Casa desolada (121 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

La señora Bagnet relata todo esto por vigésima vez, como mínimo, en las últimas cuatro horas. Lo trina, como si fuera una especie de ave, en una nota muy alta, con objeto de que la anciana lo pueda oír por encima del estruendo de las ruedas.

—Bendita seas, hija mía, y gracias —dice la señora Rouncewell—. ¡Bendita seas y gracias, hija mía querida!

—¡Dios mío! —exclama la señora Bagnet con la mayor naturalidad—. Desde luego, no es a mí a quien hay que dar las gracias. Gracias a usted, señora, por querer dármelas. Y recuerde usted una vez más, señora, que lo mejor que puede hacer al ver que George es su hijo es hacer (por usted misma) que esté dispuesto a aceptar la mejor ayuda que pueda para salir adelante y liberarse de una acusación de la que es tan inocente como usted o como yo. No basta con que tenga la verdad y la justicia de su parte; tiene que tener la ley y los abogados —exclama la viejita, aparentemente persuadida de que éstos últimos forman un estamento aparte y han disuelto todo consorcio con la verdad y la justicia para toda la eternidad.

—Contará —dice la señora Rouncewell— con toda la ayuda que se le pueda obtener en este mundo, hija mía. Estoy dispuesta a gastar todo lo que tengo, y sea como sea, para obtenerlo. Sir Leicester hará todo lo posible. Toda la familia hará todo lo posible. Yo…, yo sé algo, hija mía, y haré lo que pueda por mi parte, como madre separada de él durante tantos años y que al final acaba por encontrarlo en la cárcel.

La gran inquietud que revela el comportamiento de la anciana ama de llaves al decir esto, sus tartamudeos y la forma en que se retuerce las manos impresionan mucho a la señora Bagnet, y la asombrarían si no fuera porque lo atribuye a su pena por la situación en la que se halla su hijo. Y, sin embargo, la señora Bagnet se pregunta también por qué la señora Rouncewell murmura con un aire tan ausente: «¡Milady, Milady, Milady!», una vez tras otra.

La noche helada va pasando y llega el alba, y la silla de postas sigue rodando en medio de la niebla de la mañana, como el fantasma de una silla ya muerta. Tiene mucha compañía espectral, en los fantasmas de los árboles y de los arbustos que van desapareciendo gradualmente y dejando su lugar a las realidades del día. Al llegar a Londres se apean los viajeros, la anciana ama de llaves muy atribulada y confusa, la señora Bagnet tan tranquila y compuesta como si su siguiente destino, sin cambio de tripulación ni de equipaje, fuera el Cabo de Nueva Esperanza, la Isla de la Ascensión, Hong Kong o cualquier otro destino militar.

Pero cuando se ponen en marcha hacia la prisión en la que está confinado el soldado, la anciana ha logrado recubrirse, con su vestido de color lavanda, de gran parte de la sólida calma que constituye su habitual presencia. Es como si fuera una figura maravillosamente grave, precisa y hermosa de cerámica antigua, aunque el corazón le late rápido y se le agita la faja, mucho más incluso de lo que ha logrado agitársela el recuerdo de su hijo extraviado en todos estos años.

Al acercarse a la celda ven que se abre la puerta y que está a punto de salir un guardián. La viejita le hace inmediatamente una seña de que no diga nada; él asiente con la cabeza y les permite entrar, después de lo cual cierra la puerta.

De manera que George, que está sentado a la mesa y escribiendo algo, pues supone que se halla a solas, no levanta la mirada, sino que sigue absorto. La anciana ama de llaves lo mira, y esas manos de ella, tan inquietas, bastan para que la señora Bagnet quede confirmada en sus ideas; aunque pudiera ver juntos a la madre y el hijo, sabiendo lo que sabe, y dudar todavía de su parentesco.

El ama de llaves no se traiciona con un roce de su vestido, con un gesto ni con una palabra. Se queda mirándolo mientras él sigue escribiendo, totalmente inconsciente, y lo único que revela sus emociones es la forma en que se le agitan las manos. Pero éstas son muy elocuentes, muy, muy elocuentes. La señora Bagnet las comprende. Expresan gratitud, alegría, pesar, esperanza, un afecto inagotable, mantenido sin esperanza alguna desde que este hombretón era un bebé, de un hijo mejor pero menos querido, y de este hijo tan querido y tan orgulloso, y hablan en un lenguaje tan conmovedor que a la señora Bagnet se le llenan los ojos de lágrimas que le bajan relucientes por la cara atezada.

—¡George Rouncewell! ¡Ay, hijo mío querido, date la vuelta a mirarme!

El soldado se vuelve de golpe, se lanza al cuello de su madre y cae de rodillas ante ella. Sea por un arrepentimiento tardío, sea porque es lo primero que se le ocurre, el hecho es que junta las manos como un niño al decir sus oraciones y las levanta hacia el seno de ella, baja la cabeza y se echa a llorar.

—¡George mío, hijo mío querido! Siempre fuiste mi favorito y lo sigues siendo, y, ¿dónde has estado todos estos años tan terribles? Y te has hecho un hombre, todo un hombre, y magnífico. ¡Eras igual que hubiera sido él, como yo sabia que iba a ser él, si Dios le hubiera guardado la vida!

Ella pregunta y el responde, sin que durante un momento nada guarde relación con lo otro. Durante todo este tiempo, la viejita, que se ha vuelto a un lado, se apoya con un brazo en la pared encalada, apoya en ella su honesta frente, se enjuga las lágrimas con su mantón gris de siempre y disfruta con todo, como viejita útil para todo que es.

—Madre —dice el soldado cuando ya se han calmado—, ante todo perdóneme, pues sé que lo necesito.

¡Perdonarlo! Lo hace de todo corazón y con toda el alma. Siempre lo ha perdonado. Le dice que ha dejado escrito en su testamento, desde hace tantos años, que él es su bienamado hijo George. Nunca jamás ha creído nada malo de él. Aunque hubiera muerto sin este instante de dicha —y ya es una anciana que no puede esperar muchos años de vida—, le hubiera dado su bendición con su último aliento, si tuviera consciencia para ello, por tratarse de su bienamado hijo George.

—Madre, he causado a usted excesivos problemas, y ahora tengo mi recompensa, pero últimamente también he tenido una visión de un cierto objetivo. Cuando me fui de casa no me preocupé demasiado, madre, me temo que no me preocupé mucho, y fui y me alisté a lo loco, haciendo como que nada me preocupaba, a mí no, y que yo no le preocupaba a nadie.

El soldado se ha secado los ojos y se ha guardado el pañuelo, pero existe un contraste extraordinario entre su forma habitual de expresarse y de comportarse y el tono más blando con el que habla ahora, interrumpido de vez en cuando por un sollozo ahogado.

—De manera que escribí una línea a casa, madre, como bien sabe usted, para decir que me había alistado con nombre falso, y me embarqué. Cuando llegué al extranjero pensé que escribiría a casa al cabo de un año, cuando quizá hubiera ascendido, y cuando pasó aquel año, quizá ya no pensaba tanto en escribir. Y así fueron pasando los años, a lo largo de diez años de servicio, hasta que empecé a envejecer y a preguntarme para qué iba a escribir.

—No veo de qué acusarte, hijo mío, pero, ¡sin acusarte de nada, George! ¿Por qué no escribiste una carta a tu amante madre, que también estaba envejeciendo?

Esas palabras casi vuelven a derribar al soldado, pero éste se yergue con un carraspeo fuerte, duro y sonoro.

—Que el Cielo me perdone, madre, pero pensé que de poco le valdría el tener noticias mías. Ahí estaba usted, respetada y estimada. Estaba también mi hermano, que según veía de vez en cuando en los periódicos del Norte que nos llegaban, empezaba a prosperar y a hacerse famoso. Y de la otra parte estaba un dragón de caballería que vagabundeaba, no se asentaba nunca, que no era un hombre hecho por sí mismo, sino deshecho por sí mismo, que había tirado por la borda todo lo que le había dado su familia al nacer, que había desaprendido todo lo que había aprendido, que no sabía nada que le pudiera valer para nada útil. ¿Por qué iba yo a dar noticias mías? Al cabo de tanto tiempo, ¿de qué valía hacerlo? Para usted, madre, ya había pasado lo peor. Para entonces (porque ya era un hombre) ya sabía yo cómo había llorado por mí, y cuánto me había echado de menos, y que ya se le había pasado el dolor, o había disminuido, y era mejor que mantuviese usted la imagen que tenía de mí.

La anciana sacude pesarosa la cabeza, y tomándole una de sus manazas, se la lleva cariñosa al hombro.

—No, si no digo que fuera así, madre, sino que yo pensaba que era así. Como acabo de decir, ¿de qué iba a valer? Bueno, madre querida, de algo me hubiera valido a mí… y eso era lo malo. Me hubiera buscado usted, hubiera usted tratado de que me licenciara, me hubiera llevado usted a Chesney Wold, nos hubiera usted reunido a mí y a mi hermano y a la familia de mi hermano, hubieran pensado todos ustedes muy preocupados qué era lo mejor que se podía hacer conmigo, y me habrían asentado en plan de paisano respetable, Pero, ¿cómo podía ninguno de ustedes estar seguro de mí, cuando yo no podía estar seguro de mí mismo? ¿Cómo podían ustedes no considerarme como un estorbo y un descrédito para ustedes, salvo que me disciplinara? ¿Cómo podía yo mirar a la cara a los hijos de mi hermano y pretender que era un ejemplo para ellos… yo, el vagabundo que se había escapado de casa y que había causado tanto dolor y tanta pena a mi madre? «No, George», ésas eran las palabras que se me venían a la mente cada vez que pensaba en todo eso: «A lo hecho, pecho».

La señora Rouncewell yergue su figura majestuosa y hace un gesto con la cabeza a la viejita, como indicando: «¡Ya se lo había dicho!». La viejita da rienda a sus sentimientos y atestigua su interés en la conversación con un gran golpetazo que asesta al soldado entre los omoplatos, acto que repite después, a intervalos, con una especie de demencia afectuosa, y después de administrar cada una de estas amonestaciones no deja de volverse hacia la pared blanqueada y el mantón gris.

—Así fue como llegué a pensar, madre, que lo mejor que podía hacer era echarle pecho a lo hecho, hasta la muerte. Y ésa es la resolución que habría mantenido (aunque he ido a verla a usted más de una vez en Chesney Wold, cuando usted no pensaba que yo pudiera andar merodeando por allí), de no haber sido por aquí la mujer de mi camarada, que según veo ha sido demasiado lista para mí. Pero se lo agradezco. Se lo agradezco, señora Bagnet, de todo corazón y con todas mis fuerzas.

A lo que la señora Bagnet responde con dos paraguazos.

Y ahora la anciana convence a su hijo George, a su queridísimo hijo recién recuperado, a su orgullo y su alegría, a la luz de su vida, al desenlace feliz de su vida y todos los demás apelativos cariñosos que se le ocurren, que debe regirse conforme a los mejores consejos que se puedan conseguir con dinero e influencia; que en esta grave situación debe actuar según se le aconseje, y que no debe ser voluntarioso, por mucha razón que tenga, sino que debe pensar en la ansiedad y los sufrimientos de su pobre madre hasta salir en libertad, pues de otro modo le destrozará el corazón.

—Madre, no es mucho pedir —dice el soldado, que detiene su verborrea con un beso—; dígame lo que he de hacer y aunque sea tarde para empezar a obedecer, lo haré. Señora Bagnet, estoy seguro de que cuidará usted de mi madre, ¿verdad?

Un paraguazo muy fuerte de la viejita.

—Si se la presenta usted al señor Jarndyce y a la señorita Summerson, verá que éstos opinan lo mismo que ella y que le darán los mejores consejos y toda su ayuda.

—Y, George —dice la anciana—, hay que mandar a buscar a tu hermano a toda prisa. Según me dicen, es un hombre muy sensato y de mucho criterio en el mundo fuera de Chesney Wold, hijo mío, aunque yo no sé mucho de ese mundo, y nos servirá de gran ayuda.

—Madre —responde el soldado—, ¿es demasiado pronto para pedirle un favor?

—Desde luego que no, hijo mío.

—Entonces, concédame usted este gran favor: no deje que se entere mi hermano.

—¿Que no se entere de qué, hijo mío?

—Que no se entere de mí. De hecho, madre, yo no podría soportarlo, no puedo consentirlo. Ha demostrado ser tan diferente de mí, y ha hecho tanto por progresar mientras yo he andado por ahí de soldado, que en mi situación actual no tengo cara suficiente para verlo aquí y sometido a esta acusación. ¿Cómo puede agradar a un hombre como él descubrir tal cosa? Es imposible. No, madre, mantenga mi secreto ante él; hágame un favor mayor de lo que yo merezco y haga que mi secreto se mantenga, ante todo, respecto de mi hermano.

—Pero, ¿no eternamente, querido George?

—Pues, madre, quizá no para siempre (aunque a lo mejor haya de pedirle eso también), pero sí por ahora. Si jamás se entera de que el sinvergüenza de su hermano ha aparecido, desearía —dice el soldado con un gesto muy dubitativo de la cabeza— ser yo quien se lo revelara y regirme, tanto en mis avances como en mis retiradas, por la forma en que parezca tomarlo él.

Como evidentemente tiene una opinión muy firme a este respecto, tan firme que la expresión de la señora Bagnet manifiesta reconocerlo, su madre asiente implícitamente a lo que le pide él. Y él se lo agradece mucho.

—En todo lo demás, madrecita querida, seré todo lo dócil y obediente que desee usted; sólo me mantengo firme en lo que le he dicho. De manera que ahora estoy dispuesto incluso a tratar con abogados. He estado preparando —con una mirada a lo que estaba escribiendo a la mesa— un relato exacto de lo que sé del difunto, y de cómo me vi implicado en este lamentable asunto. Ahí está escrito, bien claro y bien sencillo, como el parte de una unidad; no contiene ni una palabra que no se refiera a hechos concretos. Pretendía leerlo del principio al fin cuando me llamaran para declarar en mi defensa. Espero que todavía se me permita hacerlo, pero ya no tengo una voluntad propia en este caso, y pase lo que pase en un sentido u otro, prometo seguir sin tener voluntad propia.

Como las cosas han llegado a esta situación tan satisfactoria, y como empieza a caer la noche, la señora Bagnet propone que se vayan. La anciana se cuelga una vez tras otra del cuello de su hijo, y una vez tras otra el soldado la aprieta contra su recio pecho.

—¿Dónde va usted a llevar a mi madre, señora Bagnet?

—Voy a la casa que tienen en la ciudad, hijo mío, a la casa de la familia. Tengo algo que hacer allí y he de hacerlo inmediatamente —responde la señora Rouncewell.

—¿Querrá usted encargarse que llegue allí a salvo, en un coche, señora Bagnet? Pero, qué bobada, ya lo sé. ¡Qué preguntas hago!

—Desde luego, ¡qué preguntas! —responde la señora Bagnet a paraguazos.

—Llévesela, vieja amiga, y llévese con usted mi agradecimiento. Muchos besos a Quebec y Malta, todo mi cariño a mi ahijado, un apretón de manos para Lignum, y a usted esto, ¡y ojalá fueran 10.000 libras en monedas de oro, querida amiga! —y con estas palabras el soldado lleva los labios a la frente bronceada de la viejita, y se cierra la puerta de su celda.

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