Casa desolada (117 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

—Ha salido a una cena.

—Sale prácticamente todos los días, ¿no?

—Sí.

—¡No me extraña! —comenta el señor Bucket—. Una mujer tan fina como ella, tan hermosa y tan elegante es como un limón nuevo en una mesa, ornamenta cualquier parte donde vaya. ¿Su padre de usted tenía el mismo oficio que usted?

La respuesta es negativa.

—El mío, sí —dice el señor Bucket—. Mi padre fue primero paje, después lacayo, después mayordomo, después administrador y después hotelero. En vida, todo el mundo lo respetaba, y cuando murió, todos lo lloraron. En su último aliento dijo que el servicio era la parte más honorable de su carrera, y era verdad. Yo tengo en el servicio un hermano y un cuñado. ¿Milady es amable?

—Normal —responde Mercurio.

—¡Ah! —exclama el señor Bucket—. ¿Un poco mimada? ¿Un poco caprichosa? ¡Dios mío! ¿Qué se va a esperar de una persona tan hermosa? Y eso es lo que más nos gusta de ellas, ¿no?

Mercurio, con las manos en los bolsillos de su uniforme de diario, del color de la flor del melocotón, estira las piernas simétricas envueltas en seda con el aire de un hombre galante que no puede negarlo. Se oyen unas ruedas y un toque violento de la campanilla.

—Hablando del rey de Roma —dice el señor Bucket—. ¡Aquí está!

Se abren las puertas de golpe y pasa ella por el vestíbulo. Sigue estando muy pálida, va vestida de medio luto y lleva dos pulseras magníficas. Sea la belleza de éstas o la belleza de los brazos de ella, algo parece especialmente atractivo al señor Bucket. La contempla con una mirada penetrante y se acaricia algo en el bolsillo, quizá monedas de a medio penique.

Al verlo a esta distancia, ella lanza una mirada interrogante al otro Mercurio que la ha traído a casa.

—El señor Bucket, Milady.

El señor Bucket hace una inclinación y se adelanta, pasándose el demonio familiar por la región de la boca.

—¿Está usted esperando a ver a Sir Leicester?

—No, Milady. ¡Ya lo he visto!

—¿Tiene usted algo que decirme?

—Nada por el momento, Milady.

—¿Ha descubierto usted algo nuevo?

—Algo, Milady.

Todo esto mientras ella sigue adelante. Casi ni se para, y sube sola las escaleras. El señor Bucket avanza hasta el pie de la escalera, la contempla mientras asciende los mismos escalones que el anciano descendió camino de la muerte, mientras pasa los grupos de estatuas, repetidas en la pared con las sombras de sus armas, junto al cartel impreso al que echa una mirada al pasar, hasta que desaparece.

La verdad es que es una mujer encantadora —dice el señor Bucket, volviendo junto a Mercurio—. Pero no parece estar muy bien de salud.

—No está muy bien de salud —le informa Mercurio—. Tiene muchos dolores de cabeza.

¿De verdad? ¡Qué pena! El señor Bucket le recomendaría pasear mucho.

—Bueno, ya intenta pasear —responde Mercurio—. A veces se da paseos de dos horas, cuando se siente muy mal. Y de noche.

—¿Está usted seguro de medir nada menos que seis pies y tres pulgadas? —pregunta el señor Bucket—. Con mis excusas por interrumpir sus palabras.

—No cabe duda de ello.

—Está usted tan bien proporcionado que no lo hubiera pensado. Pero los soldados de la guardia, aunque dicen que son tan grandes, son muy flacos… ¿Con que da paseos de noche, eh? Pero será cuando hay luna, ¿no?

Sí, claro. ¡Cuando hay luna! Claro. ¡Claro! Uno menciona las cosas y el otro las confirma.

—Supongo que no tendrá usted la costumbre de darse paseos, ¿verdad? —pregunta el señor Bucket—. Seguro que no le sobrará el tiempo.

Además de lo cual, a Mercurio no le agrada. Prefiere el ejercicio de los carruajes.

—Naturalmente —dice el señor Bucket—. Eso es diferente. Ahora que lo pienso —dice el señor Bucket, calentándose las manos y contemplando el fuego con gesto de sentirse muy a gusto—, la noche misma de este asunto anduvo ella de paseo.

—¡Claro que sí! Yo mismo la llevé al jardín de enfrente.

—Y la dejó usted allí. Claro. Si lo vi yo.

—Yo no le vi a
usted
—dice Mercurio.

—Andaba con prisas —responde el señor Bucket—, porque iba a ver a una tía mía que vive en Chelsea, a dos puertas de la antigua Bun House, una señora que ya tiene noventa años, es soltera y tiene algunos bienes. Sí, pasaba por casualidad a aquella hora. ¿Qué hora era? Todavía no habían dado las diez.

—Las nueve y media.

—Tiene usted razón. Eso era. Y, si no me engaño, llevaba una capa negra suelta con flecos muy largos, ¿verdad?

—Claro que sí.

Claro que sí. El señor Bucket tiene que volver arriba a terminar unas cosillas, pero antes ha de darle la mano a Mercurio en agradecimiento por una conversación tan agradable y le pregunta (no pide más) si cuando tenga un rato libre pensará en concedérselo a ese escultor de la Academia de Bellas Artes que le ha dicho, lo cual sería beneficioso para ambas partes.

54. Revienta una mina

Restaurado por el sueño, el señor Bucket se levanta por la mañana y se prepara para pasar un día muy ocupado. Acicalado tras ponerse una camisa limpia y aplicarse al pelo un cepillo húmedo, instrumento con el cual, en las ocasiones de ceremonia, se lubrica los escasos rizos que le quedan tras una vida de intenso estudio, el señor Bucket ingiere un desayuno de dos chuletas de cordero para empezar, junto con té, huevos, tostada y mermelada, en escala correspondiente. Tras disfrutar mucho con esta forma de recuperar sus fuerzas, y tras una conferencia sutil con su demonio familiar, encarga confiado a Mercurio que «se limite a mencionar a Sir Leicester Dedlock, Baronet, que cuando esté dispuesto a verme, yo estoy dispuesto a verlo a él». Cuando le llega el amable mensaje de que Sir Leicester se apresurará a vestirse y se reunirá con el señor Bucket en la biblioteca dentro de diez minutos, el señor Bucket se dirige a ese aposento y se queda ante el fuego, con el índice apoyado en la barbilla, contemplando los carbones ardientes.

Está pensativo el señor Bucket, como corresponde a alguien a quien espera una tarea importante, pero está sereno, seguro y confiado. Por la expresión que tiene en el rostro, podría tratarse de un famoso jugador de whist que apuesta fuerte (digamos que sobre seguro cien guineas) con las cartas en la mano, pero que también tiene la reputación de jugar hasta la última carta y de manera magistral. No se siente nada nervioso ni inquieto el señor Bucket cuando aparece Sir Leicester, pero mira al baronet de lado cuando éste se aproxima lentamente a su butaca, con la misma gravedad atenta de ayer, en la que ayer hubiera podido haber, de no haber sido por la osadía de tamaña idea, un matiz de compasión.

—Lamento haberle hecho esperar, agente, pero esta mañana me he levantado bastante más tarde que de costumbre. No estoy bien. La agitación y la indignación que he sufrido últimamente han sido demasiado para mí. Padezco de… la gota —Sir Leicester iba a decir una indisposición, y es lo qué hubiera dicho a cualquier otra persona, pero es palpable que el señor Bucket está al tanto—, y circunstancias recientes me han provocado un ataque.

Cuando ocupa su asiento con alguna dificultad, y con aire de sufrir, el señor Bucket se le acerca un poco y se queda apoyado con una de sus manazas en la mesa de la biblioteca.

—No sé, agente —observa Sir Leicester, levantando la mirada hacia él—, si desea usted que estemos a solas, pero será lo que usted decida. Si es a solas, perfectamente. Si no, a la señorita Dedlock le interesaría…

—Pero Sir Leicester Dedlock, Baronet —responde el señor Bucket, ladeando persuasivamente la cabeza y con el índice junto a la oreja, como un pendiente—, ahora mismo es imposible exagerar la importancia de estar a solas. En estas circunstancias, la presencia de una dama, y especialmente de la señorita Dedlock, con la elevada posición que ocupa en la sociedad, no podría por menos de resultarme agradable, pero no quiero ser egoísta y me tomo la libertad de asegurarle que estoy seguro de que no es posible exagerar la importancia de estar a solas.

—Basta, pues.

—Tan es así, Sir Leicester Dedlock, Baronet —prosigue el señor Bucket—, que estaba a punto de pedirle permiso para cerrar la puerta con llave.

—Desde luego.

Y el señor Bucket, hábil y silenciosamente, toma esa precaución, y se pone de rodillas un momento, por mera fuerza de la costumbre, para asegurarse de que la llave queda encajada de modo que no pueda mirar nadie desde fuera.

—Sir Leicester Dedlock, Baronet, ayer tarde mencioné que me faltaba muy poco para terminar el caso. Ya lo he terminado y he reunido pruebas contra la persona que cometió el crimen.

—¿Contra el soldado?

—No, Sir Leicester Dedlock, no es contra el soldado.

Sir Leicester parece quedarse asombrado y pregunta:

—¿Ya ha detenido al culpable?

El señor Bucket, tras una pausa, le dice:

—Fue una mujer la culpable.

Sir Leicester se echa atrás en la butaca y exclama sin aliento:

—¡Cielo santo!

—Ahora bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet —comienza el señor Bucket, en pie ante él con una mano en la mesa de la biblioteca y el índice de la otra en pleno funcionamiento impresionante—, tengo el deber de preparar a usted para una serie de circunstancias que pueden causar, y que oso decir van a causar una grave impresión a usted. Pero, Sir Leicester Dedlock, Baronet, usted es un caballero, y yo sé lo que es un caballero y de todo lo que es capaz un caballero. Un caballero puede soportar un golpe, cuando es necesario, con vigor y calma. Un caballero puede decidir que está dispuesto a aguantar casi cualquier género de golpe. Fíjese en usted mismo, Sir Leicester Dedlock, Baronet. Si va usted a sufrir un golpe, piensa inmediatamente en su familia. Se pregunta a sí mismo cómo hubieran soportado ese golpe todos sus antepasados, hasta llegar a Julio César (por no llegar de momento más lejos); recuerda usted docenas de ellos que lo habrían soportado bien, y lo soporta bien gracias a ellos, y por mantener el prestigio de la familia. Eso es lo que usted se dice y así es como actúa usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet.

Sir Leicester está echado hacia atrás en la butaca, asido a los brazos de ésta, y lo contempla con cara impasible.

—Pues bien, Sir Leicester Dedlock —continúa diciendo el señor Bucket—, al preparar así a usted, permítame pedirle que no se agite ni un momento por pensar que yo me he enterado de algo. Sé tantas cosas acerca de tanta gente, de alta y baja condición, que un dato más o menos no significa nada. Creo que no hay ni un movimiento del tablero que pueda sorprenderme a mi, y en cuanto a que se haya realizado tal o cual movimiento, el que yo lo sepa no importa nada, dado que cualquier movimiento posible (con tal de que sea un movimiento equivocado) siempre es probable, según mi experiencia. Por eso lo que le digo a usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet, es que no se debe usted preocupar porque yo sepa algo acerca de los asuntos de su familia.

—Le agradezco a usted esta preparación —responde Sir Leicester tras un silencio, sin mover un pie, ni una mano, ni hacer un gesto—, que espero no sea necesario, aunque reconozco que es bien intencionado. Tenga usted la bondad de continuar. Además —y Sir Leicester parece encogerse ante la sombra de su figura—, además, le ruego que tome asiento, si no le importa.

—En absoluto.

El señor Bucket arrima una silla y su sombra se reduce.

—Ahora bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet, tras este breve prefacio voy al grano. Lady Dedlock…

Sir Leicester se yergue en su butaca y le lanza una mirada feroz. El señor Bucket pone en juego el índice como emoliente.

—Lady Dedlock, como usted sabe, goza de la admiración universal. Eso es de lo que goza Milady, de la admiración universal.

—Preferiría con mucho, agente —contesta rígidamente Sir Leicester—, que el nombre de Milady no figurase para nada en esta conversación.

—Y yo también, Sir Leicester Dedlock, Baronet, pero… es imposible.

—¿Imposible?

El señor Bucket niega con su implacable cabeza.

—Sir Leicester Dedlock, Baronet, es totalmente imposible. Lo que tengo que decir se refiere a Milady. Es el punto en torno al cual gira todo.

—Agente —replica Sir Leicester, con mirada feroz y labio tembloroso—, usted sabe cuál es su deber. Cumpla con su deber, pero mucho cuidado con sobrepasarse. Yo no lo toleraría. No lo soportaría. Introduce usted el nombre de Milady en esta comunicación únicamente bajo su responsabilidad…, bajo su responsabilidad. ¡El nombre de Milady no es un nombre para que juegue con él la gente del común!

—Sir Leicester Dedlock, Baronet, digo lo que he de decir, y nada más.

—Espero que sea cierto. Muy bien. Adelante. ¡Adelante, señor mío!

El señor Bucket mira a los ojos airados que ahora eluden y la figura colérica que tiembla de los pies a la cabeza, pero trata de mantenerse en calma, explora el camino con el índice y continúa diciendo en voz baja:

—Sir Leicester Dedlock, Baronet, tengo el deber de decirle que el difunto señor Tulkinghorn abrigaba desde hacía tiempo desconfianzas y sospechas respecto de Lady Dedlock.

—Si hubiera osado insinuármelo, señor mío (cosa que nunca hizo), ¡lo hubiera matado yo mismo! —exclama Sir Leicester, dando un manotazo en la mesa. Pero en medio del calor y la furia del acto se interrumpe, frenado por la mirada sabia del señor Bucket, cuyo índice se mantiene lentamente en marcha, y que, con una mezcla de confianza y de paciencia, niega con la cabeza.

—Sir Leicester Dedlock, el difunto señor Tulkinghorn era muy astuto y muy reservado, y yo no puedo decir exactamente qué era lo que pensaba al principio de todo. Pero sé por su propia boca que desde hacía mucho tiempo sospechaba que Lady Dedlock había descubierto, al ver algo escrito a mano (en esta misma casa y en presencia de usted mismo, Sir Leicester Dedlock), la existencia, en condiciones de extrema pobreza, de cierta persona que había sido su enamorado antes de que usted la pretendiera, y que hubiera debido convertirse en su marido. —El señor Bucket se detiene y repite lentamente:—. Que hubiera debido convertirse en su marido; no cabe la menor duda. Sé por él mismo que cuando poco después murió esa persona él sospechaba que Lady Dedlock había visitado su miserable alojamiento y su miserable tumba, sola y en secreto. Sé por mis propias investigaciones y por mis propios ojos y oídos que Lady Dedlock hizo, efectivamente, esa visita, vestida como si fuera su doncella: pues el señor Tulkinghorn me empleó para investigar a Lady Dedlock (si me permite usted el uso del término que solemos emplear nosotros), y la investigué tanto, hasta tal punto, que lo vi todo. Me enfrenté con la doncella en el bufete de Lincoln’s Inn Fields y no cabía duda de que Milady había llevado la vestimenta de aquella joven sin que ésta lo supiera. Sir Leicester Dedlock, Baronet, ayer traté de preparar el terreno un poco antes de hacer estas desagradables revelaciones, al decir que incluso en las grandes familias a veces pasaban cosas muy extrañas. Todo eso, y más, ha pasado en su propia familia y a su propia señora y por conducto de ella. Creo que el finado señor Tulkinghorn siguió adelante con sus investigaciones hasta la hora de su muerte, y que incluso hubo hostilidades entre él y Lady Dedlock, por este mismo asunto, en la noche de autos. Ahora bien, basta con que usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet, se lo diga a Lady Dedlock, y pregunte a Milady si cuando él se fue de aquí no fue ella a su bufete con la intención de decirle algo más, vestida con una capa suelta negra de flecos largos.

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