Casa desolada (56 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Llegó inmediatamente con aquella información, y celebró una larga conferencia con mi Tutor. Pasó más de una hora antes de que éste metiera la cabeza en la habitación en la que estábamos Ada y yo y nos dijera: «¡Venid, hijas mías!». Fuimos y vimos a Richard, a quien la última vez habíamos encontrado muy animado, apoyado en la repisa de la chimenea, con aspecto mortificado y airado.

—Ada, Rick y yo no estamos de acuerdo —dijo el señor Jarndyce—. ¡Vamos, Rick, no pongas tan mala cara!

—Es usted muy duro conmigo, caballero, —respondió Richard—. Tanto más duro cuanto que siempre ha sido considerado conmigo en los demás respectos, y ha tenido conmigo gestos de amabilidad que jamás olvidaré. Sin usted jamás hubiera podido recuperarme.

—¡Bueno, bueno! —replicó el señor Jarndyce—. Quiero que te recuperes todavía más. Quiero que te recuperes más a tus propios ojos.

—Espero, caballero, que me perdone sí le digo —le dijo Richard, enfadado pero todavía respetuosamente— que acerca de mis cosas creo que el mejor juez soy yo.

—Y yo espero, mi querido Rick, que me excuses si te digo —observó el señor Jarndyce con el máximo de dulzura y buen humor— que es lo más natural que lo creas, pero yo no estoy de acuerdo. Tengo que cumplir con mi deber, Rick, o si no jamás podrías apreciarme cuando hayas recuperado la sangre fría, y espero que siempre me consideres razonable, tanto cuando la hayas recuperado como cuando la pierdas.

Ada se había puesto tan pálida que el señor Jarndyce la hizo sentarse en su propia silla de lectura y se sentó a su lado.

—No es nada, hija mía —le dijo—; no es nada. Rick y yo hemos tenido una mera diferencia amistosa, que hemos de exponerte, pues tú eres el tema de ella. Vaya, ahora te da miedo lo que te voy a decir.

—Ningún miedo, primo John —replicó Ada con una sonrisa—, si procede de usted.

—Gracias, hija. Te ruego que me prestes atención durante un minuto, sin mirar a Rick. Y, mujercita, haz tú lo mismo. Hija mía —dijo, poniendo su mano entre las de ella, en el brazo de la butaca—, ¿recuerdas la conversación que tuvimos los cuatro cuando la mujercita nos habló de una cierta relación amorosa?

—No es probable que ni Richard ni yo olvidemos jamás su amabilidad aquel día, primo John.

—Yo nunca la olvidaré —dijo Richard.

—Ni yo la olvidaré nunca —coreó Ada.

—Tanto más fácil me resulta lo que he de decir y tanto más fácil será que nos pongamos de acuerdo —replicó mi Tutor, con la cara iluminada por la bondad y la rectitud de su corazón—. Ada, pajarito mío, debes saber que Richard acaba de escoger su profesión por última vez. Todos sus recursos quedarán agotados cuando quede perfectamente equipado. Ha agotado su patrimonio, y en el futuro quedará ligado al árbol que acaba de plantar.

—Es cierto que he agotado mis recursos actuales, y estoy convencido de ello. Pero lo que he poseído hasta ahora —dijo Richard— no es todo lo que me pertenece.

—¡Rick, Rick! —exclamó mi Tutor, con una voz repentinamente aterrada y alterada, y llevándose las manos a la cabeza como para taparse los oídos—. ¡Por el amor de Dios, no busques esperanzas en la maldición de la familia! ¡Hagas lo que hagas hasta que estés en la tumba, nunca des ni una ojeada al horrible fantasma que nos persigue desde hace tantos años! ¡Más te vale endeudarte, mendigar, incluso morir!

Todos nos sentimos impresionados por el fervor de aquella advertencia. Richard se mordió los labios, contuvo el aliento y me miró como si comprendiera y supiera que yo comprendía también lo necesaria que le era.

—Ada, hija mía —continuó diciendo el señor Jarndyce, recuperando su animación—, sé que es un consejo muy duro, pero es que vivo en la Casa Desolada y aquí he visto pasar muchas cosas. Pero basta. Ya está comprometido todo lo que Richard tenía para partir en la carrera de la vida. Os recomiendo a ti y a él, tanto por él como por ti misma, que cuando se separe de nosotros lo haga en el entendimiento de que no existe contrato de ningún tipo entre él y tú. Debo ir más lejos. Seré franco. Vosotros habíais de confiar plenamente en mí y yo he de confiar plenamente en vosotros. Os pido que renunciéis totalmente, por el momento, a todo vínculo que no sea el de vuestro parentesco.

—Más valdría decir, caballero —interpuso Richard—, que renuncia usted a toda confianza en mí y que aconseja a Ada que haga lo mismo.

—Más valdría no decir nada por el estilo, Rick, porque no es eso a lo que me refería.

—Usted cree que he empezado mal —replicó Richard—, y es verdad, lo sé.

—Cómo esperaba yo que empezaras y cómo esperaba que siguieras es algo que te dije la última vez que hablamos de estas cosas —dijo el señor Jarndyce con tono cordial y alentador—. Todavía no has empezado, pero hay tiempo para todo, y a ti te queda mucho; de hecho, no ha acabado de llegar del todo. Empieza de nuevo otra vez. Los dos sois primos, y muy jóvenes, hijos míos. Todavía no sois nada más. Lo que llegue de más vendrá como fruto de tus esfuerzos, Rick, y no antes.

—Es usted muy duro conmigo, caballero —dijo Richard—. Más duro de lo que suponía yo que pudiera ser.

—Mi querido muchacho —contestó el señor Jarndyce—, con quien más duro soy es conmigo mismo cuando hago algo que te causa dolor. El remedio lo tienes en tus propias manos. Ada, es mejor para él que esté libre y que no persista entre vosotros un compromiso juvenil. Rick, es lo mejor para ella; mucho mejor; es lo mínimo que puedes hacer por ella. ¡Vamos! Cada uno de vosotros hará lo que sea mejor para el otro, aunque quizá no sea lo mejor para sí mismo.

—¿Por qué es eso lo mejor? —replicó Richard inmediatamente—. No lo era cuando le abrimos nuestros corazones a usted. No fue eso lo que dijo usted entonces.

—Y desde entonces he adquirido más experiencia. No te echo la culpa, Rick, pero desde entonces he adquirido experiencia.

—Quiere usted decir conmigo, caballero.

—¡Muy bien! Con los dos —dijo el señor Jarndyce con voz amable—. No ha llegado el momento de que os comprometáis en firme. No está bien y yo debo reconocerlo. Vamos, muchachitos míos, ¡empezad de nuevo! Dejad atrás el pasado y volved una nueva página en la que escribir vuestras vidas.

Richard miró preocupado a Ada, pero no dijo ni una palabra.

—He evitado decir una palabra a ninguno de los dos, ni a Esther —continuó diciendo el señor Jarndyce—, hasta ahora con objeto de que pudiéramos ser claros como la luz del día y hablar todos en pie de igualdad. Ahora os ruego afectuosamente, os aconsejo seriamente a los dos que os separéis igual que cuando llegásteis aquí. Dejad el resto al tiempo, a la verdad y a la constancia. Si no lo hacéis así, actuaréis mal, y me habréis hecho actuar mal por haberos reunido para empezar.

Transcurrió un largo silencio.

—Primo Richard —dijo Ada por fin, levantando sus ojos azules cariñosamente hacia los de él—, después de lo que ha dicho nuestro primo John, creo que no tenemos opción. Puedes estar tranquilo por lo que a mí respecta, pues me dejarás aquí a su cuidado y podrás estar seguro de que no me faltará nada, de que estaré en perfecta seguridad si me dejo orientar por sus consejos. Yo… Yo no dudo, primo Richard —añadió Ada algo confusa—, de que me quieres mucho y… no creo que te enamores de ninguna otra. Pero querría que también eso lo pensaras bien, pues quiero que seas feliz en todo. Puedes confiar en mí, primo Richard. Yo no soy nada tornadiza, pero tampoco soy irrazonable y no te lo reprocharía nunca. Incluso los primos pueden lamentar separarse, y es verdad que lo lamento mucho, muchísimo, Richard, aunque sé que es por tu bien. Siempre pensaré en ti con cariño y hablaré mucho de ti con Esther y… y quizá tú pensarás un poquito en mí, primo Richard. ¡Así que ahora volvemos a ser sólo primos, Richard, quizá sólo por el momento, y rezaré porque mi primo Richard esté lleno de bendiciones, dondequiera que vaya! —terminó de decir Ada acercándose a él y dándole una mano temblorosa.

Me resultó extraño que Richard no pudiera perdonar a mi Tutor por tener la misma opinión de él que él había expresado de sí mismo en términos mucho más fuertes ante mí. Pero desde luego así ocurrió. Observé con gran pesar que a partir de aquel momento no volvió a ser tan franco y tan abierto con el señor Jarndyce como lo había sido hasta entonces. Tenía todos los motivos para seguirlo siendo, pero no lo era, y a él únicamente se debió que empezara a surgir un distanciamiento entre ellos.

Pronto se sumió en las actividades de prepararse y equipararse, e incluso se olvidó de su pena al separarse de Ada, que se quedó en Hertfordshire mientras él, el señor Jarndyce y yo nos íbamos a pasar una semana en Londres. La recordaba de vez en cuando, e incluso a veces rompía a llorar, y en aquellos momentos me confiaba sus mayores autorreproches. Pero al cabo de unos minutos imaginaba imprudente algún medio indefinible por el que pronto serían los dos ricos y felices para siempre, y se ponía de lo más alegre imaginable.

Fue una temporada muy ocupada, y yo me pasaba el día trotando con él, comprando las diversas cosas que necesitaba. No digo nada de las cosas que hubiera comprado él si se le hubiera dejado decidirlo. Conmigo actuaba con plena confianza, y a menudo hablaba con tanta sensatez y tanto sentimiento de sus errores y de sus decisiones firmísimas, y mencionaba tanto el aliento que le daban aquellas conversaciones, que no podría haberme cansado de ellas aunque lo hubiera intentado.

En aquella semana solía venir por nuestra casa a practicar la esgrima con Richard una persona que había sido soldado de caballería; era un hombre de buen aspecto y robusto, de porte franco y confiado, con el que Richard venía haciendo esgrima desde hacía unos meses. Tanto había yo oído hablar de él, no sólo a Richard, sino también a mi Tutor, que una mañana, cuando llegó él, yo me había apostado adrede en la sala con mis labores.

—Buenos días, señor George —dijo mi Tutor, que por casualidad estaba a solas conmigo—, el señor Carstone vendrá inmediatamente. Entre tanto, estoy convencido de que la señorita Summerson está encantada de conocerlo. Siéntese.

Se sentó, un tanto desconcertado por mi presencia, me pareció, y sin mirarme se pasó por el bigote una manaza tostada.

—Es usted tan puntual como el sol —dijo el señor Jarndyce.

—Costumbres militares, señor —replicó—. La fuerza de la costumbre. En mí no es más que un hábito, señor. No soy muy organizado.

—Pero me han dicho que tiene usted un gran establecimiento. ¿No es así? —preguntó el señor Jarndyce.

—No es gran cosa, señor. Tengo una galería de tiro, pero no es gran cosa.

—¿Qué tal tirador y qué tal esgrimista cree usted que es el señor Carstone? —preguntó mi Tutor.

—Bastante bueno, señor —replicó cruzando los brazos sobre su amplio pecho, con lo que me pareció todavía más robusto—. Si el señor Carstone se dedicara a eso con todas sus fuerzas sería muy bueno.

—¿Pero no lo hace, supongo? —comentó mi Tutor.

—Al principio, sí, señor, pero después no. No todas sus fuerzas. Quizá esté pensando en otra cosa…, quizá alguna joven —y me contempló por primera vez con sus ojos oscuros y brillantes.

—Le aseguro que no está pensando en mí, señor George —le dije riéndome—, aunque parece que usted sospecha de mí.

Se ruborizó un poco bajo la tez morena y me hizo una inclinación militar.

—Espero que no se haya ofendido, señorita. Soy un maleducado.

—En absoluto —repliqué—. Lo considero un cumplido.

Si antes no me había mirado, ahora lo hizo con tres o cuatro vistazos sucesivos.

—Con su permiso, señor —dijo a mi Tutor con una especie de timidez varonil—, pero me hizo usted el honor de mencionar el nombre de la señorita…

—La señorita Summerson.

—Señorita Summerson —repitió, y volvió a mirarme.

—¿Conoce usted este apellido? —le pregunté.

—No, señorita. Que yo sepa, nunca lo había oído. Me pareció que la había visto a usted en alguna parte.

—No creo —respondí, levantando la cabeza de mis labores para mirarlo, y había en su tono y sus modales algo tan auténtico que celebré la oportunidad—. Soy muy buena fisonomista.

—¡Yo también, señorita! —contestó él, mirándome directamente a los ojos— ¡Bueno! ¿Qué será lo que me ha sugerido esa idea?

Al ver que volvía a ruborizarse bajo la piel curtida, y que se sentía desconcertado por sus esfuerzos por recordar su asociación de ideas, mi Tutor fue en auxilio suyo.

—¿Tiene usted muchos alumnos, señor George?

—El número varía, señor. Casi siempre son muy pocos, apenas los suficientes para sobrevivir.

—Y ¿qué clases de gente van a su galería a practicar?

—De todas clases, señor. Ingleses y extranjeros. Desde señores hasta aprendices. A veces han venido francesas que son buenas tiradoras de pistola. Montones de locos, claro…, pero ésos van a todas las partes que tengan las puertas abiertas.

—Espero que no vaya gente con ánimo de venganza y que proyecten terminar su práctica con blancos vivientes, ¿no? —preguntó mi Tutor.

—No es frecuente, señor, aunque ha ocurrido. Casi siempre vienen a perfeccionarse, o a perder el tiempo. Mitad y mitad, más o menos. Usted perdone, pero creo que tiene usted un pleito en Cancillería, si me han informado bien —dijo el señor George, que volvió a sentarse tieso, apoyándose los codos en las rodillas.

—Lamento decir que así es.

—Una vez vino un colega de usted, señor.

—¿Alguien con un pleito en Cancillería? —replicó mi Tutor—. ¿Cómo fue eso?

—Bueno, aquel hombre estaba tan acongojado y tan preocupado y tan torturado por la forma en que lo mandaban de una lado para otro —dijo el señor George—, que se quedó perturbado. Yo creo que no se proponía disparar contra nadie, pero estaba tan resentido y tan violento que venía, pagaba cincuenta disparos y se ponía a disparar hasta que se ponía al rojo vivo. Un día que no había nadie más y me había estado hablando con gran violencia de lo que le habían hecho, le dije: «Si esta práctica es una válvula de escape, compañero, perfecto; pero no me agrada verlo a usted tan absorto en ella en su estado de ánimo actual; preferiría que probara usted con otra cosa». Estaba alerta por si intentaba darme un golpe, dado lo apasionado que era, pero lo recibió con buen sentido y lo dejó inmediatamente. Nos dimos las manos y nos fuimos haciendo amigos.

—¿Quién era aquel hombre? —preguntó mi Tutor con un nuevo tono de interés.

—Bueno, al principio era un pequeño agricultor de Shropshire, hasta que lo convirtieron en un toro furioso.

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