Casa desolada (61 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Tras este discurso inesperado, pronunciado con energía y acompañado de gestos para ilustrar los diversos ejercicios a los que se ha referido, Phil Squod recorre tres lados de la galería pegado a la pared, y se lanza abruptamente hacia su comandante y le da un cabezazo, como muestra de su total lealtad a él. Después empieza a llevarse los trastos del desayuno.

El señor George, tras reír animadamente y darle un golpecillo en el hombro, le ayuda en su trabajo y coopera en la tarea de poner en orden la galería. Una vez hecho esto, pasa a entrenarse con las pesas, y después se pesa él y opina que está «poniéndose gordo», tras lo cual se dedica con gran solemnidad a la esgrima solitaria con el sable. Entre tanto, Phil se ha puesto a trabajar a su mesa de siempre, donde atornilla y desatornilla, limpia, lima y sopla en pequeñas aperturas, y se va poniendo cada vez más negro, mientras parece montar y desmontar todo lo que hay de montable y desmontable en un arma de fuego.

El amo y el criado se ven interrumpidos al cabo de un rato por unos pasos en el corredor, pasos que suenan de forma rara y denotan la llegada de visitantes desusa dos. Esos pasos, que van acercándose cada vez más a la galería, introducen en ella a un grupo que a primera vista lo hacen irreconciliable con cualquier fecha que no sea la del 5 de noviembre
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.

Está formado por una figura fláccida y fea transportada en una silla por dos personas, acompañada de una mujer flaca con una cara de máscara afilada, de la cual cabría esperar que se pusiera inmediatamente a recitar los versos populares conmemorativos de la época en que ayudaron a crear la explosión que haría despertar a la Vieja Inglaterra, salvo que mantiene la boca firme y desafiantemente cerrada cuando la silla queda en tierra, en cuyo momento la figura contenida en la silla jadea:

—¡Ay, Dios mío! ¡Ay de mí! —y añade:— ¿Cómo está usted, amigo mío? ¿Cómo está usted?

El señor George discierne entonces, en la procesión, al venerable señor Smallweed, que ha salido a tomar el aire, asistido por su nieta Judy como guardaespaldas.

—Señor George, mi querido amigo —aceza el Abuelo Smallweed, apartando el brazo derecho del cuello de uno de sus porteadores, a quien casi ha estrangulado por el camino—, ¿cómo estamos? Veo que le sorprende verme, mi querido amigo.

—No me hubiera sorprendido más ver a su amigo de la City —replica el señor George.

—Salgo muy poco —jadea el señor Smallweed—. Hace meses que no salía. Me resulta incómodo… y sale caro. Pero tenía muchas ganas de verle, mi querido señor George. ¿Cómo está usted, señor mío?

—Bastante bien —dice el señor George—. Espero que usted también.

—Nunca podrá usted estar demasiado bien, querido amigo —dice el señor Smallweed, tomándolo de ambas manos—. He traído a mi nieta Judy. Era imposible dejarla en casa, de ganas que tenía de verle a usted.

—¡Jem! Pues parece disimularlas bastante —murmura el señor George.

—Así que tomamos un simón y le metimos una silla, y al llegar a la esquina me sacaron del coche a la silla y me trajeron hasta aquí para que pudiera ver a mi querido amigo en su propio establecimiento. Éste —dice el señor Smallweed, aludiendo al porteador que ha estado en peligro de estrangulamiento y que se retira, llevándose la mano a la garganta— es el conductor del simón. No tiene que cobrar nada más. Llegamos al acuerdo de que estaría incluido en la carrera. Esta persona —el otro porteador— la contratamos en la calle de afuera por una pinta de cerveza. O sea, dos peniques. Judy, dale dos peniques a esa persona. No estaba seguro de si tenía usted un criado, mi querido amigo, pues de saberlo no habríamos empleado a esta persona.

El Abuelo Smallweed se refiere a Phil con una mirada de considerable terror y medio tragándose la exclamación de: «¡Ay de mí! ¡Dios mío!». Y tampoco carece de alguna razón esa aprensión a primera vista, pues Phil, que nunca había visto antes a la aparición con la gorra de terciopelo negro, se ha quedado inmóvil con un fusil en la mano, cual un tirador de primero que aspire a matar al señor Smallweed como si fuera un viejo pájaro de la especie de los córvidos.

—Judy, hija mía —dice el señor Smallweed—, dale sus dos peniques a la persona. Ya es mucho para lo que ha hecho.

La persona, que es uno de esos especímenes extraordinarios de hongo humano que aparece espontáneamente en las calles del Lado Oeste de Londres, siempre vestidos con una chaqueta vieja y roja y con la «misión» de sostener los caballos y llamar los simones, recibe los dos peniques sin ninguna manifestación de sentir entusiasmo alguno, tira la moneda al aire, la recoge en el dorso de la mano y se retira.

—Mi querido señor George —dice el Abuelo Smallweed—, ¿tendría usted la amabilidad de ayudar a llevarme junto a la chimenea? Estoy acostumbrado a estar junto a una chimenea, y como soy viejo, en seguida me enfrío. ¡Ay de mí!

Esta última exclamación se la arranca al venerable caballero la celeridad con que el señor Squod, como un genio oriental, lo agarra, silla y todo, y lo deposita junto a la chimenea.

—¡Ay de mí! —repite el señor Smallweed, jadeante—. ¡Dios mío! ¡Cielo santo! Mi querido amigo, su empleado es muy fuerte y muy brusco. ¡Dios mío, qué brusco! Judy, apártame un poquito; se me están chamuscando las piernas —como en efecto pueden advertir los olfatos de todos los presentes por el olor que emiten sus medias de estambre.

La dulce Judy, tras apartar un poco del fuego a su abuelo y darle la sacudida de costumbre, le destapa el ojo que tenía tapado por su despabilador de terciopelo negro, y el señor Smallweed vuelve a repetir: «¡Ay de mí! ¡Ay, Señor!», y tras mirar otra vez al señor George, vuelve a acercar las manos al fuego.

—¡Mi querido amigo! ¡Qué alegría de verle! ¿Y éste es su establecimiento? Es un lugar encantador. ¡Toda una estampa! ¿No se disparará nada por accidente, verdad, amigo mío? —añade el Abuelo Smallweed, muy intranquilo.

—No, no. No tema usted.

—Y su empleado… ¡Ay de mí! Nunca dejará que se dispare nada por accidente, ¿verdad, mi querido amigo?

—Nunca ha hecho daño a nadie, salvo a sí mismo —dice el señor George con una sonrisa.

—Pero existe la posibilidad, ya sabe. Parece haberse herido muchas veces y podría herir a otro —replica el anciano caballero—. Quizá sin querer… o quizá queriendo. Señor George, ¿querría usted ordenarle que deje en paz sus infernales armas de fuego y que se vaya?

Phil obedece a un gesto del soldado y se retira con las manos vacías al otro extremo de la galería. El señor Smallweed, tranquilizado, se pone a frotarse las piernas.

—Y ¿qué tal le va, señor George? —pregunta al soldado, que está en posición de firmes frente a él, con el sable en la mano—. ¿Prospera usted, con la gracia de Dios?

El señor George responde con un gesto frío de asentimiento y añade:

—Siga. No cabe duda de que habrá venido usted para decirme algo.

—Es usted tan ocurrente, señor George —replica el venerable abuelo—. Es usted muy buena compañía.

—¡Ya, ya! ¡Siga! —dice el señor George.

—¡Mi querido amigo!… Pero esa espada parece tan brillante y tan afilada… Podría cortarse alguien por accidente. Me da miedo, señor George… ¡Maldito sea! —dice el excelente anciano en un aparte a Judy cuando el soldado da unos pasos para dejar la espada a un lado— Me debe dinero y podría ocurrírsele quedar en paz en este antro. Ojalá estuviera aquí tu infernal abuela para que le cortara la cabeza a ella.

El señor George vuelve, se cruza de brazos y, mirando desde su altura al anciano, que cada vez se va hundiendo más en su silla, dice calmosamente:

—¡Vamos a ver!

—¡Ya! —exclama el señor Smallweed, frotándose las manos con una risita—. Vamos a ver. Sí. ¿Ver qué?

Una pipa —dice el señor George, que con gran compostura pone su silla junto al rincón de la chimenea, saca la pipa de la parrilla, la ataca y la enciende y se pone a fumar pacíficamente.

Eso tiende a desconcertar al señor Smallweed, a quien le resulta tan difícil entrar en su tema, sea éste el que sea, que se exaspera y hace gestos misteriosos de rascar el aire con una vengatividad impotente que expresa el deseo de arañar la cara al señor George y desfigurarlo. Como el excelente anciano tiene las uñas largas y duras, y las manos largas y finas, y los ojos verdes y lacrimosos, y además de todo eso, a medida que continúa, mientras sigue echando manotazos, hundiéndose en su silla y deshaciéndose en un montón informe, se convierte en un espectáculo tan horrible, incluso a los ojos expertos de Judy, esa joven vestal se lanza hacia él con algo que es más que el ardor del afecto y tanto lo sacude, lo palmotea y lo achucha en diversas partes del cuerpo, pero especialmente en los que la ciencia de la defensa propia califica de aparato respiratorio, que en su apuro atormentado lanza estertores como un solador en plena faena.

Cuando, por esos medios, Judy lo ha vuelto a erguir en su silla, con la cara pálida y la nariz helada (aunque sigue manoteando), la propia Judy extiende su índice descarnado y le da un toque en la espalda al señor George. El soldado levanta la cabeza y ella señala con el dedo a su estimable abuelo, y una vez que los ha puesto en contacto de este modo se queda contemplando rígidamente el fuego.

—¡Ay, ay, ay! ¡Aaaghhh! —tirita el Abuelo Smallweed, tragándose la rabia—. ¡Mi querido amigo! (mientras sigue manoteando).

—Voy a decirle una cosa —comenta el señor George—. Si quiere usted conversar conmigo, tiene que hablar en voz alta. Yo no soy demasiado fino y no puedo andar me con rodeos. No tengo la educación necesaria. No soy lo bastante listo. No me va. Cuando se dedica usted a andarme con historias y rodeos —continúa el soldado, llevándose la pipa a los labios—, ¡que me cuelguen si no me siento sofocar!

Y llena de aire su ancho tórax como para asegurarse a sí mismo que todavía no está sofocado.

—Si ha venido usted en plan de visita amistosa —continúa diciendo el señor George—, se lo agradezco. ¿Cómo está usted? Si ha venido usted para ver si hay objetos de valor en el local, no tiene más que mirar; haga lo que usted quiera. Y si quiere decirme algo, ¡dígalo de una vez!

La lozana Judy, sin apartar los ojos del fuego, le da a su abuelo un empujón fantasmal.

—¡Ya ve usted! Ella opina lo mismo. Y ¿por qué diablo no se sienta esa muchacha como una cristiana? —comenta el señor George, mirando curioso a Judy—. No puedo comprenderlo.

—Se mantiene a mí lado para atenderme, señor —dice el Abuelo Smallweed—. Soy muy viejo, señor George, y necesito ciertos cuidados. Llevo bien la edad; no soy una cotorra infernal —mientras gruñe y busca inconscientemente el cojín—, pero necesito cuidados, amigo mío.

—¡Bueno! —contesta el soldado, que gira su silla para hacer frente al viejo—. ¿Y qué más?

—Señor George, mi amigo de la City ha hecho un pequeño negocio con un alumno de usted.

—Ah, ¿sí? —dice el señor George—. Lamento saberlo.

—Sí, señor. —El Abuelo Smallweed se frota las piernas—. Ahora es un soldadito excelente, señor George, y se llama Carstone. Unos amigos suyos lo ayudaron y ahora todo está saldado honorablemente.

—Ah, ¿sí? —repite el señor George—. ¿Cree usted que su amigo de la City agradecería un buen consejo?

—Creo que sí, mi querido amigo. Si viniera de usted.

—Entonces le aconsejo que no siga haciendo negocios en ese sector. Ya no puede sacarles nada. Que yo sepa, ese joven caballero ha tenido que frenar en seco.

—No, no, mi querido amigo. No, no, señor George. No, no, señor —reprocha el Abuelo Smallweed, que se frota astutamente las piernas flacas—. Nada de frenado en seco, creo. Tiene buenos amigos y tiene un sueldo, y siempre puede vender su despacho de oficial, y siempre puede vender su participación en un pleito, y sus posibilidades de compromiso matrimonial, y…, vamos, ya sabe usted, señor George. ¿Cree usted que mi amigo podría todavía opinar que el joven caballero está bien avalado? —pregunta el Abuelo Smallweed, dándole la vuelta a la gorra de terciopelo y rascándose una oreja como si fuera un mono.

El señor George, que ha dejado a un lado la pipa y está sentado con un brazo en el respaldo de la silla, traza un zapateado en el suelo con el pie derecho, como si no le agradara especialmente el giro de la conversación.

—Pero, por pasar de un tema a otro —continúa diciendo el señor Smallweed—. Por animar la conversación, como diría un chistoso. Por pasar, señor George, del guardiamarina al capitán.

—¿De qué está usted hablando? —pregunta el señor George, que deja con un fruncimiento de ceño de acariciarse el recuerdo de su bigote—. ¿De qué capitán?

—De nuestro capitán. Del capitán que sabemos. Del Capitán Hawdon.

—¡Ah! De eso se trataba, ¿verdad? —exclama el señor George con un pequeño silbido, mientras observa que tanto el abuelo como la nieta lo están mirando—. ¡Ya hemos llegado! Bueno, ¿y qué pasa? Vamos, no estoy dispuesto a que me sigan sofocando! ¡Hable!

—Mi querido amigo —replica el viejo—. Me han preguntado (¡Judy, dame una sacudida!), ayer me han preguntado por el capitán, y yo sigo creyendo que el capitán no ha muerto.

—¡Bobadas! —observa el señor George.

—¿Qué ha dicho usted, amigo mío? —pregunta el viejo, llevándose la mano a la oreja.

—¡Bobadas!

—¡Ja! —dice el Abuelo Smallweed—. Señor George, ya puede usted juzgar cuál es mi opinión por las preguntas que me han hecho y los motivos que me han dado para hacerlas. Y ahora, ¿qué cree usted que quiere el abogado que está haciendo esas preguntas?

—Un negocio —dice el señor George.

—¡Nada de eso!

—Entonces no puede ser un abogado —dice el señor George, cruzándose de brazos con aire de total convencimiento.

—Mi querido amigo, es un abogado, y de los famosos. Quiere ver algún papel escrito por el Capitán Hawdon por su propia mano. No quiere quedárselo. No quiere más que verlo y compararlo con un papel que tiene en su posesión.

—Muy bien, ¿y qué?

—Muy bien, señor George. Como dio la casualidad de que recordó el anuncio relativo al Capitán Hawdon y a toda la información que pudiera darse a su respecto, lo consultó y vino a verme… exactamente igual que hizo usted, mi querido amigo.
¿Quiere
usted darme la mano? ¡Cuánto me alegré de que viniera usted aquel día! ¡De no haber venido, no hubiéramos podido trabar esta amistad!

—¿Y qué más, señor Smallweed? —vuelve a decir el señor George, tras realizar la ceremonia con una cierta rigidez.

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