de emprender acciones contra alguien tan poderoso y popular. Una sentencia rápida de manos de los Señores de Aguas Profundas podría provocar resentimiento y revuelo. Nuestra decisión de censurar a los bardos fue muy impopular y tuvo consecuencias desastrosas.

—Al menos haz que la vigilen —insistió el archimago.

Piergeiron esbozó una mueca y señaló la ventana arqueada de la sala de audiencias.

—Eso será difícil de momento. Dudo que ella, ni ninguna otra persona, vaya a ninguna parte hasta que cese la tormenta.

Khelben echó un vistazo hacia la ventana detrás de la que restallaban relámpagos azules en contraste con cargadas nubes de color púrpura.

—Tiempo de brujería —musitó, y el eco de un trueno pareció subrayar sus palabras.

—En ese caso, ¿puedes contrarrestarlo? —preguntó ansioso el Primer Señor.

—No sin cierta arpa elfa.

—¿De veras? No sabía que supieras tocar.

—No sé —respondió el archimago con una ceñuda sonrisa—, pero empiezo a pensar que debería haber aprendido.

A media tarde, el cielo se veía negro como noche cerrada. La lluvia repicaba sobre el mercado exterior y había obligado a mercaderes y tenderos, actores callejeros y hasta delincuentes a huir en busca de cobijo. Las tabernas, las salas de fiesta y las tiendas estaban a rebosar porque los habitantes de la ciudad y los visitantes buscaban un lugar donde escapar de la violenta granizada. La lluvia caía sin cesar, y pasó la hora del crepúsculo, que por lo general era el inicio oficial del Solsticio de Verano. En todas las tabernas y salas de la ciudad, los bardos y los actores recitaban a sus cautivas audiencias historias de las desgracias que habían acaecido en el pasado tras noches del Solsticio de Verano en que había habido tormenta.

Danilo estaba a solas en la calle mientras se apresuraba bajo la lluvia para llegar a la taberna La Piedra Elfa, un lugar muy apropiado para un bardo semielfo. Al fin y al cabo, quizá pudiese obtener información sobre el arpa Alondra Matutina. Entró en la concurrida estancia —por una vez la taberna había abierto sus puertas a miembros de todas las razas—, y dio la capa empapada a un sirviente elfo.

Danilo se abrió paso entre la muchedumbre hasta la chimenea. Estaba empapado hasta los huesos, cansado y cada vez menos seguro de tener éxito. Todos sus esfuerzos para encontrar a Vartain habían sido en vano. Danilo y sus amigos habían escudriñado todos los lugares y habían preguntado por toda la ciudad, pero era como si el maestro de acertijos hubiese pasado a otra dimensión. Al final, Danilo había dejado a un exhausto Wyn en su propia casa de la ciudad para que descansara y Morgalla había decidido al final hacerle compañía por miedo a no ser bien recibida en una taberna elfa. Con un profundo suspiro, Dan alargó las manos con las palmas abiertas hacia el calor del fuego, con las esperanza de recuperar parte del tacto que sus embotados dedos habían perdido.

—Bienvenido, joven bardo —saludó una voz seca y anciana a la altura de su codo. Bajó la vista y se encontró con el rostro enjuto y patricio del sacerdote elfo Evindal Duirsar—. Me levantaría para saludarle, pero temo que alguien me quite la silla —comentó el elfo con humor mientras contemplaba la muchedumbre. La taberna estaba repleta de gente de pie y pocos de los clientes hoscos y empapados que había habrían respetado la edad o posición del patriarca. Ante una invitación del elfo, Danilo cogió uno de los leños que había para la chimenea e improvisó una silla ante la pequeña mesa.

—Tu fama se ha multiplicado desde la última vez que nos vimos —comentó el patriarca.

—No tanto como las dificultades —musitó Danilo mientras recordaba otra de sus responsabilidades: el resto de los mercenarios de Elaith llegaría a Aguas Profundas en unos días y con ellos vendría el eremita elfo chiflado de Taskerleigh. Dan preguntó a Evindal si el templo aceptaría al elfo como pupilo y el patriarca escuchó la historia con interés.

—Sin lugar a dudas, esa alma desafortunada será bien recibida en el templo, pero ahora cuéntame más cosas sobre tu reciente viaje.

Danilo desgranó a aquel elfo sabio y compasivo el relato de una búsqueda que se había torcido desde el principio, desde el encuentro con el dragón a su colaboración con Elaith o las crecientes críticas contra su tío el archimago. Le contó a Evindal su esfuerzo por aprender el arte del canto elfo y acabó hablándole del pergamino hechizado y del complot contra la ciudad. Al final, habló del arpa Alondra Matutina, de sus poderes y sus retos.

—He prometido dar el arpa a Elaith Craulnober cuando todo acabe —concluyó Danilo.

—Teniendo en cuenta todo lo que se dice de él, es lógico que pienses que utilizará el poder de ese artefacto para fines maléficos —afirmó el patriarca en tono pensativo y, tras un momento de silencio, se levantó de la mesa—. Nada más puedes hacer aquí y encontrarás varias de las respuestas que buscas en el templo. Vamos allí de inmediato.

A pesar de su sorpresa, la educación del Arpista le hizo ponerse también de pie.

—¿Se permite la entrada a los humanos?

—En determinadas circunstancias, sí. Eres amigo de nuestra gente y te esfuerzas por recuperar un artilugio elfo que está en manos de alguien que lo utiliza con deshonor. Debemos ayudarte en tu empeño. Además, nos has confiado un pupilo elfo para que lo cuidemos, así que me parece justo que conozcas a otro pupilo del templo para que sepas cómo honramos la confianza que has depositado en nosotros.

El patriarca se abrió paso hacia la puerta principal.

—La lluvia sigue empapando las calles —observó Danilo.

—Sí —convino el elfo, pero acto seguido echó a andar bajo la lluvia.

El Arpista se apresuró a seguirlo. Al cabo de un rato llegaron a una majestuosa escalinata de mármol blanco que conducía a un complejo de líneas curvas que se veía rodeado de plantas en flor. Subieron la escalera y se introdujeron en un corredor donde un sirviente elfo les sujetó las capas. Evindal condujo a Danilo por un pasillo con puertas a ambos lados. Llamó con los nudillos a una de ellas y luego abrió una rendija para asomarse al interior.

—Entra en silencio —le indicó el elfo, mientras desaparecía por la puerta.

Danilo lo siguió presa de la curiosidad. La estancia se veía suavemente iluminada por varias bolas resplandecientes de luz blanca que flotaban en el aire, y estaba amueblada con cómodas butacas, una mesa baja y un diminuto taburete, además de una cama de reducidas dimensiones. No se habían escatimado lujos en la habitación, porque la tapicería de las butacas era delicada y costosa, y por todos lados se veían juguetes maravillosos. En una cesta de terciopelo situada cerca de la cama había un gato amarillo enroscado y en una esquina se veía a una mujer elfa vestida de blanco que sonrió a Danilo mientras señalaba hacia la cama.

El Arpista dio un paso adelante y observó el interior. Allí, dormida, había una niña elfa, quizá la niña más hermosa que había visto nunca. Una mata de ensortijados rizos plateados le enmarcaba el rostro y tenía un diminuto pulgar dorado metido en la boca. Los extremos de sus diminutas orejas elfas se veían todavía tiernos y apenas se curvaban. Tenía las facciones diminutas y delicadas y la tez se veía a la vez sonrosada y dorada a la suave luz de la estancia.

—¿Quién es? —susurró Danilo.

—Te presento a lady Azariah Craulnober —respondió Evindal con voz suave.

Danilo alzó la vista, sorprendido.

—¿La hija de Elaith?

—Eso es. La última primavera, su compañera elfa le dio una hija. Fue un embarazo inesperado y lleno de dificultades desde el principio. La madre murió al dar a luz, dejando a nuestro mutuo amigo una heredera. A medida que pasaba el tiempo, pareció importante para él que su hija recibiese lo que por derecho de nacimiento le pertenecía y acudió a mí para preguntarme qué debía hacer para devolver la magia a su hoja de luna. Le ordené que recuperara un artefacto y lo devolviese al templo. Ahora lleva la espada según las leyes y las tradiciones elfas, pero no te aburriré con los detalles.

—Ya veo —repuso Danilo con lentitud. Recordó la expresión herida de Elaith cuando Wyn Bosque Ceniciento había mencionado que en el templo elfo sólo vivían los enfermos y los proscritos. Aunque era difícil imaginarse a aquella hermosa niña como una proscrita social, por causa de los actos de Elaith no tenía ni honor ni herencia. De repente, las acciones del elfo le parecieron al Arpista llenas de sentido y se preguntó si el propósito verdadero de la búsqueda sería también tan claro para Elaith.

—Supongo que piensa que el artefacto le servirá como pago, como se paga a los brujos o a los clérigos para que realicen algún hechizo poderoso —comentó Danilo.

La sonrisa de Evindal era triste.

—Lo conoces bien. Encontrar un artefacto es tarea difícil, y una búsqueda de esas características cambia sin duda a todo aquel que la emprende. Yo confiaba en que al encontrar el arpa elfa, Elaith Craulnober llegara a recordar quién era, pero por todo lo que me has contado, parece que no es así.

Salieron en silencio de la habitación.

—Deberías descansar amigo mío —le dijo el patriarca—. Poco más podrás hacer esta noche. Si te apetece, puedes quedarte en el templo esta noche.

El elfo sonrió de repente.

—De improviso se me ha ocurrido pensar que hace mucho tiempo que el templo no se ve agraciado por la presencia de un rapsoda del hechizo.

—La vida está cuajada de este tipo de ironías —murmuró Danilo.

La risa sofocada de Evindal resonó por los silenciosos pasillos.

Aquella misma noche, más tarde, un gélido viento del este condujo la tormenta hacia el mar y los habitantes de Aguas Profundas pudieron aventurarse fuera de sus escondrijos. La calma que sucedió a la tormenta parecía irreal, y a los ojos de Caladorn la ciudad parecía tan desmoralizada como sus propios luchadores.

Mientras regresaba a casa esquivando charcos y bancos de niebla, los pensamientos de Caladorn se dirigieron hacia sus compañeros marinos y en cómo iban a comportarse sus barcos con la tormenta que se acercaba. Casi envidiaba su suerte por tener que enfrentarse a un peligro tan palpable como la cólera de Umberlee, porque al menos la diosa del mar y de las tempestades era una fuerza que podía comprenderse y apaciguarse. En cambio, las amenazas a su adorada ciudad de Aguas Profundas, y a su propia paz espiritual, eran mucho más complejas.

Para su sorpresa, se encontró que Lucía lo esperaba en la puerta de su casa. Lo recibió con un cálido abrazo y un vaso de su vino favorito.

—¿Dónde está Antony? —preguntó Caladorn mientras miraba por encima de su negra cabeza en dirección a la cocina. El piso inferior de su hogar se veía inusualmente frío y poco acogedor, y no era eso lo que habría esperado él de su competente mayordomo. Caladorn estaba cansado y hambriento, y disgustado con la vida; en definitiva, no estaba de humor para soportar una incompetencia doméstica.

—Oh, le di la noche libre —respondió la noble mujer despreocupadamente—. Esta noche me ocuparé personalmente de tus necesidades. —Después de darle otro beso, se fue a la cocina a vigilar cómo andaba la cena.

Mientras, Caladorn observó cómo se alejaba. No cesaba de dar vueltas en su cabeza a las acusaciones de Danilo Thann. No quería creer eso de Lucía, de hecho, ¡no se lo creía!, pero no podía descartar la idea. De repente, se le ocurrió que no se olía a comida, cuando, por lo general, en el piso inferior flotaban siempre fragancias de carne asada, verdura hervida y pan fresco.

Caladorn miró el vaso de vino que tenía en la mano y, tras un momento de indecisión, lo vertió en una maceta.

Tras esperar un rato apropiado en la fría oscuridad de la cocina, Lucía regresó a la sala y se encontró con Caladorn tumbado de bruces en el suelo. Recogió con rapidez el vaso y vio que lo había apurado del todo. Antony había muerto con la mitad de dosis, y la postura atormentada y retorcida en que yacía su joven amante sugería que había sufrido el mismo efecto corrosivo del ácido con tanto dolor como su mayordomo. Era una lástima, pero nada podía hacer. De todas las pociones de Diloontier, aquella era la más rápida y Lucía iba justa de tiempo.

Con movimientos rápidos y expertos, palpó el cuerpo de Caladorn en busca de las llaves y, cuando encontró la pequeña arandela de donde colgaban un puñado, se volvió y subió las escaleras de dos en dos. Regresó al cabo de un momento, con una caja larga en las manos y una capa oscura y con capucha que le mantenía a cubierto el rostro y su forma. Con ese atuendo, Lucía Thione salió de casa de su amante por última vez sin ni siquiera mirar atrás.

Tan obsesionada estaba con su propósito, que ni siquiera vio cómo se marchitaba de pronto la planta que había junto al cuerpo de su amante.

El silencio se cernió sobre el salón durante largo rato. En cuanto se hubo cerciorado de que Lucía se había ido, Caladorn se puso de pie. El dolor que sentía en su corazón y el vacío que le arrasaba el alma eran mucho más agudos que cualquier herida que hubiese recibido nunca.

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