Casa desolada (112 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Y al dar un beso a mi niña vi que dormía con una mano bajo la almohada, de modo que quedaba oculta. ¡Cuánto menos buena debía ser yo de lo que me creían, y cuánto menos de lo que pensaba yo misma, para no ocuparme más de mi propio buen ánimo y mi contento, y pensar que bastaba con mi voluntad para tranquilizar a mi querida muchachita y darle ánimo!

Pero me acosté autoengañada en esa creencia. Y con ella me desperté al día siguiente, para encontrarme con que persistía la misma sombra entre ella y yo.

51. Se aclaran las cosas

Cuando el señor Woodcourt llegó a Londres se fue el mismo día al bufete del señor Vholes, en Symond's Inn. Porque jamás, desde el momento en que le rogué que fuera un amigo para Richard, olvidó aquella promesa, ni la descuidó. Me dijo que aceptaba aquel encargo como algo sagrado, y siempre se comportó fielmente al respecto. Se encontró al señor Vholes en su despacho y le comunicó que Richard le había pedido que fuera allí a preguntar sus señas.

—Exactamente, señor mío —dijo el señor Vholes—, y las señas del señor no están a 100 millas de aquí; no señor, no están a 100 millas de aquí. ¿Quiere usted sentarse, caballero?

El señor Woodcourt dio las gracias al señor Vholes, pero no tenía otra pregunta que hacerle que la ya expuesta.

—Exactamente, señor mío. Creo, caballero —continuó el señor Vholes, insistiendo todavía discretamente en que tomara asiento, meramente con no darle las señas—, que tiene usted influencia con el señor C. Tengo conciencia de ello.

—Pues yo no la tengo —respondió el señor Woodcourt—, pero si usted lo dice, sus motivos tendrá.

—Caballero —replicó el señor Vholes, siempre tan contenido, tanto en su tono de voz como en todo lo demás—, es parte de mi función profesional decir las cosas con motivo. Es parte de mi función profesional estudiar y comprender a un caballero que me confía sus intereses. Y no voy a faltar a mi capacidad profesional a sabiendas, caballero. Puedo, aun con la mejor de mis intenciones, faltar a ella, señor mío, pero nunca a sabiendas.

El señor Woodcourt volvió a mencionar la cuestión de las señas.

—Permítame, señor mío —dijo el señor Vholes—. Tenga usted un momento de paciencia. Caballero, el señor C. está jugando una partida muy fuerte y no la puede jugar sin… ¿necesito decir sin qué?

—¿Dinero, supongo?

—Caballero —contestó el señor Vholes—, para ser honrado con usted (y la honradez es mi regla dorada, tanto si me hace ganar como perder, y veo que generalmente pierdo), dinero es la palabra exacta. Ahora bien, señor mío, no voy a expresar ninguna opinión acerca de las posibilidades que tiene el señor C. en esa partida,
ninguna
opción. Es posible que fuera una imprudencia por parte del señor C. dejar la partida después de jugarla tanto tiempo y con apuestas tan altas, y es posible que fuera lo contrario. Yo no digo nada. No, señor; nada —siguió el señor Vholes, poniendo la mano en el escritorio, con un gesto definitivo.

—Parece usted olvidar —replicó el señor Woodcourt— que no le he pedido que me diga nada y que no tengo ningún interés en nada de lo que diga usted.

—¡Perdóneme, señor mío! —replicó el señor Vholes—, pero se hace usted una injusticia. ¡No, señor! No va usted a cometer una injusticia consigo mismo…, no la va a cometer en mi bufete y a sabiendas mías. A usted le interesan todas y cada una de las cosas relativas a su amigo. Conozco lo suficiente la naturaleza humana, caballero, como para admitir ni por un instante que un caballero de su aspecto no sienta interés por todo lo relativo a un amigo suyo.

—Bien —dijo el señor Woodcourt—, es posible. Ahora lo que más me interesa son sus señas.

—(El número caballero) —dijo el señor Vholes entre paréntesis— (creo que ya lo he mencionado). Si el señor C. desea seguir jugando esta partida tan fuerte, ha de disponer de fondos. ¡Entiéndame! Por ahora hay fondos disponibles. Yo no pido nada; hay fondos disponibles. Pero, para seguir jugando, hay que contar con más fondos, salvo que el señor C. quiera tirar por la borda lo que ya ha apostado, cosa que depende única y exclusivamente de él. Esto se lo digo abiertamente, señor mío, como amigo que es usted del señor C. Si no hay fondos, siempre celebraré ir a los Tribunales a actuar en nombre del señor C, en la medida en que todas las costas que ello represente puedan cargarse a la herencia; nada más. No podría hacer nada más, señor mío, sin hacer daño a alguien. Habría de perjudicar a mis tres queridas hijas o a mi venerable padre, que depende totalmente de mí, allá en el Valle de Taunton, o a alguna otra persona. Y yo estoy decidido (puede usted considerarlo una debilidad o una locura) a no perjudicar a nadie.

El señor Woodcourt contestó en tono bastante severo que celebraba saberlo.

—Abrigo el deseo, señor mío —continuó el señor Vholes— de dejar a mi muerte una buena reputación. Por ello aprovecho toda oportunidad posible de decir abiertamente a un amigo del señor C cuál es la situación del señor C. En cuanto a mí mismo, señor mío, el obrero es digno de su salario. Si me comprometo a arrimar el hombro, lo arrimo, y me gano lo que cobro. Para eso estoy aquí. Ése es el objeto de tener mi nombre pintado en la puerta.

—¿Y las señas del señor Carstone, señor Vholes?

—Señor mío —contestó el señor Vholes—, como creo haber mencionado son las de al lado. En el segundo piso hallará usted el apartamento del señor C. El señor C. desea estar al lado de su asesor profesional, y yo disto mucho de oponerme, pues me agrada que se me consulte. Tras oír esto el señor Woodcourt se despidió del señor Vholes y fue en busca de Richard, y entonces empezó a comprender claramente por qué había cambiado tanto de aspecto.

Lo encontró en una habitación oscura y mal amueblada, en situación parecida a como lo había encontrado yo poco antes en su habitación del cuartel, salvo que no estaba escribiendo, sino sentado con un libro ante sí, pero con la mirada y el pensamiento muy lejos de allí. Como daba la casualidad de que la puerta estaba abierta, el señor Woodcourt lo estuvo mirando un momento sin ser visto él, y me dijo que nunca podría olvidar lo demacrada que tenía la cara y lo triste de su aspecto antes de que saliera de su ensueño.

—¡Woodcourt, amigo mío! —exclamó Richard, levantándose con las manos extendidas—, apareces ante mí como un fantasma.

—Pero amistoso —le contestó—, y sin esperar, como los fantasmas, a qué vengan a mí. ¿Cómo va el mundo de los mortales? —ya se habían sentado en sillas próximas.

—Bastante mal y bastante lento —dijo Richard—, al menos por lo que respecta a mi parte de él.

—¿Qué parte es esa?

—La parte de la Cancillería.

—Nunca he sabido —contestó el señor Woodcourt— que en esa parte nada fuera bien.

—Ni yo —dijo Richard melancólicamente—. Ni nadie.

Se recuperó en un momento y dijo con su franqueza natural:

—Woodcourt, lamentaría mucho que se me entendiera mal, aunque con ello ganara en tu estima. Debes saber que llevo mucho tiempo en que no hago nada bien. No he pretendido hacer demasiado daño, pero parece que no he sido capaz de hacer otra cosa. Quizá hubiera hecho mejor en no meterme en la red en la que me ha atrapado el destino, pero creo que no, aunque me atrevo a decir que dentro de poco oirás, si es que no has oído ya, una opinión muy diferente. Para abreviar, me temo que antes me faltaba un objetivo, pero ahora tengo un objetivo, o más bien él me tiene a mí, y ya es demasiado tarde para pensármelo. Tómame como soy y aprovecha sólo mis buenos aspectos.

—Trato hecho —dijo el señor Woodcourt—, y tú haz lo mismo conmigo.

—¡Bueno! Tú —replicó Richard— puedes practicar tu arte como algo valioso en sí mismo, puedes echar mano al arado y no deshacer nunca el surco, y puedes encontrar un objetivo en cualquier parte. Tú y yo somos personajes muy diferentes.

Hablaba con pena, y volvió a caer un momento en su tristeza.

—¡Bueno, bueno! —exclamó saliendo de ella—. Todo tiene un final. ¡Ya veremos! ¿Así que estás dispuesto a tomarme como soy y aceptarme tal cual?

—¡Sí! Te lo aseguro —para confirmar lo cual se dieron un apretón de manos, sonrientes, pero muy en serio. Respecto de uno de ellos lo puedo confirmar desde el fondo de mi corazón.

—Me vienes como anillo al dedo —dijo Richard—, porque desde que estoy aquí no he visto a nadie más que a Vholes. Woodcourt, hay un tema que desearía mencionar, de una vez para siempre, al comienzo de nuestro trato. Me atrevo a decir que ya sabes que tengo mucho cariño a mi prima Ada.

El señor Woodcourt replicó que ya se lo había sugerido yo.

—Te ruego —comentó Richard— que no me creas un monstruo de egoísmo. No te creas que me estoy partiendo la cabeza y casi el corazón por este siniestro pleito en Cancillería, sólo por mis propios intereses y derechos. Los de Ada son afines a los míos; no se pueden separar. Vholes está trabajando en pro de ambos. ¡Te ruego que lo tengas en cuenta!

Tanto le preocupaba aquello que el señor Woodcourt le dio las más firmes seguridades de que no tenía una mala opinión de él.

—Comprenderás —dijo Richard en un tono un tanto patético al insistir a este respecto, aunque era sincero y no fingía nada— que ante una persona digna como tú, que vienes aquí a mostrar una cara amiga, no puedo soportar la idea de aparecer como un egoísta y un mezquino. Quiero que Ada tenga lo que es justo, Woodcourt, y no sólo lo tenga yo; quiero hacer todo lo posible para que tenga lo que le corresponde, y no sólo lo tenga yo; aventuro todo lo que puedo conseguir para sacarla a ella de problemas, y no sacarme sólo a mí mismo. ¡Te ruego que siempre lo tengas presente!

Más tarde, cuando el señor Woodcourt reflexionó sobre lo que había ocurrido, se sintió tan impresionado por la gran preocupación de Richard a este respecto que al hablarme en general de su primera visita a Symond's Inn se refirió a ello en particular. Volvió a despertar en mí el temor que ya había sentido antes, de que las escasas propiedades de mi niña quedaran engullidas por el señor Vholes, y de que Richard se sintiera sinceramente justificado al hacerlo. Aquella entrevista se celebró justo cuando yo estaba empezando a cuidar a Caddy, y ahora regreso al momento en que Caddy ya se había recuperado, mientras persistía la sombra entre mí y mi niña.

Aquella mañana propuse a Ada que fuéramos a ver a Richard. Me sorprendió un tanto el ver que ella titubeaba, y que no estaba tan radiantemente dispuesta como yo había esperado.

—Querida mía —le dije—, ¿no habrás tenido alguna diferencia con Richard durante estos días en que he pasado tanto tiempo fuera?

—No, Esther.

—¿Quizá no has tenido noticias de él? —pregunté.

—Sí que he tenido noticias de él —contestó Ada.

No podía comprender que mi niña tuviera tantas lágrimas en los ojos y reflejara tanto amor en su expresión. ¿Debía ir yo a ver a Richard sola?, pregunté. No, Ada pensaba que era mejor que no fuera yo sola. ¿Vendría ella conmigo? Sí, Ada pensaba que era mejor que viniera ella conmigo. ¿Nos íbamos ya? Sí, vámonos ya. ¡La verdad era que no podía comprender a mi niña, con tantas lágrimas en los ojos y tanto amor en su expresión!

Pronto nos vestimos y salimos. Era un día sombrío, y caían frías gotas de lluvia a intervalos. Era uno de esos días incoloros en que todo parece cargado y duro. Las casas nos miraban hostiles, el polvo saltaba a nuestros pies, el humo caía sobre nosotras, nada transigía ni se ablandaba. Me pareció que mi angelito estaba fuera de lugar en aquellas calles ásperas, y que por las calzadas tristonas pasaban más funerales de los que jamás había visto yo en mi vida.

Primero teníamos que encontrar Symond's Inn. Ibamos a preguntar en una tienda cuando Ada dijo que creía que estaba cerca de Chancery Lane.

—Desde luego, no es probable que nos quede muy lejos si vamos en esa dirección, cariño —dije Así que fuimos hacia Chancery Lane, y efectivamente allí vimos el letrero de Symond's Inn.

Después teníamos que averiguar el número. «O bastará con el del bufete del señor Vholes», recordé, «puesto que vive al lado del bufete». Ante lo cual Ada dijo que quizá el bufete del señor Vholes estuviera en la esquina de allá. Y efectivamente lo estaba.

Después había que decidir cuál de las dos puertas. Yo iba hacia una cuando mi niña se dirigió hacia la otra, y nuevamente volvió a tener razón. Así que subimos al segundo piso y vimos el nombre de Richard escrito en grandes caracteres blancos en un panel como el de un coche funerario.

Yo iba a llamar, pero Ada dijo que mejor era abrir la puerta con el picaporte. Y así nos encontramos con, Richard, leyendo ante una mesa llena de montones polvorientos de papeles que me parecieron como polvorientos espejos que reflejaban su propio estado de ánimo. Dondequiera que mirase, veía las palabras ominosas escritas en ellos, «Jarndyce y Jarndyce».

Nos recibió con mucho cariño y nos sentamos.

—Si hubiérais venido un poco antes —dijo— os habríais encontrado con Woodcourt. No conozco persona mejor que Woodcourt. Siempre encuentra el tiempo para venir a verme de vez en cuando, mientras que cualquiera que tuviese la mitad de trabajo que él pensaría que nunca podía venir. Y siempre tan animado, tan tranquilo, tan sensato, tan serio, tan… todo lo que no soy yo, que este apartamento se ilumina cada vez que viene él, y se oscurece cuando vuelve a marcharse.

«¡Bendito sea», pensé, «por mantener así la palabra que me dio!»

—No es tan optimista, Ada —continuó Richard mirando triste hacia los montones de papeles—, como lo solemos ser Vholes y yo, pero no está en el asunto y no conoce sus misterios. Nosotros hemos entrado en ellos y él no. No es de esperar que sepa mucho de un laberinto como éste.

Cuando volvió a pasear la vista sobre los documentos, y se pasó las manos por la cabeza advertí lo hundidos y grandes que tenía los ojos, lo secos que tenía los labios y lo mordidas que tenía las uñas.

—Richard, ¿crees que éste es un sitio sano para vivir?

—Pero mi querida Minerva —respondió Richard con su alegre risa de antaño— no es un lugar rural ni animado, y cuando aquí luce el sol puedes estar convencida de que en algún lugar abierto está brillando resplandeciente. Pero no está mal por ahora. Está cerca de los Tribunales y cerca de Vholes.

—Quizá —sugerí— un cambio respecto de ambas cosas…

—… ¿me sentaría bien? —preguntó Richard, forzando una risa al terminar la frase—. ¡No me extrañaría nada! Pero ya sólo puede ocurrir en una de dos formas, diría yo. O bien termina el pleito, Esther, o termina el pleiteante. ¡Pero lo que va a terminar va a ser el pleito, hija mía, el pleito, hija mía!

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