Casa desolada (126 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

—Si el jefe me dejara hablar y no decir nada malo… —empezó tímidamente la mujer.

—Tu jefe —dijo su marido, murmurando una imprecación lenta y enfáticamente— te romperá la crisma si te metes en lo que no te importa.

Al cabo de otro silencio, el marido de la ausente se volvió otra vez hacia mí y me respondió con sus gruñidos renuentes de costumbre:

—¿Que si estaba Jenny aquí cuando vino esa señora? Sí, estaba aquí cuando vino esa señora. ¿Que qué le dijo la señora? Bueno, le voy a decir lo que le dijo la señora. Le dijo: «¿Recuerda usted que vine una vez para hablar con usted de la señorita que la había venido a visitar? ¿Recuerda que le di una buena suma por el pañuelo que se había dejado ella?». ¡Ah! Sí que se acordaba. Nos acordábamos todos. Bueno, y después si la señorita estaba ahora en su casa. No, no estaba ahora en la casa. Bueno, pues entonces va y resulta que la señora está de viaje sola, por raro que nos parezca, y pregunta si puede quedarse a descansar aquí, donde está usted sentada ahora, una o dos horas. Sí que podía, y eso hizo. Después se marchó…, serían las once y veinte o las doce y veinte, que aquí no tenemos relojes para saber la hora, ni de bolsillo ni de pared. ¿Adónde se fue? No sé a dónde se fue. Ella se fue por un lado, y Jenny por el otro; una se fue derecha a Londres, y la otra al revés. Eso es todo. Pregúntele a éste. Lo oyó todo y lo vio todo. Él lo sabe.

El otro hombre repitió:

—Eso es todo.

—¿Estaba llorando la señora? —pregunté.

—Ni hablar —dijo el primero de los hombres—. Tenía los zapatos destrozados y la ropa deshecha, pero no lloraba…, que viera yo.

La mujer estaba sentada con los brazos cruzados y la mirada fija en el suelo. Su marido se había vuelto un poco en la silla con objeto de verla bien, y mantenía una mano como un martillo en la mesa, como si estuviera dispuesto a cumplir su amenaza en caso de que ella lo desobedeciera.

—Espero que no le importe si pregunto a su mujer —dije— qué aspecto tenía la señora.

—¡Vamos! —le dijo bruscamente—. Ya has oído lo que te dice. Abrevia y díselo.

—Malo —dijo la mujer—. Estaba pálida y cansada. Muy malo.

—¿Habló mucho?

—No mucho, pero estaba ronca.

Mientras respondía, miraba todo el rato a su marido para contar con su permiso.

—¿Se sentía débil? —pregunté—. ¿Comió o bebió algo mientras estuvo aquí?

—¡Vamos! —dijo el marido, en respuesta a la mirada de ella—. Díselo y abrevia.

—Tomó un poco de agua, señorita, y Jenny le dio un poco de pan y de té. Pero casi ni los tocó.

—Y cuando se marchó de aquí… —seguí preguntando yo, cuando su marido, impaciente, me cortó.

—Cuando se marchó de aquí, se marchó, y basta. Por el camino del Norte. Pregunte por el camino, si no me cree, a ver si no es verdad. Y se acabó. Nada más.

Miré a mi acompañante, y al ver que ya se había levantado y estaba listo para irse, les di las gracias por lo que me habían dicho y me despedí de ellos. La mujer miró a los ojos al señor Bucket cuando salió, y él también la miró a los ojos a ella.

—Bueno, señorita Summerson —me dijo él, mientras nos alejábamos rápidamente—, tiene el reloj de Milady. De eso no cabe duda.

—¿Lo ha visto usted? —exclamé.

—Prácticamente, como si lo hubiera visto —me respondió—. Si no, ¿por qué iba a hablar de los «y veinte», si no tiene reloj para ver la hora? ¡Los y veinte! Esa gente no cuenta los minutos con tanta exactitud. Si acaso, cuenta por medias horas. De manera que o Milady le dio el reloj o se lo quitó él. Yo creo que se lo dio. Pero ¿por qué iba a dárselo? ¿Por qué iba a dárselo?

Se repitió esta pregunta a sí mismo varias veces, mientras seguíamos a toda prisa, y parecía que fuera haciendo balance entre las diversas respuestas que se le iban ocurriendo.

—Si dispusiéramos de tiempo —dijo el señor Bucket—, y el tiempo es lo único de lo que no disponemos en este caso, quizá se lo sacara a esa mujer, pero es una posibilidad demasiado dudosa para confiar en ella en estas circunstancias. Seguro que la vigilan de cerca, y hasta un idiota comprendería que una pobre mujer así, golpeada y pateada y llena de cicatrices y cardenales de los pies a la cabeza, hará lo que le dice el bruto de su marido, pase lo que pase. Hay algo que no sabemos. Es una pena no haber visto a la otra mujer.

Yo lo lamentaba mucho, porque era muy agradecida y estaba segura de que no se hubiera resistido a un ruego mío.

—Es posible, señorita Summerson —continuó diciendo el señor Bucket, pensativo—, que Milady la haya enviado a Londres con un mensaje para usted, y es posible que le diera el reloj a su marido a cambio de dejarla ir. No encaja lo bastante perfecto para dejarme satisfecho, pero podría apostar. Ahora bien, no me agrada gastar el dinero de Sir Leicester Dedlock, Baronet, contra tales probabilidades, y no veo de qué valdría, de momento. ¡No! Así que, a la carretera, señorita Summerson, adelante, por el camino recto, ¡y hay que actuar con discreción!

Volvimos a casa para que yo enviara una nota apresurada a mi Tutor, y después volvimos corriendo a donde habíamos dejado el carruaje. Nos sacaron los caballos en cuanto nos vieron llegar, y en unos minutos volvíamos a estar en camino.

Al amanecer había empezado a nevar otra vez, y ahora nevaba muy fuerte. El aire estaba tan impenetrable, debido a lo oscuro del día y a la densidad de la nevada, que no podíamos ver casi nada en cualquier dirección que mirásemos. Aunque hacía muchísimo frío, la nieve no acababa de cuajar, y se quebraba con un ruido como de conchitas de playa bajo los cascos de los caballos hasta convertirse en lodo y agua. A veces, los caballos resbalaban y chapoteaban durante una milla seguida, y nos veíamos obligados a detenernos para que descansaran. Un caballo se cayó tres veces en la primera etapa, y tanto temblaba y tiritaba que al final el conductor tuvo que bajarse de la silla y llevarlo de la rienda.

Yo no podía comer y no podía dormir, y me puse tan nerviosa con los retrasos y con el ritmo lento al que viajábamos, que sentía un deseo irracional de bajarme y echarme a andar. Sin embargo, cedí al buen sentido de mi acompañante y me quedé donde estaba. Todo este tiempo, él, que se mantenía alerta porque, hasta cierto punto, le gustaba lo que estaba haciendo, se bajaba en cada casa del camino y hablaba con gente a la que nunca había visto antes, y entraba a calentarse en todos los fuegos que veía, y hablaba y bebía y estrechaba manos en todos los bares y todas las tabernas, y hacía amistad con todos los carreteros, los carpinteros, los herreros y los cobradores de peajes, pero parecía que nunca perdiera el tiempo, y siempre volvía a montar en la caja con aquella cara alerta y serena y su admonición de «¡Adelante, muchacho!».

A la próxima vez que cambiamos de caballos, volvió del establo cubierto de nieve, que le caía por todas partes y que le llegaba hasta las rodillas mojadas, como las tenía desde que habíamos salido de Saint Albans, y me dijo al lado del carruaje:

—Tenga ánimo. No cabe duda de que ha pasado por aquí, señorita Summerson. Ya no cabe duda del vestido que lleva, y aquí han visto ese vestido.

—¿Sigue a pie? —pregunté.

—Sigue a pie. Creo que el caballero a quien mencionó usted es ahora su punto de destino, y sin embargo no me gusta la idea de que viva en el mismo condado que ella.

—Sé tan pocas cosas —dije—. Quizá haya otra persona por aquí cerca de la cual no sepa yo nada.

—Es cierto. Pero, haga lo que haga, no se ponga usted a llorar, hija mía, y no se preocupe más de lo imprescindible. ¡Adelante, muchacho!

Aquel día estuvo cayendo aguanieve incesantemente, la niebla se levantó temprano y nunca se desvaneció ni se aclaró un momento. A veces temía yo que hubiéramos perdido el camino y nos hubiéramos metido en tierras de labor o en pantanos. Cuando pensaba en el tiempo que llevaba en camino, se me presentaba como un período indefinido de enorme duración, y me parecía, por extraño que fuera, no haber estado nunca libre de la ansiedad que ahora me atenazaba.

Mientras avanzábamos empecé a sentir temores de que mi acompañante fuera perdiendo la confianza. Se portaba igual que antes con todo el mundo que encontrábamos por el camino, pero cuando volvía a sentarse en el pescante del carruaje, tenía un gesto más grave. Vi cómo se pasaba el índice por la boca, intranquilo, a lo largo de toda una fatigosa etapa. Escuché que empezaba a preguntar a los conductores de las diligencias y otros vehículos con los que nos cruzábamos qué pasajeros habían visto en otras diligencias y otros vehículos que iban por delante de nosotros. Sus respuestas no le parecían alentadoras. Siempre me hacía un gesto tranquilizador con el índice, y levantando un párpado cuando volvía a subir al pescante, pero ahora, cuando decía «¡Adelante, muchacho!», parecía perplejo.

Por fin, cuando estábamos cambiando de caballos, me dijo que había perdido la pista del vestido hacía tanto rato que empezaba a sentirse sorprendido. No era nada, dijo, perder una pista durante algún tiempo y volver a encontrarla poco después, pero en este caso había desaparecido de manera inexplicable, y desde entonces no la habíamos vuelto a encontrar. Aquello corroboró las impresiones que me había ido formando yo cuando empezó a mirar los indicadores de caminos y a apearse del carruaje en las encrucijadas durante un cuarto de hora cada vez mientras las exploraba. Pero me dijo que no debía desanimarme, pues lo más probable era que a la próxima etapa volviéramos a encontrar la dirección.

Sin embargo, la etapa siguiente terminó igual que la anterior: no teníamos ni una pista nueva. Había una posada espaciosa, solitaria, pero en un edificio sólido y cómodo, y cuando entramos bajo un amplio portón, y antes de que yo me diera cuenta, la patrona y sus agraciadas hijas vinieron a la puerta del carruaje a pedirme que me apeara y me refrescara mientras se preparaban los caballos, pensé que no sería cortés por mi parte negarme. Me hicieron subir a una habitación calentita y me dejaron en ella.

Estaba, recuerdo, en una de las esquinas de la casa, y daba a dos lados. De un lado había un establo abierto a un camino secundario, donde los hosteleros estaban desenganchando del carruaje embarrado los caballos manchados y fatigados, y más allá al propio camino secundario, sobre el cual se balanceaba violentamente la muestra de la posada; del otro lado, daba a un bosque de pinos oscuros. Tenían las ramas cargadas de nieve, que ahora caía silenciosamente en grandes montones mientras yo miraba por la ventana. Estaba llegando la noche, cuya oscuridad se veía realzada por el contraste con el fuego que chisporroteaba y se reflejaba brillante en los paneles de la ventana. Mientras yo miraba entre los troncos de los árboles, y seguía las marcas descoloridas en la nieve donde penetraba el deshielo que la iba minando, pensé en la faz de aquella madre brillantemente iluminada por las hijas que acababan de darme la bienvenida y en mi madre yacente en un bosque como aquél para morir en él.

Me sentí asustada cuando las vi a todas en derredor mío, pero recordé que antes de desmayarme había intentado con todas mis fuerzas no caer, y aquello me sirvió de algo. Me recostaron en unos cojines, en un sofá junto a la chimenea, y después la amable hostelera me dijo que yo no podía seguir viajando aquella noche, sino que tenía que acostarme. Pero aquello me hizo temblar de tal modo, ante la idea de que me retuvieran allí, que pronto retiró sus palabras y aceptó que yo no descansara más que media hora.

Era una persona buena y cariñosa. Tanto ella como sus tres guapas hijas no hacían más que ocuparse de mí. Yo tenía que tomar una sopa caliente y un pollo a la parrilla, mientras el señor Bucket se secaba y comía en otra parte, pero cuando me trajeron una mesita muy bien dispuesta junto a la chimenea, me di cuenta de que no podía comer, aunque no quería desilusionarlas. Sin embargo, logré ingerir algo de tostada y vino caliente con especias, y como verdaderamente aquello me sentó bien, por lo menos no se quedaron desencantadas.

Exactamente a tiempo, al cumplirse la media hora, se oyó el ruido del carruaje que pasaba por el portón, y me bajaron ya recuperada, restaurada, reconfortada por su amabilidad y segura (según les aseguré) de que no volvería a desmayarme. Cuando me subí y me despedí, agradecida, de todas ellas, la más joven de las hijas (una muchacha preciosa, de dieciocho años) se subió al escalón del carruaje, metió la cabeza en él y me dio un beso. Nunca la he vuelto a ver, pero desde entonces la considero una amiga.

Pronto desaparecieron las ventanas transparentes, iluminadas por el fuego y la luz, tan claras y calientes vistas desde la oscuridad fría del exterior, y una vez más nos encontramos pisoteando la nieve blanda y chapoteando en ella. Nos costó bastante trabajo salir, pero los lóbregos caminos no estaban peor que antes, y esta etapa era de sólo 19 millas. Mi compañero iba fumando en el pescante (en la última posada se me había ocurrido pedirle que fumase cuando quisiera, al verlo de pie ante la chimenea y envuelto en una gran nube de tabaco) y tan alerta como siempre, y seguía apeándose y volviendo a montar a toda velocidad cada vez que nos encontrábamos con una casa o con un ser humano. Había encendido su linternita sorda, que parecía ser uno de sus artilugios favoritos, porque el carruaje ya llevaba faros, y de vez en cuando la volvía en mi dirección, para ver si yo estaba bien. Había una ventana corrediza en la delantera del carruaje, pero yo no la cerraba, porque me parecía que era cerrar las puertas a la esperanza.

Llegamos al final de la etapa, y seguíamos sin recuperar la pista perdida. Lo miré, preocupada, cuando nos paramos a cambiar de caballos, pero supe, al ver su gesto todavía más grave, al quedarse mirando al hostelero, que seguía sin tener noticias. Casi un instante después, cuando me recosté en mi asiento, miró él con la lámpara encendida en la mano, excitado y completamente cambiado.

—¿Qué pasa? —pregunté yo, mirándolo—. ¿Está aquí?

—No, no. No se engañe usted, hija mía. Aquí no hay nadie. ¡Pero ya lo tengo!

Tenía nieve cristalizada en los párpados, en el pelo, en todas las arrugas de su traje. Tuvo que quitársela a sacudidas de la cabeza y recuperar el aliento antes de volver a hablarme:

—Mire, señorita Summerson —me dijo, golpeándose los dedos en el marco de la ventanilla—: no se desaliente por lo que voy a hacer. Ya me conoce usted. Soy el Inspector Bucket, y puede usted confiar en mí. Hemos recorrido un largo camino, pero no importa. ¡Cuatro caballos más para la próxima etapa! ¡Rápido!

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