Casa desolada (129 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Llega la medianoche y todo sigue en la incógnita. Ya quedan pocos carruajes en las calles, y en ese distrito no hay otros ruidos tardíos, salvo que alguien tan románticamente ebrio como para penetrar en la zona frígida entre allí y se dedique a pegar gritos por las calles. En esta noche de invierno reina tal silencio que el escucharlo es como contemplar una inmensa oscuridad. Si hubiera algo audible en este caso, rompe la oscuridad como una débil luz, y luego todo sigue más negro que antes.

Se dice al cuerpo de servidumbre que se vaya a la cama (y acepta la orden con mucho gusto, porque anoche estuvieron todos levantados hasta muy tarde) y sólo quedan la señora Rouncewell y George despiertos en el dormitorio de Sir Leicester. Mientras la noche va transcurriendo lentamente (o, más bien, cuando parece detenerse del todo, como ocurre entre las dos y las tres de la mañana), ven que él siente gran inquietud por enterarse del tiempo que hace, ahora que no puede mirar afuera. Entonces George, que patrulla regularmente cada media hora por los aposentos tan cuidadosamente atendidos, alarga su marcha hasta la puerta del vestíbulo, mira en su derredor y vuelve con las noticias mejores que puede dar acerca de la peor de las noches; sigue cayendo el aguanieve, e incluso las aceras de piedra están ahora cubiertas por un barrizal que llega hasta los tobillos.

Volumnia, en su habitación, que se halla en un descansillo apartado y alto de la escalera (la segunda vuelta después de las tallas y las molduras), habitación para primos que contiene un horrible aborto de retrato de Sir Leicester, desterrado por su crimen, y que de día contempla un patio solemne plantado de arbustos secos como especímenes antediluvianos de té negro, es presa de todo género de horrores. Uno de ellos, y no el menor, es posiblemente el horror de lo que ocurrirá con su pequeña renta en caso, como dice ella, de que «le pase algo» a Sir Leicester. En este sentido, «algo» significa una sola cosa, y es la última que le puede ocurrir a la conciencia de cualquier baronet del mundo conocido.

Un efecto de estos horrores es que Volumnia comprende que no puede acostarse en su propia habitación, ni sentarse junto a la chimenea de su propia habitación, sino que ha de salir con sus rubios cabellos tapados por una profusión de chales y sus bellas formas envueltas en magníficos paños, y recorrer la mansión como un fantasma. Recorrer en particular los aposentos, calientes y lujosos, preparados para alguien que sigue sin volver. Como en estas circunstancias no cabe pensar en la soledad, Volumnia cuenta con la compañía de su doncella, la cual, extraída de su propia cama con ese objeto, con mucho frío, mucho sueño y sintiéndose en general como una doncella ofendida y condenada por las circunstancias a trabajar con una prima de la nobleza, cuando había resuelto no ser doncella de alguien que no contara con menos de diez mil libras al año, no tiene precisamente una expresión dulce.

Sin embargo, las visitas que realiza periódicamente el soldado a esos aposentos durante su patrullar constituyen una garantía de protección y compañía, tanto para la señorita como para la doncella, lo cual hace que les resulten muy aceptables en lo más profundo de la noche. Cuando quiera que lo oyen avanzar, ambas hacen pequeños preparativos decorativos para recibirlo; en los otros momentos dividen sus guardias entre breves períodos de sopor y de diálogos, no totalmente exentos de acritud, acerca de si la señorita Dedlock, que se sienta con los pies apoyados en el guardafuegos, estaba o no a punto de caer a la chimenea cuando la rescató (con gran disgusto de ella) su genio guardián, la doncella.

—¿Cómo está ahora Sir Leicester, señor George? —pregunta Volumnia, ajustándose la capucha sobre la cabeza.

—Pues Sir Leicester está más o menos lo mismo, señorita. Se siente muy desanimado y muy enfermo, e incluso a veces delira un poco.

—¿Ha preguntado por mí? —pregunta tiernamente Volumnia.

—Pues no, no puedo decir que haya preguntado por usted, señorita. Es decir, no que yo haya oído.

—Verdaderamente, qué tristeza, señor George.

—Verdaderamente, señorita. ¿No sería mejor que se fuera usted a acostar?

—Sería mucho mejor que se fuera usted a acostar, señorita Dedlock —dice la doncella con firmeza.

Pero Volumnia responde que no. ¡No! A lo mejor la llaman, a lo mejor la necesitan de un momento a otro jamás se perdonaría si «pasara algo» y no estuviera ella allí. Se niega a aceptar la pregunta, que aventura la doncella, de cómo es que el «allí» es donde están ellas y no en su dormitorio (que está más cerca del de Sir Leicester), y, por el contrario, declara decidida que va a seguir allí. Volumnia, además, se enorgullece de declarar que no ha «pegado un ojo» (como si tuviera veinte o treinta), aunque resulta difícil conciliar esa afirmación con el hecho de que no cabe duda de que hace cinco minutos abrió los dos.

Pero cuando dan las cuatro y sigue sin ocurrir nada empieza a fallar la constancia de Volumnia, o más bien empieza a reforzarse, pues ahora considera que tiene la obligación de estar dispuesta para el día siguiente, cuando quizá tenga mucho que hacer; que, de hecho, por mucho que desee estar «allí» es posible que, como acto de abnegación, tenga que irse de «allí». Así, cuando reaparece el soldado y repite: «¿No sería mejor que se fuera usted a acostar, señorita?», y cuando la doncella protesta, con más firmeza que antes: «¡Sería mucho mejor que se fuera usted a acostar, señorita Dedlock!», se levanta mansamente y dice:

—¡Hagan conmigo lo que les parezca mejor!

El señor George opina que sin duda lo mejor es llevarla del brazo a la puerta de su habitación de prima, y la doncella considera, también sin duda, que lo mejor es meterla en la cama con muy poca ceremonia. En consecuencia, se adoptan esas medidas, y ahora el soldado, en su ronda, tiene la casa para él solo.

El tiempo no ha mejorado. Del pórtico, de los aleros, del parapeto, de todos los bordes, las columnas y las pilastras cae la nieve derretida. Se ha metido, como si fuera buscando refugio, por el dintel de la gran puerta, bajo ella, hacia las esquinas de las ventanas, en todos los puntos y los rincones de retiro, y ahí se derrite y muere. Sigue cayendo: en el tejado, en las claraboyas, e incluso por en medio de las claraboyas, gotea y gotea y gotea, con la misma regularidad del Paseo del Fantasma, en el piso empedrado de abajo.

El soldado, cuyos viejos recuerdos se han visto despertados por la grandeza solitaria de una gran mansión (que antes, en Chesney Wold, no era ninguna novedad para él), sube las escaleras y recorre las habitaciones de la zona noble, con un farol en la mano, que lleva alargada. Piensa en cómo han variado sus fortunas en las últimas semanas, y en su niñez rústica y en los dos períodos de su vida que tan extrañamente se han reunido al cabo de tan gran espacio intermedio; piensa en la víctima del asesinato, cuya imagen tiene reciente en el recuerdo, piensa en la dama que ha desaparecido de estos mismos aposentos y de cuya reciente presencia hay indicios por todas partes, piensa en el dueño de la casa que está arriba y en el presentimiento de «¿quién se lo va a decir?», mira acá y acullá y reflexiona cómo podría ahora ver algo para acercarse a lo cual, ponerle la mano encima y ver que no era sino una fantasía, haría falta gran osadía por su parte. Pero todo está vacío: vacío como la oscuridad que reina arriba y abajo, mientras vuelve a subir la gran escalera, vacío como este silencio opresivo.

—¿Sigue todo listo, George Rouncewell?

—Todo listo y en orden, Sir Leicester.

—¿No ha llegado ninguna noticia?

El soldado niega con la cabeza.

—¿No ha llegado ninguna carta de la que quizá no se hayan dado cuenta?

Pero sabe que no puede haber ninguna esperanza al respecto y vuelve a bajar la cabeza sin esperar respuesta. Su viejo conocido, como él mismo dijo hace unas horas, George Rouncewell, lo levanta para que vaya estando más cómodo a lo largo del resto de esa noche vacía de invierno y, como también conoce los deseos que no ha expresado, apaga la luz y vuelve a abrir las cortinas cuando amanece. El día llega como un fantasma. Frío, sin color y vago, envía por delante de sí un rayo de advertencia de color mortal, como si exclamara: «¡Mirad lo que os traigo a quienes miráis desde ahí! ¿Quién se lo va a decir?».

59. La narración de Esther

Eran las tres de la mañana cuando por fin los edificios de Londres sustituyeron al campo y empezaron a formar calles. Habíamos ido avanzando por caminos que se hallaban en estado mucho peor que cuando los habíamos cruzado de día, pues desde entonces o había estado nevando o se había producido el deshielo; pero la energía de mi acompañante no disminuía. Me pareció que era lo único, aparte de los caballos, que nos había permitido continuar, y a menudo había ayudado a los mismos caballos. Éstos se habían detenido agotados a mitad de varias cuestas, se les había hecho cruzar corrientes de aguas turbulentas, se habían resbalado y se habían enredado en los arneses, pero él siempre había estado dispuesto con su linternita, y una vez arreglada la situación, siempre decía, imperturbable, lo mismo: «¡Adelante, muchachos!».

Yo no podía explicarme la firmeza y la confianza con que había organizado nuestro viaje de regreso. Sin titubear un momento, no se detuvo ni siquiera a hacer una pregunta hasta que nos hallábamos a pocas millas de Londres. Ahora le bastaba con unas pocas palabras acá o allá, y así llegamos, entre las tres y las cuatro de la mañana, a Islington.

No voy a detenerme en la angustia y la ansiedad con que estuve reflexionando, durante todo este tiempo, que a cada minuto dejábamos a mi madre cada vez más atrás. Creo que abrigaba una firme esperanza de que él tuviera razón, y sin duda tenía un objetivo decidido de seguir a aquella mujer; pero me atormentaba al ponerlo yo misma en tela de juicio y debatirlo a lo largo de todo el viaje. Otras preguntas que tampoco podía dejarme de hacer eran las de qué ocurriría cuando la encontrásemos y qué nos podría compensar por esta pérdida de tiempo; me sentía horriblemente torturada por largas reflexiones a estos respectos cuando por fin nos detuvimos. Nos paramos en una calle principal en la que había una posta. Mi acompañante pagó a nuestros dos postillones, que estaban tan completamente cubiertos de manchas como si hubieran sido arrastrados por los caminos al igual que el carruaje, y tras darles una breve orientación acerca de dónde debían llevarlo a este último, me sacó del vehículo y me llevó a otro que había escogido para el resto del recorrido.

—¡Pero, hija mía! —me dijo al hacerlo—. ¡Qué mojada está usted!

Yo no tenía conciencia de ello. Pero la nieve derretida había ido entrando en el carruaje y yo me había apeado dos o tres veces cuando se cayó un caballo y había que levantarlo, y la humedad me había empapado el vestido… Le aseguré que no importaba, pero no logré disuadir al postillón, que conocía al señor Bucket, de que fuera corriendo hacia su establo, de donde sacó una brazada de paja seca y limpia. La sacudieron y me la pusieron encima, y la encontré cálida y confortable.

—Ahora, hija mía —dijo el señor Bucket, mirando por la ventana después de abrigarme—, vamos a buscar a esta persona. Quizá nos lleve algún tiempo, pero seguro que a usted no le importa. Ya sabe usted que tengo mis motivos. ¿No?

No pensé en cuáles serían, no pensé en que dentro de muy poco tiempo los comprendería mejor, pero le aseguré que tenía confianza en él.

—Y tiene usted razón, hija mía —me respondió—. ¡Le voy a decir una cosa! Si tiene usted la mitad de confianza en mí de la que yo tengo en usted, después de cómo la he ido conociendo, a mí me basta. ¡Dios mío!, usted no plantea problemas. Jamás he visto a una joven de cualquier condición social (y he conocido a muchas de muy alto rango) que se conduzca como ha hecho usted desde que la sacaron de la cama. Es usted una joya, eso es —dijo el señor Bucket; muy cálidamente—; es usted una joya. Le dije que celebraba mucho el no haber constituido un obstáculo para él, pues así era, y que esperaba seguir sin serlo.

—Hija mía —replicó—, cuando una señorita es tan amable como dispuesta y tan dispuesta como amable es todo lo que pido y más de lo que puedo esperar. Entonces se convierte en una Reina, y eso es lo que es usted.

Con aquellas palabras de aliento (y de verdad que me alentaron en aquellas circunstancias de soledad y preocupación), se subió al pescante y volvimos a salir. No sabía entonces, ni he sabido después, adónde fuimos, pero parecíamos buscar por las calles más estrechas y peores de Londres. Cada vez que lo veía dar instrucciones al postillón yo me preparaba para meternos en más laberintos de calles así, y siempre era eso lo que ocurría.

A veces salíamos a una calle más ancha, o llegábamos a un edificio mayor que los habituales y bien iluminado. Entonces nos deteníamos, y yo lo veía consultar con otros hombres. A veces se metía por un arco o daba la vuelta a una esquina y mostraba misteriosamente la luz de su linternilla. Aquello atraía luces parecidas de diversos lugares oscuros, como si fueran insectos, y se celebraba una nueva consulta. Gradualmente parecíamos ir confinando nuestra búsqueda a límites más estrechos y fáciles. Ahora ya había agentes de policía de servicio que podían decir al señor Bucket lo que éste quería saber y señalarle adonde ir. Por fin nos detuvimos para que él celebrase una conversación bastante larga con uno de aquellos hombres, conversación que me pareció satisfactoria por la manera en que él asentía de vez en cuando. Por fin terminó y vino hacia mí, con aire muy serio y atento.

—Ahora, señorita Summerson —me dijo—, estoy seguro de que no va usted a alarmarse pase lo que pase. No necesito hacerle más advertencia que decirle que ya hemos encontrado a esta persona y que quizá me resulte usted útil incluso sin que me dé yo cuenta. No me gusta perdirle esto, hija mía, pero ¿querría usted ir un ratito a pie?

Naturalmente, me bajé de inmediato y le tomé del brazo.

—Hay que andar con cuidado para no caerse —dijo el señor Bucket—, pero tómese usted su tiempo.

Aunque yo iba mirando en mi derredor confusa y apresuradamente, cuando cruzamos la calle pensé que sabía dónde estábamos y le pregunté:

—¿Estamos en Holborn?

—Sí —dijo el señor Bucket—. ¿Conoce usted esta esquina?

—Parece Chancery Lane.

—Y así se llama, hija mía —dijo el señor Bucket.

Dimos la vuelta a la esquina y mientras seguíamos avanzando entre el barro oí que los relojes daban las cinco y media. Seguimos en silencio y a toda la velocidad que podíamos por un suelo tan resbaladizo, cuando vino alguien hacia nosotros por la estrecha acera, envuelto en una capa, que se detuvo y se hizo a un lado para dejarme pasar. En aquel mismo momento oí una exclamación de sorpresa y mi propio nombre, pronunciado por el señor Woodcourt. Conocía muy bien su voz.

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