Casa desolada (123 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Si se me busca o se me acusa por este asesinato, cree que soy totalmente inocente. No creas ninguna otra cosa buena de mí, pues no soy inocente de ninguna otra cosa que te hayan contado o te vayan a contar en contra mía. Él me preparó aquella noche fatal para la revelación que iba a hacerte. Cuando se marchó, fui, so pretexto de darme un paseo, al jardín donde suelo hacerlo, pero en realidad se trataba de seguirlo a él y hacerle una última petición de que no prolongase más la horrible angustia a la que me había sometido, no sabes durante cuánto tiempo, sino que tuviera la compasión de asestar el golpe a la mañana siguiente.

Encontré su casa sumida en la oscuridad y el silencio. Llamé dos veces a su puerta, pero no obtuve respuesta y volví a casa.

Ya no tengo casa. No te voy a abrumar más. Ojalá puedas, en tu justo resentimiento, olvidar a esta mujer indigna en la que has desperdiciado un cariño generosísimo, y que al evitarte sólo experimenta una vergüenza más profunda que la que le hace huir de sí misma, y que te escribe este último adiós.

Se pone a toda prisa un velo y un vestido, abandona todas sus joyas y su dinero, escucha, baja las escaleras en un momento en que vestíbulo está vacío, abre y cierra la enorme puerta y se pierde en medio del viento frío y cortante.

56. La persecución

Impasible, como corresponde a su alta condición, la casa Dedlock de la capital contempla a las demás casas de la calle grandiosamente lúgubre y no da ninguna muestra externa de que en ella pase nada malo. Resuenan los carruajes, llaman a sus puertas, el mundo intercambia visitas; antiguas bellezas con gargantas como esqueletos y mejillas sonrosadas que tienen un brillo fantasmal cuando se las ve a la luz del día, cuando de hecho esos fascinantes seres parecen la Muerte y la Dama
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fundidas en una sola figura, deslumbran los ojos de los hombres. De las cuadras frígidas salen ágiles carruajes que se balancean, guiados por cocheros paticortos tocados de pelucas cerúleas, hundidos en sus mantas mullidas, y detrás van montados Mercurios hermosísimos, con sus bastones de ceremonia y sus bicornios ladeados, un espectáculo digno de los propios ángeles.

La casa Dedlock de la capital no cambia externamente, y pasan horas antes de que su calma impenetrable se vea perturbada internamente. Pero como la bella Volumnia está sometida a la frecuente enfermedad del aburrimiento, y ve que esa enfermedad la ataca con una cierta virulencia, se aventura por fin hasta la biblioteca en busca de un cambio de aires. Cuando sus blandas llamadas a la puerta no obtienen respuesta, la abre y mira adentro; al ver que no hay nadie, toma posesión del lugar.

La animada Dedlock tiene fama, en la Ciudad de la Antigüedad
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, Bath, ahora invadida por las hierbas, de estar estimulada por una curiosidad permanente que la lleva a pasearse en todos los momentos oportunos e inoportunos con una lente dorada en el ojo, mirando objetos de todos los tipos. Evidentemente, aprovecha esta oportunidad de fisgar en las cartas y los documentos de su pariente, como un pájaro; da un picotazo a un documento y mira de lado a otro, y salta de mesa en mesa, con la lente puesta en el ojo y con gestos inquisitivos e inquietos. Durante estas investigaciones, tropieza con algo, y al girar la lente en esa dirección, ve a su pariente tendido en el suelo, como un árbol caído.

El gritito favorito de Volumnia adquiere un tono considerable de realidad ante tamaña sorpresa, y la casa se pone rápidamente en movimiento. Las escaleras se llenan de criados que corren, suenan violentos campanillazos, se envía a buscar a varios médicos, y se busca a Lady Dedlock por todas partes, pero no se la encuentra. Nadie la ha visto ni oído desde la última vez que tocó la campanilla. Se descubre en una mesa su carta a Sir Leicester, pero todavía no se sabe si éste ha recibido otra misiva de otro mundo, que haya de responder en persona, y todas las lenguas vivas y las muertas dan igual en el estado en que se halla.

Lo ponen en su lecho y lo frotan, le dan masajes y lo abanican, y le ponen hielo en la cabeza, e intentan todos los medios de reanimarlo. En todo caso, el día ha ido cayendo, y en su habitación es de noche antes de que se aquiete su respirar estertoroso o sus ojos muestren alguna conciencia de la vela encendida que le pasan de vez en cuando por delante. Pero cuando comienza este cambio, continúa, y al cabo de un rato asiente con la cabeza, o mueve los ojos, o incluso la mano, en señal de que oye y entiende.

Cuando cayó esta mañana era un caballero apuesto y majestuoso, algo enfermizo, pero de buena presencia y con la cara tersa. Ahora yace en su lecho convertido en un anciano de mejillas hundidas, en una sombra decrépita de sí mismo. Tenía una voz rica y melodiosa, y llevaba tanto tiempo convencido del peso y la importancia para la humanidad de cada palabra que decía, que sus palabras habían llegado verdaderamente a sonar como si contuvieran algo. Pero ahora no puede más que susurrar, y sus susurros suenan como lo que son: una jerga confusa.

Su ama de llaves favorita y leal está a su lado. Es lo primero que advierte, y es evidente que le agrada. Tras tratar en vano de hacerse comprender verbalmente, hace señas para que le den un lápiz. Es tan inexpresivo que al principio no lo entienden; es su anciana ama de llaves quien comprende lo que desea y le trae una pizarra.

Tras un momento de pausa, garabatea lentamente en ella, con una letra que ya no es la suya: «¿Chesney Wold?». No, le dice ella. Están en Londres. Esta mañana se ha puesto enfermo en la biblioteca. Ella se alegra mucho de haber venido por casualidad a Londres, pues así puede cuidar de él.

—No es una enfermedad muy grave, Sir Leicester. Mañana estará mucho mejor. Sir Leicester. Es lo que dicen todos estos señores —le dice la anciana, cuyo hermoso rostro está bañado en lágrimas.

Tras contemplar toda la habitación, y mirar en especial en torno a la cama, donde están los médicos, escribe: «Milady».

—Milady ha salido, Sir Leicester, antes de que se pusiera usted enfermo, y todavía no sabe que está malo. Vuelve a señalar lo escrito con gran agitación. Todos intentan tranquilizarlo, pero él sigue señalando y está cada vez más agitado. Cuando se miran los unos a los otros sin saber qué decir, vuelve a tomar la pizarra y escribe: «Milady, por Dios, ¿dónde?», y exhala un gemido implorante.

Se considera que lo mejor es que su vieja ama de llaves le dé la carta de Lady Dedlock, cuyo contenido nadie conoce ni puede suponer. Ella se la abre y se la da para que la lea. Tras leerla dos veces con grandes esfuerzos, la pone boca abajo para que nadie la vea y yace gimiendo. Tiene una especie de recaída o desmayo, y pasa una hora antes de que vuelva a abrir los ojos y se apoye en el brazo de su anciana sirvienta, tan fiel y leal. Los médicos saben que con quien mejor está es con ella, y cuando no se ocupan activamente de él, se hacen a un lado.

Vuelve a pedir la pizarra, pero no recuerda la palabra que quiere escribir. Es lamentable ver su ansiedad, su preocupación y su aflicción al verse en este estado. Parece que va a volverse loco por la necesidad que siente de apresurarse y la incapacidad en que se halla de expresar lo que se esfuerza por expresar qué hacer o a quién buscar. Ha escrito la letra B y se ha detenido ahí. De golpe, cuando más sufre, pone delante de esa letra la abreviatura «Sr.». La anciana sugiere Bucket. ¡Gracias a Dios! Eso era lo que quería decir él.

Se averigua que el señor Bucket está abajo, como habían convenido. ¿Hay que hacerle subir?

Imposible no comprender el ardiente deseo que siente Sir Leicester de verlo, o el que expresa de que se vaya de su dormitorio todo el mundo, salvo el ama de llaves. Se cumplen sus deseos rápidamente y aparece el señor Bucket. Parece que de todos los hombres de la Tierra, Sir Leicester ha descendido de su alta condición para confiar y depositar todas sus esperanzas únicamente en éste.

—Sir Leicester Dedlock, Baronet, lamento ver a usted en este estado. Espero que se recupere. Estoy seguro de que sí, debido al prestigio de la familia.

Sir Leicester pone en sus manos la carta de ella y le mira atento a la cara mientras le lee. Cuando el señor Bucket va leyendo aparece en su mirada un gesto nuevo de comprensión; con un movimiento del índice, mientras sigue leyendo, dice:

—Sir Leicester Dedlock, Baronet, lo comprendo. Sir Leicester escribe en la pizarra: «Pleno perdón. Encuentre…», y el señor Bucket le para la mano:

—Sir Leicester Dedlock, Baronet, la encontraré. Pero mi búsqueda debe empezar inmediatamente. No hay que perder ni un minuto.

Con la velocidad del pensamiento sigue la mirada de Sir Leicester Dedlock a una cajita que hay en la mesa.

—¿Traerla aquí, Sir Leicester Dedlock? Desde luego. ¿Abrirla con una de estas llaves? Desde luego. ¿La más pequeña? Pues claro. ¿Sacar los billetes? Inmediatamente. ¿Contarlos? En seguida. Veinte y treinta hacen cincuenta, y veinte setenta y cincuenta, ciento veinte, y cuarenta, ciento sesenta. ¿Llevármelo para los gastos? Seguro, y naturalmente le rendiré cuentas. ¿Qué no escatime en los gastos? No se preocupe.

La velocidad y la exactitud con que el señor Bucket lo interpreta todo es casi milagrosa. La señora Rouncewell, que sostiene la lámpara, se marea ante la celeridad de su mirada y sus manos cuando él se pone en pie, listo para el viaje.

—Usted, señora, es la madre de George, o así creo, ¿no? —dice el señor Bucket en un aparte, cuando ya se ha puesto el sombrero y se está abotonando el sobretodo.

—Sí, señor, soy su pobre madre.

—Eso me parecía, por lo que me acaba de decir hace un momento. Bueno, pues voy a decirle una cosa. No tiene usted que preocuparse más. Su hijo está perfectamente. No se ponga a llorar, porque lo que tiene usted que hacer es cuidar de Sir Leicester Dedlock, Baronet, y eso no lo va a hacer usted si se pone a llorar. En cuanto a su hijo, le digo que está perfectamente y que le envía todo su cariño y espera que usted también esté bien. Ha salido en libertad, eso es lo que le pasa, y no pesan sobre él más acusaciones que puedan pesar sobre usted, y sobre usted no pesa ninguna, le apuesto una libra. Puede usted fiarse de mí, porque fui yo quien detuvo a su hijo. Y en aquella ocasión se comportó como un hombre, y es un hombre excelente, y usted es una señora excelente, y los dos juntos, madre e hijo, son tan excelentes que podrían exhibirse en un museo de cera. Sir Leicester Dedlock, Baronet, voy a hacer lo que usted me ha confiado. No se tema que vaya a apartarme de mi camino, a derecha ni a izquierda, ni que vaya a dormir, ni a lavarme ni a afeitarme hasta encontrar lo que busco. ¿Qué diga que por su parte todo está arreglado y perdonado? Sir Leicester Dedlock, Baronet, eso es lo que haré. Que se mejore usted y que se arreglen estos problemas de la familia, como ha ocurrido, ¡Dios mío!, con tantos otros problemas de familia y cómo seguirá ocurriendo hasta el final de los tiempos.

Con esta perorata el señor Bucket, bien abotonado, se marcha silenciosamente, mirando al frente, como si ya estuviera penetrando en la noche, en busca de la fugitiva.

Lo primero que hace es ir a los aposentos de Lady Dedlock y mirar por todas partes en busca de algún mínimo indicio que le sirva de algo. Los aposentos están ya sumidos en la oscuridad, y el ver al señor Bucket con una vela en la mano y tomando un inventario mental de múltiples objetos delicados que tanto contrastan con él sería todo un espectáculo, espectáculo que no ve nadie, pues se toma el cuidado de cerrar la puerta con llave.

—Hermoso
boudoir
éste —dice el señor Bucket, que se considera ya versado en el francés tras lo ocurrido esta mañana—. Debe de haber costado una pila de dinero. Curioso que se haya dejado todo esto, ¡debe de haber estado bien apurada!

Al abrir y cerrar cajones y mirar en cajas y estuches de joyas se ve reflejado en varios espejos y reflexiona al respecto:

—Casi se diría que estoy entrando en los círculos del gran mundo y que me presento como miembro de Almack's
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—dice el señor Bucket—. Estoy empezando a pensar que soy uno de esos señoritos de los regimientos de la Guardia, y yo sin saberlo.

Sigue mirando por todas partes y abre un estuchito muy bonito que hay en un cajón interior. Cuando con la manaza da la vuelta a unos guantes que hay dentro del cajoncito, casi etéreos, tan ligeros y suaves son, se encuentra con un pañuelo blanco.

—¡Ejem! Vamos a ver —dice el señor Bucket, que deja la luz en el suelo—. ¿Por qué te han apartado a ti? ¿Por qué estás tú ahí? ¿Eres propiedad de Milady o de otra persona? ¿Vamos a suponer que tengas algún tipo de etiqueta?

Y mientras habla la encuentra: «Esther Summerson».

—¡Vaya! —exclama el señor Bucket, que hace una pausa y se lleva el índice a la oreja—. ¡Vamos, te vas a venir conmigo!

Termina sus observaciones con tanto silencio y cuidado como las empezó, deja todo exactamente igual que lo encontró, se marcha al cabo de cinco minutos en total, y sale a la calle. Con una mirada hacia arriba, hacia los aposentos débilmente iluminados de Sir Leicester Dedlock, se pone en marcha, a toda velocidad, hacia la parada de coches más próxima, escoge el caballo que más le gusta y ordena que lo lleven a la Galería de Tiro. El señor Bucket no se considera un juez científico de los caballos, pero apuesta algo en las carreras más importantes, y en general resume sus conocimientos al respecto diciendo que cuando ve un caballo que sabe correr, lo reconoce inmediatamente.

En este caso no se ha equivocado. Trota sobre los adoquines a una velocidad peligrosa, pero al mismo tiempo hace que su vista atenta se pose en todos los seres furtivos a los que adelanta en las calles de la medianoche, e incluso en las luces de las ventanas altas, donde la gente se está acostando, y en todas las esquinas que pasa volando, así como en el cielo cargado y en la tierra en la que hay una leve capa de nieve, pues es posible que aparezca algo que le pueda servir de ayuda, y sigue hacia su destino a tal velocidad que cuando se detiene, el caballo casi lo envuelve en una nube de vapor.

—Quítele los arreos un momento para que descanse; vuelvo en seguida.

Sube corriendo por la larga entrada de maderas y ve al soldado que está fumando su pipa.

—He creído que era mi deber, George, después de todo lo que has soportado, amigo mío. No puedo decirte una palabra más. ¡Palabra de honor! Y todo es por salvar a una mujer. La señorita Summerson, la que estaba aquí cuando murió Gridley…, así se llama, estoy seguro, ¡bien!, ¿dónde vive?

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