Casa desolada (128 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Como la bella Volumnia es una de esas jovencitas animadas que no pueden mantenerse mucho tiempo en silencio sin correr un peligro inminente de que las ataque el dragón del Aburrimiento, pronto indica con una serie de bostezos obvios la cercanía de ese monstruo. Al considerar imposible reprimir esos bostezos por cualquier proceso que no sea el de la conversación, felicita a la señora Rouncewell por el hijo de ésta y declara que sin duda es una de las personas más atractivas que ha visto y que, como diríamos, tiene un aspecto tan militar como, cómo se llama, su Guardia de Corps favorito, ese hombre que tanto le gustaba, tan simpático, que murió en Waterloo.

Sir Leicester escucha este homenaje con tanto sorpresa, y mira en su derredor con tal confusión, que la señora Rouncewell considera necesario explicar:

—La señorita Dedlock no habla de mi hijo mayor, Sir Leicester, sino del menor. Lo he encontrado. Ha vuelto a casa.

Sir Leicester rompe el silencio con un grito:

—¿George, su hijo George ha vuelto a casa, señora Rouncewell?

La anciana ama de llaves se seca los ojos:

—Gracias a Dios, sí, Sir Leicester.

¿Le llega este descubrimiento de que alguien perdido ha vuelto a casa al cabo de tanto tiempo como una firme confirmación de sus esperanzas? ¿Piensa: «y no podré yo, con los medios de que dispongo, hacer que vuelva ella sana y salva después de esto, cuando en el caso de ella han pasado menos horas que años en el de él?».

De nada vale rogarle; ahora está decidido a hablar y lo hace. En medio de una serie de ruidos extraños, pero de manera lo bastante inteligible como para que se le comprenda:

—¿Por qué no me lo había dicho, señora Rouncewell?

—No ocurrió hasta ayer, Sir Leicester, y dudaba de que estuviera usted lo bastante bien para hablarle de esas cosas.

Además, la voluble Volumnia recuerda ahora con su gritito acostumbrado que nadie debía enterarse de que era el hijo de la señora Rouncewell, y de que ella no lo hubiera debido decir. Pero la señora Rouncewell protesta, con suficiente calor como para que se le infle la faja, que, naturalmente, se lo hubiera dicho a Sir Leicester en cuanto éste mejorase.

—¿Dónde está su hijo George, señora Rouncewell? —pregunta Sir Leicester.

La señora Rouncewell, no poco alarmada por la forma en que él pasa por alto las órdenes del médico, responde que en Londres.

—¿En qué parte de Londres?

La señora Rouncewell se ve obligada a reconocer que está en la casa.

—Que venga a mi dormitorio. Que venga inmediatamente.

La anciana no puede hacer otra cosa que ir a buscarlo. Sir Leicester, dentro de sus limitadas posibilidades de movimiento, se arregla un poco para recibirlo, después vuelve a mirar a la lluvia y la nieve y a escuchar a ver si suenan los pasos de la que regresa. En la calle han ido poniendo montones de paja para sofocar los ruidos, y quizá pudiera llegar ella a la puerta sin que él oyese las ruedas.

Así yace, aparentemente olvidado de la sorpresa nueva y menor que acaba de recibir, cuando regresa el ama de llaves, acompañada por su hijo el soldado. El señor George se acerca silenciosamente al lecho, hace una inclinación, adopta la actitud de firmes con la cara sonrojada, y muy avergonzado de sí mismo.

—¡Dios bendito, efectivamente, es George Rouncewell! —exclama Sir Leicester—. ¿Te acuerdas de mí, George?

El soldado necesita mirarlo y distinguir entre unos sonidos y otros antes de saber lo que le acaban de decir, pero después de ello, y con una pequeña ayuda de su madre, responde:

—Tendría que tener muy mala memoria, Sir Leicester, para no recordar a usted.

—Cuando te miro, George Rouncewell —observa con dificultad Sir Leicester—, veo a un muchachito de Chesney Wold… al que recuerdo bien…, muy bien.

Se queda mirando al soldado hasta que se le llenan de lágrimas los ojos, y después vuelve a mirar la nieve y la lluvia.

—Con su permiso, Sir Leicester —dice el soldado—, ¿aceptaría usted mi ayuda para recostarse? Estaría usted más cómodo, Sir Leicester, si me permitiese cambiarle de posición.

—Por favor, George Rouncewell; ten la amabilidad.

El solidado lo toma en brazos como si fuera un niño, lo levanta blandamente y lo deja con la cara más vuelta hacia la ventana.

—Gracias. Combinas la suavidad de tu madre —dice Sir Leicester— con tus propias fuerzas. Muchas gracias. Le indica con la mano que no se vaya. George permanece en silencio al lado de la cama y espera a ver qué le dice.

—¿Por qué querías mantener el secreto? —pregunta Leicester, a quien estas palabras le llevan algún tiempo.

—La realidad, Sir Leicester, es que no soy precisamente un tipo del que presumir y… desearía, Sir Leicester, si no estuviera usted tan indispuesto (y espero que mejore pronto), que en general se me permitiera seguir de incógnito. Habría que dar explicaciones, que no resultaría demasiado difícil imaginar, que no vendrían muy bien ahora y que no dirían mucho en favor mío. Por muchas opiniones que haya en torno a muchos temas, en lo que creo que habría acuerdo universal, Sir Leicester, es en que yo no soy precisamente una joya.

—Has sido soldado —observa Sir Leicester—, y soldado leal.

George hace su inclinación militar habitual:

—En cuanto a eso, Sir Leicester, he cumplido con mi deber y con la disciplina, y era lo menos que podía hacer.

—George Rouncewell, me ves —dice Sir Leicester, cuya mirada sigue atraída hacia él— cuando no estoy nada bien.

—Lamento mucho oírlo y verlo, Sir Leicester.

—Estoy seguro de que es verdad. No. Además de mi enfermedad anterior, he tenido un ataque repentino y grave. Algo que atonta —haciendo una tentativa de pasarse una mano por un costado— y que confunde… —tocándose los labios.

George, con una mirada de asentimiento y solidaridad, hace otra inclinación. Reaparecen ante ambos, y a ambos conmueven, otros tiempos en que ambos eran jóvenes (el soldado mucho más) y se miraban el uno al otro, allá en Chesney Wold.

Sir Leicester, evidentemente muy decidido a decir, a su estilo, algo que tiene en la cabeza antes de recaer, trata de recostarse un poco sobre las almohadas. George observa su gesto, lo vuelve a tomar en brazos y lo coloca tal como él desea.

—Gracias, George. Eres como mi otro yo. Me llevaste tantas veces la escopeta de repuesto en Chesney Wold, George… Y en estas circunstancias tan extrañas tú eres un ser conocido, muy conocido.

El soldado ha puesto el brazo más sano de Sir Leicester sobre su propio hombro al levantarlo, y Sir Leicester tarda en retirarlo al pronunciar esas palabras. Al cabo de un rato continúa diciendo:

—Iba a añadir, en relación con este ataque, que por desgracia ha coincidido con un leve malentendido entre Milady y yo. No quiero decir que haya habido diferencias entre nosotros, porque no las ha habido, sino que ha existido un malentendido acerca de determinadas circunstancias que sólo nos importan a nosotros y que, durante algún tiempo, me priva de la compañía de Milady. Ella ha considerado necesario hacer un viaje… y espero que vuelva pronto. Volumnia, ¿se me entiende? No logro dominar totalmente la forma de pronunciar las palabras que digo.

Volumnia lo entiende perfectamente, y la verdad es que se expresa de manera mucho más clara de lo que se hubiera podido suponer hace un minuto. El esfuerzo con que lo hace queda grabado en la expresión preocupada y laboriosa de su rostro. Lo único que le permite hacerlo es su fuerza de voluntad.

—Por eso, Volumnia, quiero decir en tu presencia (y en la de mi vieja servidora y amiga, la señora Rouncewell, de cuya veracidad y fidelidad nadie puede dudar), y en presencia de su hijo George, que reaparece como un viejo recuerdo de mi juventud en el hogar de mis antepasados de Chesney Wold, en caso de que recaiga, en caso de que no me recupere, en caso de que pierda la facultad tanto de hablar como de escribir, aunque espero mejorar…

La anciana ama de llaves llora en silencio; Volumnia está agitadísima y tiene las mejillas encendidas; el soldado tiene los brazos cruzados y la cabeza un poco inclinada, y escucha con respeto atento.

—Por eso quiero decir y pido a todos ustedes que sean testigos (empezando, Volumnia, y con la mayor solemnidad, por ti) que mi relación con Lady Dedlock no se ha modificado. Que afirmo no tener motivo alguno de queja en contra de ella. Que siempre he sentido el mayor afecto por ella y que ese afecto permanece incólume. Díganselo a ella y a todos. Si jamás dicen ustedes algo menos que esto, serían culpables de falsedad deliberada para conmigo.

Volumnia protesta temblorosa que observará esas instrucciones a la letra.

—Milady es de posición elevada, es demasiado bella, demasiado perfecta, demasiado superior en casi todos los respectos a los mejores de quienes la rodean para no tener enemigos y calumniadores, afirmo. Que sepan éstos, igual que yo comunico a ustedes, que en perfecto uso de mi razón, mi memoria y mi comprensión, no revoco ninguna de las disposiciones que he hecho en su favor. No retiro nada de lo que jamás le haya concedido. Mi relación con ella no está modificada y no me retracto (cuando tengo plenos poderes para hacerlo si así lo deseara, como ven ustedes) de ninguna de las cosas que jamás haya podido hacer en su beneficio y por su felicidad.

La manera formal en que habla podría haber tenido en cualquier otro momento, como ha ocurrido muchas veces, algo de ridículo, pero en esta ocasión resulta grave y conmovedor. Su noble seriedad, su lealtad, la forma en que la protege valerosamente, en que conquista con generosidad su propio agravio y su propio orgullo en aras de ella, son sencillamente honorables, viriles y leales. Imposible ver nada más estimable en el brillo de esas cualidades en el más común de los obreros; imposible ver nada más estimable en el caballero de más alta alcurnia. De ese modo ambos aspiran por igual y ambos se elevan por igual, ambos, como hijos del polvo, brillan por igual.

Agotado por sus esfuerzos, se inclina con la cabeza en la almohada y cierra los ojos; pero sólo un minuto, y después vuelve a contemplar la nieve y a escuchar los ruidos que le llegan sofocados. El soldado se ha convertido ya en alguien necesario por la forma en que le presta esos pequeños servicios y por la forma en que él los puede aceptar. Nada se ha dicho, pero queda entendido. El soldado da uno o dos pasos atrás para no estar tan visible y monta la guardia un poco detrás de la silla de su madre.

Está empezando a caer el día. La niebla y el aguanieve en que se ha convertido la nevada son ya oscuras, y el fuego empieza a reflejarse más vívidamente en las paredes y en los muebles del dormitorio. Va aumentando la oscuridad; el gas brillante se enciende en las calles, y las pertinaces lámparas de petróleo que todavía se mantienen en ella, con su fuente de vida mitad helada y mitad deshelada, chisporrotean jadeantes, como feroces peces varados, que es lo que son. El gran mundo, que ha venido a pasearse sobre la paja y a llamar al timbre «para saber cómo esta», empieza a irse a su casa, a vestirse de gala, a cenar, a hablar de su querido amigo, con todos los modales más recientes, qué ya se han mencionado.

Y ahora, efectivamente, Sir Leicester va empeorando; está inquieto, se siente incómodo y sufre grandes dolores. Volumnia enciende una vela (con su aptitud predestinada para hacer siempre el gesto equivocado) y se le dice que la vuelva a apagar, porque todavía no hace lo bastante oscuro. Y, sin embargo, ya hace muy oscuro, todo lo oscuro que puede hacer. Al cabo de un rato lo intenta otra vez. ¡No! Que la apague. Todavía no hace lo bastante oscuro.

Su anciana ama de llaves es la primera en comprender que lo que él pretende es mantener ante sí mismo la ficción de que no es demasiado tarde.

—George —susurra cuando Volumnia baja a cenar—, a Sir Leicester no le gusta la idea de que Milady pasa otra noche fuera de casa. Vete un rato, hijo mío. Quiero hablar con él.

Se retira el soldado, y la señora Rouncewell se vuelve a sentar al lado de la cama.

—Sir Leicester.

—¿Es la señora Rouncewell?

—Claro, Sir Leicester.

—Temía que me hubiera usted dejado.

La mano de Sir Leicester está al lado de ella, que la toma y se la besa.

—Ésta es en la que no siento nada —dice Sir Leicester—. Pero eso sí que lo siento, señora Rouncewell.

Hace demasiado oscuro para verlo; sin embargo, ella cree que él se ha llevado la otra mano a los ojos.

—¿Dónde está su hijo George? ¿No se habrá ido? Quiero que esté aquí. No quiero que estén más que usted y él; esta noche prefiero que no haya nadie más.

—Él espera poderle ser útil y no se ha ido, Sir Leicester.

—¡Dele las gracias!

—Mi querido Sir Leicester, mi honorable señor —le susurra ella—, debo, por su propio bien y porque es mi deber, tomarme la libertad de pedirle e implorarle que no se quede así en la oscuridad y a solas, vigilante y a la espera, y dejando que el tiempo se arrastre. Permítame correr las cortinas y encender las velas y tratar de que esté Usted más cómodo. De todos modos, Sir Leicester, los relojes de las iglesias seguirán dando las horas, y la noche pasará exactamente igual. Milady volverá exactamente igual.

—Ya lo sé, señora Rouncewell, pero estoy muy débil… y hace tanto tiempo que se marchó el agente…

—No hace tanto tiempo, Sir Leicester. Todavía no hace veinticuatro horas.

—Pero eso es mucho tiempo. ¡Ay, cuánto tiempo!

Lo dice con un gemido que a ella le parte el corazón.

El ama de llaves sabe que no es un momento para infligirle el brillo de luces brillantes; cree que las lágrimas de él son demasiado sagradas para que las vea nadie, ni siquiera ella. Por eso se queda en la oscuridad durante un rato, sin decir una palabra, y después empieza a moverse lentamente: ahora atiza el fuego, después se queda ante la ventana oscura mirando a la calle. Por fin le dice él, que ha recuperado el dominio de sí mismo:

—Como dice usted, señora Rouncewell, no van a empeorar las cosas por reconocerlas. Se está haciendo tarde y no ha vuelto. ¡Encienda las luces! —Cuando se encienden se corren las cortinas; ya no le queda más que escuchar.

Pero pronto averiguan que, por triste y enfermo que esté, se anima cuando se le comunica quietamente que ya han encendido las chimeneas de los aposentos de ella y que todo está listo para recibirla. Por transparente que sea la ficción, estas alusiones a que se la espera hacen que él siga abrigando esperanzas.

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