Casa desolada (120 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

—¡Mentiras! —interviene Mademoiselle—. ¡Todo mentiras, mi amigo!

—Sir Leicester Dedlock, Baronet, ¿cómo salieron mis cálculos en estas circunstancias? Cuando calculé que esta impetuosa joven iba a cometer nuevas exageraciones, ¿me equivoqué o acerté? Acerté. ¿Qué intenta hacer? ¿No le sorprende? Atribuir el asesinato a Milady.

Sir Leicester se levanta de la butaca y vuelve a hundirse en ella.

—Y se sintió alentada para hacerlo al enterarse de que me pasaba la vida aquí, cosa que hice adrede. Abra usted ahora este cuaderno, Sir Leicester Dedlock, si me permite la libertad de tirárselo a usted, y mire las cartas que me han ido llegando, cada una de las cuales contiene dos palabras: «LADY DEDLOCK». Abra la dirigida a usted, que retuve esta misma mañana, y lea las tres palabras: «LADY DEDLOCK, ASESINA». Estas cartas han ido llegando como un enjambre de langostas. ¿Qué me dice usted si le digo que la señora Bucket, desde su torre vigía, vio que todas ellas las escribía esta joven? ¿Qué me dice usted si le digo que hace media hora la señora Bucket consiguió la tinta y el papel correspondientes, las medias hojas que faltan y todo lo demás? ¿Qué me dice usted si le digo que la señora Bucket vio cómo esta joven ponía todas y cada una de ellas en el correo, Sir Leicester Dedlock, Baronet? —pregunta el señor Bucket, triunfante en su admiración del genio de su cara mitad.

Hay dos cosas fácilmente perceptibles cuando el señor Bucket llega a su conclusión. La primera es que parece establecer imperceptiblemente un terrible derecho de propiedad sobre Mademoiselle. La segunda es que la misma atmósfera que respira ella parece estrecharse y contraerse en torno a ella, como si en torno a su cuerpo se fuera estrechando una red tupida, o una mortaja.

—No cabe duda de que Milady estuvo en el lugar del crimen en el preciso momento en que se cometía —dice el señor Bucket—, y aquí mi amiga extranjera la vio, según creo, desde el piso de arriba. Milady y George y mi amiga extranjera estuvieron muy cerca los unos de los otros. Pero eso ya no tiene importancia, de manera que no voy a seguir con ello. Encontré el taco de la pistola que sirvió para asesinar al difunto señor Tulkinghorn. El papel era un trozo de la descripción impresa de su casa de Chesney Wold. Dirá usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet, que eso no significa mucho. No. Pero cuando aquí mi amiga extranjera está completamente desprevenida como para creer que ya puede hacer pedazos el resto de esa hoja, y cuando la señora Bucket reconstruye las piezas y resulta que falta el trozo exacto, parece que está todo bien claro.

—Son muy largas mentiras —interviene Mademoiselle—. Supone usted mucho. ¿Es que ya ha acabado o es que va a hablar siempre?

—Sir Leicester Dedlock, Baronet —sigue diciendo el señor Bucket, a quien le encantan los títulos completos y que se siente violento cuando elimina cualquier fragmento de ellos—, el último aspecto de mi caso que voy a mencionar por ahora revela la necesidad de tener paciencia en nuestro oficio, y de no hacer nunca las cosas con prisas. Ayer observé a esta joven, sin que ella lo notara, mientras ella contemplaba el funeral, en compañía de mi mujer, que había proyectado llevarla a él, y observé tal expresión en su rostro y yo tenía tantas pruebas contra ella, que me indigné por su malicia contra Milady, y tan bueno era el momento para que cayera sobre ella lo que podría usted calificar de venganza, que de haber sido yo más joven y tenido menos experiencia, estoy seguro de que la hubiera detenido. Asimismo anoche, cuando llegó a casa Milady, que estoy seguro goza de la admiración universal, con un aspecto que, por Dios cabría casi decir que era Venus surgiendo del océano, me resultó tan desagradable y tan absurdo pensar que se la acusara de un asesinato del cual era inocente, que sentí grandes deseos de poner fin al trabajo. ¿Qué podía yo perder? Sir Leicester Dedlock, Baronet, hubiera perdido el arma. Aquí mi prisionera propuso a la señora Bucket después del funeral que fueran en autobús al campo para tomar el té en un lugar público, pero muy decente. Ahora bien, cerca de ese lugar público corren unas aguas. A la hora del té aquí mi prisionera se levantó para ir a buscar un pañuelo de bolsillo al dormitorio donde se guardaban los sombreros. Estuvo ausente mucho tiempo, y cuando reapareció venía sin aliento. En cuanto llegaron a casa me lo comunicó la señora Bucket, junto con sus observaciones y sus sospechas. Hice que dragaran el río a la luz de la luna, en presencia de un par de nuestros hombres, y antes de que la pistola de bolsillo llevara allí seis horas, salió del fondo. Ahora, querida mía, pásame más el brazo por encima del mío, pásalo firme y no te haré daño.

En un instante el señor Bucket le pone una de las esposas en una muñeca.

—Va una —dice el señor Bucket—. Ahora la otra, guapa. ¡Dos y nada más!

Se levanta, y también ella.

—¿Dónde —pregunta ella, bajando los párpados hasta que casi no se le pueden ver los ojos—, dónde está la falsa, traicionera y maldita de su mujer?

—Ha ido a la Jefatura de Policía —responde el señor Bucket—. Ya la verás allí, linda.

—¡Me gustaría darle un beso! —exclama Mademoiselle Hortense, jadeando como una tigresa.

—Sospecho que la ibas a morder —dice el señor Bucket.

—¡Pero sí! —abriendo mucho los ojos—. Me encantaría hacerla pedazos, miembro a miembro.

—Claro, hija —dice el señor Bucket con la mayor compostura—. Estoy totalmente dispuesto a creérmelo. Las de tu sexo tenéis una animosidad tan sorprendente las unas contra las otras cuando estáis en desacuerdo… ¿A que a mí no me odias tanto?

—No. Aunque es usted un Diablo siempre.

—Ángel y diablo por turnos, ¿eh? —exclama el señor Bucket—. Pero tienes que considerar que éste es mi trabajo. Permíteme que te arregle el chal. Ya he hecho de doncella de muchas más señoras. ¿Te falta algo: el sombrero? Hay un coche a la puerta.

Mademoiselle Hortense lanza una mirada indignada al espejo, se sacude hasta quedar perfectamente arreglada y, por hacerle justicia, tiene un aire especialmente refinado.

—Escuche entonces, ángel mío —dice tras varios gestos sarcásticos—. Es usted muy espiritual. Pero, ¿puede usted devolverle la vida?

El señor Bucket responde:

—No exactamente.

—Qué divertido. Escuche todavía más una vez. Es usted muy espiritual. ¿Puede usted hacer de ella una señora honesta?

—No seas tan maliciosa.

—¿O hacer
de él
un señor altivo? —grita Mademoiselle, refiriéndose a Sir Leicester con un desdén inefable—. ¡Eh! ¡Oh, entonces mírele! ¡Pobre niño! ¡Ja, ja, ja!

—Vamos, vamos, estás parlando peor que antes —dice el señor Bucket—. ¡Vámonos!

—¿Usted no puede hacer eso? Entonces puede usted hacer conmigo lo que le plazca. Es como la muerte, es todo la misma cosa. Vámonos, ángel mío. Adieu, anciano, gris. ¡Le compadezco y le desprecio!

Con estas últimas palabras cierra los dientes de un golpe, como movidos por un muelle. Es imposible describir cómo la saca el señor Bucket, pero realiza esa hazaña de manera peculiar en él: la rodea y la circunda como una nube y se marcha flotando en torno a ella, como si él fuera un Júpiter feo y ella el objeto de sus afectos.

Sir Leicester se queda a solas en la misma actitud, como si siguiera escuchando y siguiera teniendo la atención ocupada. Por fin mira en torno al aposento vacío, y al ver que está desierto, se pone inseguro en pie, echa atrás la butaca y da unos pasos, apoyándose como puede en la mesa. Después se detiene, y con unos cuantos sonidos inarticulados más, levanta la vista y parece contemplar algo.

El Cielo sabe qué verá. Los verdes, verdes bosques de Chesney Wold, la mansión familiar, los cuadros de sus antepasados, desconocidos que los desfiguran, agentes de policía que manipulan groseramente sus objetos más preciados, miles de dedos que lo señalan a él, miles de caras que lo contemplan burlonas. Pero si esas sombras desfilan ante él en su confusión, hay otra sombra a la que todavía puede nombrar con una cierta claridad, y a la que se dirige mientras mesa sus blancos cabellos y abre los brazos.

Es ella, en relación con la cual, salvo en el sentido de haber sido desde hace años una fibra básica de las raíces de la dignidad y el orgullo de él, jamás ha tenido un pensamiento egoísta. Es ella, a quien ha admirado, honrado, amado y erigido un pedestal para que la respete el mundo entero. Es ella, quien en medio de todas las formalidades y los convencionalismos rígidos de su vida, ha sido una reserva de ternura y de amor, susceptible como ninguna otra cosa en el mundo de padecer la agonía que sufre él. La ve, hasta casi borrarse él mismo, y no puede soportar el verla caída del pedestal que tan bien adornaba.

E incluso en el momento en que cae al suelo, inconsciente ya de su sufrimiento, puede seguir pronunciando su nombre de manera casi clara en medio de esos ruidos incoherentes, y en un tono de dolor y de compasión, y no de reproche.

55. La huida

El inspector Bucket, de los Detectives, todavía no ha dado su gran golpe que acabamos de relatar, sino que todavía está restaurándose con el sueño en preparación para su gran día, cuando en medio de la noche y por las heladas carreteras invernales sale de Lincolnshire una silla con dos caballos, que avanza hacia Londres.

Todo este territorio estará dentro de poco surcado de caminos de hierro, y con un rugido y un resplandor, la locomotora y el tren recorrerán como un meteoro el amplio paisaje de la noche, haciendo que la luna palidezca, pero por aquí todavía no existen tales cosas, aunque no sean del todo desconocidas. Están haciéndose preparativos, tomándose medidas, se está delimitando el terreno. Se han comenzado los puentes, y sus tramos todavía sin unir se contemplan desolados por encima de caminos y arroyos, como parejas de ladrillo y mortero que tropiezan con un obstáculo a su unión; se están levantando fragmentos de terraplenes, que quedan como precipicios con torrentes de carreteras y carretillas desordenados en su superficie; en las lomas aparecen trípodes de altos palos, donde hay rumores de túneles; todo tiene un aspecto caótico y abandonado en la desesperanza. Por los caminos helados y en medio de la noche, la silla de postas sigue avanzando sin pensar en un ferrocarril.

La señora Rouncewell, ama de llaves de Chesney Wold desde hace tantos años, está en la silla, y a su lado va sentada la señora Bagnet, con su mantón gris y su paraguas. La viejita preferiría ir en el asiento de arriba, que está expuesto a los elementos y constituye una especie de percha primitiva más acorde con la forma en que está acostumbrada ella a viajar, pero la señora Rouncewell se preocupa demasiado de su comodidad para aceptarlo. La anciana no se cansa de manifestar su aprecio a la viejita. Va sentada con sus modales ceremoniosos agarrándola de la mano, y pese a lo áspera que es ésta, se la lleva a menudo a los labios, diciendo muchas veces:

—Tú eres madre, querida mía, ¡y has encontrado a la madre de mi George!

—Pues es que George siempre ha sido franco conmigo —responde la señora Bagnet—; sí, señora, y cuando dijo a nuestro Woolwich en mi casa que lo principal que habría de saber mi Woolwich cuando se hiciera un hombre mejor era no saber nunca que por su culpa había surgido una arruga de pena en la cara de su madre, ni le había salido a ésta una cana, entonces tuve la seguridad, por la forma de hablar de él, de que hacía poco había pasado algo que le había hecho volver a pensar en su madre. Ya otras veces le había oído decirme que se había portado mal con ella.

—¡Jamás, hija mía! —contesta la señora Rouncewell, rompiendo en lágrimas— ¡Bendito sea, jamás! Siempre me quiso mucho, siempre tan cariñoso, mi George. Pero tenía el alma aventurera, y era un poco loco y se alistó en el ejército. Y yo sé que al principio estuvo esperando antes de darnos noticias, a ver si ascendía a oficial, y cuando no ascendió, sé que consideró que nos había decepcionado, y no quería avergonzarnos. ¡Porque mi George tenía un corazón de león, y siempre lo había tenido, desde que nació!

Las manos de la anciana se mueven como hace años al recordar, siempre temblando, qué chico tan guapo, tan bueno, tan alegre y bienhumorado había sido siempre, cómo lo quería todo el mundo, allá en Chesney Wold; cuánto afecto le tenía Sir Leicester cuando éste era un joven caballero; cómo lo querían los perros; cómo incluso la gente con la que él se peleaba lo perdonaba al cabo de un momento, pobrecito. ¡Y volver a verlo ahora, al cabo de tanto tiempo, y en la cárcel! Y la amplia faja se agita, y la curiosa figura tiesa y anticuada se curva bajo el peso del dolor de su corazón.

La señora Bagnet, con la habilidad instintiva de un corazón cálido y generoso, deja que la anciana ama de llaves se abandone a su pesar durante un momento (no sin pasarse el dorso de la mano por sus propios ojos de madre), y al cabo de él vuelve a comentar con su tono animado de costumbre:

—Así que voy y le digo a George cuando voy a verle para tomar el té (mientras él pretende que está fumando su pipa afuera), voy y le digo: «¿Qué te pasa esta tarde, George, por el amor de Dios? Mira que he visto cosas en esta vida, y que te he visto en los momentos buenos y en los malos, en el extranjero y en Inglaterra, y nunca te he visto de este humor melancólico y penitente». «Pues mire, señora Bagnet», va y dice George, «precisamente porque estoy de humor melancólico y penitente me ve usted así». «¿Qué has hecho, muchacho?», le digo. «Pues mire, señora Bagnet», va y dice George, moviendo la cabeza, «lo que he hecho pasó hace ya muchos años, y más vale no tratar de deshacerlo ahora. Si alguna vez voy al Cielo, no será por haber sido un buen hijo de mi madre viuda, y no quiero decir más». Pero mire, señora, cuando George va y me dice que es mejor no tratar de deshacerlo ahora, se me ocurren cosas que ya he pensado antes, y le saco a George que por qué se le ocurren cosas así esa tarde. Entonces George me dice que por pura casualidad ha visto en el bufete del abogado a una ancianita magnífica que le ha hecho pensar en su madre, y sigue hablando de la ancianita hasta olvidarse de sí mismo y hace un retrato de ella tal como era hace años y años. Y entonces voy y le digo a George cuando ha terminado que quién es esa ancianita a la que ha visto. Y George me dice que es la señora Rouncewell, ama de llaves desde hace más de medio siglo de la familia Dedlock, allá en Chesney Wold, en Lincolnshire. George me ha dicho muchas veces que es de Lincolnshire, y entonces voy yo y le digo a Lignum esa noche: «¡Lignum, te apuesto cuarenta y cinco libras a que es su madre!».

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