Casa desolada (130 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Fue algo tan imprevisto y tan…, no sé si calificarlo de agradable o doloroso, el encontrarme con él tras mi viaje errático y febril y en medio de la noche, que no pude con tener las lágrimas. Era como oír su voz en un país extranjero.

—¡Mi querida señorita Summerson, usted en la calle a esta hora y con este tiempo!

Se había enterado por mi Tutor de que yo había tenido que salir por algún asunto fuera de lo común, y así me lo expresó para que no tuviera yo que darle explicaciones. Le dije que acabábamos de dejar un coche y que íbamos a…, pero para eso tuve que mirar a mi acompañante.

—Pues mire usted, señor Woodcourt —me había oído decir su nombre—, ahora vamos a ir a la calle siguiente. Soy el inspector Bucket.

El señor Woodcourt, pese a mis protestas, se había despojado a toda prisa de su capa y me la estaba poniendo a mí.

—Muy buena idea —dijo el señor Bucket, ayudándolo—, muy buena idea.

—¿Puedo acompañarlos? —preguntó el señor Woodcourt, no sé si a mí o a mi acompañante.

—¡Por Dios! —exclamó el señor Bucket, haciéndose cargo de la respuesta—. Naturalmente que sí.

Todo aquello transcurrió en un momento, y me llevaron entre los dos, envuelta en la capa.

—Acabo de separarme de Richard —dijo el señor Woodcourt—. He estado con él desde anoche a las diez.

—¡Está enfermo!

—No, no, créame; no está enfermo, pero tampoco bien del todo. Estaba deprimido y se sentía débil, ya sabe usted cómo se preocupa y se agita a veces, y, naturalmente, Ada envió a buscarme; y cuando llegué a casa encontré una nota de ella y vine inmediatamente. ¡Bueno! Richard se recuperó mucho al cabo de un rato, y Ada estaba tan contenta y tan convencida de que era gracias a mí, aunque bien sabe Dios que yo tuve poco que ver con ello, que me quedé con él hasta que llevaba varias horas durmiendo. ¡Y espero que también ella esté durmiendo bien!

El tono amistoso y familiar con que hablaba de ellos, el evidente cariño que les tenía, y la agradecida confianza que yo sabía había inspirado él a mi niña y la tranquilidad que yo sabía le inspiraba a ella su presencia, ¿cómo podía separar todo aquello de la promesa que me había hecho él? ¡Qué desagradecida debo de haber sido yo al no recordar las palabras que me había dicho cuando se sintió tan conmovido por el cambio que había sufrido mi aspecto: «¡Lo acepto como un mandato, y como un mandato sagrado!»!

Entrábamos en otra callejuela.

—Señor Woodcourt —dijo el señor Bucket, que lo había estado observando atentamente mientras avanzábamos—, nuestro negocio nos lleva a un papelero de los tribunales que hay aquí: un tal señor Snagsby. Pero veo que usted ya lo conoce, ¿no? —Era tan sagaz que lo percibió en un instante.

—Sí, he oído hablar de él y lo he visitado en su tienda.

—¿Verdaderamente, caballero? —dijo el señor Bucket—. Entonces tendrá usted la bondad de permitirme que deje a la señorita Summerson con usted durante un momento, mientras voy a hablar un instante con él.

El último agente de policía con el que había hablado estaba detrás de nosotros en silencio. Yo no me había dado cuenta hasta que intervino cuando dije yo que había oído gritar a alguien.

—No se alarme, señorita —comentó—. Es la criada de Snagsby.

—Mire —dijo el señor Bucket—, la chica tiene ataques, y esta noche ha tenido uno muy malo. Verdaderamente es una lástima, pues quiero que me dé una información y hay que hacerla que recupere el sentido sea como sea.

—En todo caso, no estarían despiertos todavía si no fuera por ella, señor Bucket —dijo el otro—. Lleva así prácticamente toda la noche, inspector.

—Pues es verdad —replicó—. Se me ha terminado la linterna. Encienda usted la suya un momento.

Todo ello dicho en susurros, a una o dos puertas de la casa en la que se oían débilmente llantos y gemidos. En medio del pequeño círculo de luz que se creó entonces, el señor Bucket fue a la puerta y llamó. Tuvo que llamar dos veces antes de que le abrieran, y entró, dejándonos a nosotros en la calle.

—Señorita Summerson —dijo el señor Woodcourt—, si no es un abuso de confianza, permítame quedarme a su lado.

—Es usted muy amable —respondí—. No quiero guardar secretos con usted; si guardo alguno, es que no me pertenece.

—Le entiendo perfectamente. Confíe en mí, no seguiré a su lado más que si ello no obliga a usted a violarlo.

—Confío en usted implícitamente —dije—. Sé y aprecio perfectamente que usted considera sagradas las promesas.

Al cabo de un rato volvió a aparecer el circulito de luz y avanzó hacia nosotros el señor Bucket con un gesto de preocupación y dijo:

—Por favor, señorita Summerson, entre y siéntese junto a la chimenea. Señor Woodcourt, según información fidedigna, entiendo que es usted médico. ¿Querría usted ver a esta chica y ver si se puede hacer algo para que se recupere? Tiene por alguna parte una carta que necesito especialmente. No está en su baúl y creo que la debe de tener ella, pero está tan rígida y tan tiesa que es difícil manejarla sin hacerle daño.

Entramos los tres juntos en la casa; pese a lo frío e inclemente del tiempo, olía a cerrado porque nadie había dormido en ella en toda la noche. En el pasillo que había detrás de la puerta estaba un hombrecillo asustado y de aspecto triste embutido en un sobretodo gris, que parecía tener una gran cortesía natural y que hablaba mansamente.

—Baje las escaleras, señor Bucket, por favor —dijo—. Perdone la señorita esta cocina; es la que usamos como cuarto de estar de diario. Atrás está el dormitorio de Guster, ¡y hay que ver la que está armando la pobrecita!

Bajamos las escaleras, seguidos por el señor Snagsby, que según averigüé en seguida era como se llamaba el hombrecillo. En la cocina y junto al fuego estaba la señora Snagsby, con los ojos enrojecidos y una expresión muy severa.

—Mujercita —dijo el señor Snagsby al entrar tras nosotros—, por cesar (pues no quiero andar con circunloquios, querida mía) las hostilidades durante un momento en el curso de esta larga noche, éstos son el Inspector Bucket, el señor Woodcourt y una señora.

La señora Snagsby pareció muy asombrada, como era lógico, y me miró a mí con especial dureza.

—Mujercita —repitió el señor Snagsby sentándose en el rincón más lejano de la puerta, como si estuviera tomándose libertades—, no es improbable que me preguntes por qué el Inspector Bucket, el señor Woodcourt y una señora vienen a vernos en Cook’s Court, Cursitor Street, a esta hora. No lo sé. No tengo la menor idea. Si me lo dijeran, creo que no lo entendería, y prefiero que no me lo digan.

Parecía tan triste, sentado con la cabeza apoyada en la mano, y yo parecía tan mal recibida allí que iba a presentar mis excusas, cuando el señor Bucket se hizo cargo de la situación.

—Bueno, señor Snagsby —dijo—, lo mejor que puede usted hacer es entrar con el señor Woodcourt a ver cómo está su Guster…

—¡Mi Guster, señor Bucket! —exclamó el señor Snagsby—. Siga, caballero, siga. Es la última acusación que me faltaba.

—Y sostener la vela —siguió el señor Bucket sin corregirse—, o sostenerla a ella, o hacer lo que sea necesario según le pidan. Y no hay nadie que esté mejor dispuesto a hacerlo que usted, pues sé que es usted una persona educada y amable y que tiene un corazón muy sensible (Señor Woodcourt, ¿tendría usted la bondad de ir a verla y si consigue sacarle la carta entregármela en cuanto pueda?).

Cuando salieron ellos, el señor Bucket me hizo sentarme en un rincón junto a la chimenea y sacarme los zapatos mojados, que él puso a secar en el guardafuegos, mientras seguía hablando:

—No se moleste usted en absoluto, señorita, por la falta de hospitalidad de aquí la señora Snagsby, porque está totalmente confundida. Ya lo verá, y antes de lo que resulta agradable a una dama que por lo general forma sus ideas correctamente, porque se lo voy a explicar. —Y después, de pie junto a la chimenea y con el sombrero y los chales húmedos en la mano, todo él calado hasta los huesos, se volvió hacia la señora Snagsby—: Bueno, lo primero que voy a decirle a usted, como mujer casada poseedora de ciertos encantos, si se me permite decirlo («creedme, si todos esos encantos, y todo lo demás», canción que ya conocerá usted, porque sería inútil que me dijera usted que no conoce la buena sociedad), encantos, atractivos, digo, que deberían dar a usted confianza en sí misma, es que ha hecho usted mal.

La señora Snagsby pareció alarmarse un tanto, se aplacó un poco y preguntó titubeante a qué se refería el señor Bucket.

—¿Que a qué se refiere el señor Bucket? —repitió éste, y vi por su gesto que mientras hablaba estaba en todo momento escuchando a ver si se descubría la carta, lo cual me inquietó mucho, pues comprendí lo importante que debía de ser—, le voy a decir a qué se refiere, señora. Vaya a ver lo que hizo Otelo. Ésa es su tragedia.

La señora Snagsby le preguntó, inquieta, por qué.

—¿Por qué? —dijo el señor Bucket—. Porque es lo que le va a pasar a usted si no se anda con cuidado. Pero si ahora mismo sé que no está usted completamente segura acerca de esta señorita. Pero, ¿voy a decirle quién es? Vamos, vamos, es usted lo que yo calificaría de mujer intelectual, con un alma demasiado grande para su cuerpo, por así decirlo, y como presa en él, y usted me conoce y recuerda dónde me vio la última vez y de qué se hablaba en aquel círculo. ¿No? ¡Sí! Muy bien. Esta señorita es aquella señorita.

La señora Snagsby pareció comprender la alusión mejor que yo misma por el momento.

—Y el chico duro, al que ustedes llamaban Jo, estaba metido en el mismo asunto, y en ningún otro, y el copista que usted sabe estaba metido en el mismo asunto, y en ningún otro; y su marido, aunque no tenía más idea de ello que su tatarabuelo, se vio metido (por el señor Tulkinghorn, difunto, su mejor cliente) en el mismo asunto y en ningún otro, y todo este montón de gente ha estado metido en el mismo asunto, y en ningún otro. Y, sin embargo, una mujer casada con los atractivos que posee usted cierra los ojos (y bien bonitos que son, por cierto) y va y se da de golpes con su hermosa cabeza contra la pared. ¡Me siento avergonzado de usted! (Yo creía que el señor Woodcourt ya se la hubiera podido sacar.)

La señora Snagsby hizo un gesto con la cabeza y se llevó el pañuelo a los ojos.

—¿Eso es todo? —dijo el señor Bucket, excitado—. No. Mire lo que pasa. Otra persona metida en este asunto y en ningún otro, persona en muy mal estado, viene aquí esta noche y se la ve hablando con su criada, y entre ella y su criada pasa un papel por el que yo daría inmediatamente cien libras. ¿Qué hace usted? Se esconde y las mira y se tira usted encima de la criada, sabiendo que le dan ataques, y que le dan por cualquier cosa, de una manera tan sorprendente, y con tal severidad, que le da un ataque que no se le puede pasar, ¡cuando puede que de las palabras de esa chica dependa una vida!

Decía ahora lo que pensaba con tal sentimiento que involuntariamente apreté las manos y sentí que la habitación se ponía a dar vueltas. Pero se detuvo. Volvió el señor Woodcourt, le puso un papel en la mano y se marchó otra vez.

—Ahora, señora Snagsby, lo único que puede usted hacer para arreglar las cosas —dijo el señor Bucket, con una mirada rápida al papel— es dejarme que hable una palabra a solas con esta señorita. Y si se le ocurre a usted algo que pueda hacer para ayudar al caballero que está en la otra cocina o se le ocurre algo que tenga más probabilidades de hacer que esa chica recupere el sentido, ¡hágalo lo más rápido y lo mejor que pueda! —Ella desapareció en un instante y él cerró la puerta—. Ahora, hija mía, ¿está usted tranquila y segura de sí misma?

—Totalmente —contesté.

—¿De quién es esta letra?

Era la de mi madre y estaba escrita a lápiz, en una hoja de papel arrugada y rota, llena de manchas de humedad. Estaba doblada aproximadamente como una carta y dirigida a mí en casa de mi Tutor.

—Usted conoce la letra —me dijo él—, y si es lo bastante firme como para leerme la carta, hágalo! Pero no se deje usted ni una palabra.

Estaba escrita en diferentes momentos. Leí lo siguiente:

Vine a la casa con dos objetos. Primero para ver a mi niña, si podía, una vez más —pero sólo para verla—, no para hablar con ella ni para que se enterase de que estaba cerca. El otro objeto era escapar a la persecución y perderme. Que no se culpe a la madre por lo que ha hecho. La ayuda que me ha prestado la concedió cuando le aseguré que era por el bien de mi niña. Hay que recordar a su hijo muerto. El consentimiento de los hombres fue comprado, pero la ayuda de ella fue gratuita.

—«Vine». Eso es lo que escribió —dijo mi acompañante— cuando estaba descansando allí. Corresponde a lo que yo pensaba. Tenía razón yo.

La parte siguiente estaba escrita en otro momento:

He hecho mucho camino, y durante muchas horas, y sé que pronto voy a morir. ¡Qué calles! No quiero más que morir, pero se me ha permitido no tener que añadir ese pecado al resto de los míos. El frío, la lluvia y el cansancio son causas suficientes para que se me encuentre muerta, pero moriré por otras causas, aunque éstas no son las que me hacen sufrir. Era lógico que todo lo que me había sostenido cediera de golpe y que yo muriese de terror y de mala conciencia.

—Tenga ánimo —dijo el señor Bucket—. Ya sólo quedan unas palabras.

También éstas estaban escritas en otra ocasión. Según parecía, casi en la oscuridad.

He hecho todo lo que podía por perderme. Así se me olvidará dentro de poco y lo deshonraré a él lo menos posible. No tengo nada por lo que se me pueda reconocer. Ahora dejo este papel. El lugar donde voy a yacer, si puedo llegar hasta allí, es algo en lo que he pensado muchas veces. Adiós. Perdón.

El señor Bucket me hizo apoyarme en su brazo y me forzó suavemente a sentarme:

—¡Ánimo! No crea usted que soy duro con usted, hija mía, pero en cuanto sienta usted fuerzas, póngase los zapatos y prepárese.

Hice lo que me pedía, pero me quedé allí un largo rato, rezando por mi pobre madre. Todos ellos estaban ocupados con la muchacha, y oí las instrucciones que les daba el señor Woodcourt que hablaba mucho con ella. Por fin llegó él con el señor Bucket y dijo que como era muy importante hablarle con amabilidad, le parecía que lo mejor era que fuese yo quien le pidiera la información que deseábamos. No cabía duda de que ahora ya podía responder a las preguntas, si se la podía tranquilizar, en lugar de alarmarla. Las preguntas, dijo el señor Bucket, eran cómo le había llegado la carta, lo que había ocurrido entre ella y la persona que le dio la carta y dónde había ido aquella persona. Traté con todas mis fuerzas de retener en la memoria todas las preguntas, y pasé con ellos al cuarto de al lado. El señor Woodcourt quería quedarse fuera, pero a solicitud mía entró con nosotros.

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